África Vázquez - El cielo entre nosotros

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Alba ha terminado el instituto sin amigos y sin ningún plan para el que tendría que ser el mejor verano de su vida. Noah tiene un asunto que resolver. Los dos coinciden en el valle de Tena, donde vivió el abuelo de Alba, Martín, hasta que la Guerra Civil lo empujó a unirse al maquis, a cruzar la frontera con Francia y a pasar sus últimos años de vida en el campo de exterminio de Auschwitz. Cuando Alba y Noah se conocen, entre libros de historia y viejas fotografías en blanco y negro, ninguno de los dos se imagina lo que el destino les depara. Una historia llena de intriga, secretos familiares y amores que van más allá del tiempo y la muerte. «Tal vez aquella peculiar amistad fuese justo lo que necesitaban los dos. Tal vez aún pudieran cambiar juntos el color del verano».

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Se alegraba de que Gabi siguiese atareada, tiñéndose el pelo, para no tener que decirle que salía. Si lo hacía, se empeñaría en acompañarla, pero tardaba tanto en arreglarse que se les haría la hora de la comida mientras tanto. Además, Alba había decidido salir sola para reflexionar, y la reflexión era incompatible con la adorable cháchara de su prima.

Cerró la puerta sin hacer ruido y echó a andar calle arriba, hacia las afueras del pueblo. No llovía, pero había humedad en el ambiente y no le sobraba el jersey. Se arrebujó en él mientras tomaba el camino de tierra que conducía a la ermita.

El paseo hasta allí no duraba ni quince minutos, aunque ella tardó media hora, porque se detuvo varias veces para identificar las plantas que crecían a orillas del camino —helechos, zarzamoras y rosales silvestres—, o examinar a una babosa que se arrastraba perezosamente hacia la zona de hierba alta. Soplaba una ligera brisa que hacía que las copas de los árboles se agitaran con suavidad. Buscó las montañas nevadas con la mirada y volvió a sentir el deseo de perderse en ellas.

Se le pasó un poco al llegar a la ermita, que estaba justo delante del cementerio del pueblo. Era pequeña y antigua, y la maleza crecía entre sus piedras grises, otorgándole cierto aire de abandono. La puerta solía estar cerrada con llave, aunque Alba había entrado en alguna ocasión cuando era pequeña. Gabi y ella solían jugar al escondite allí hasta que no se les había ocurrido nada mejor que saltar el murete del cementerio y ponerse a curiosear las antiguas lápidas de piedra. Paloma las había descubierto y había castigado a Gabi durante tres días enteros; no se había atrevido a castigar también a Alba, pero ella había decidido castigarse a sí misma por solidaridad.

Más adelante, cuando ya era mayor, Alba comprendió por qué su tía le tenía tanta aversión al cementerio: su padre tendría que haber descansado allí con sus hermanos y el resto de su familia, pero las tumbas de los Valero y los Grau se remontaban a muchas generaciones atrás. Martín había muerto en un campo de exterminio y nadie les había enviado sus restos, y lo más probable era que Argimiro y sus otros hermanos hubiesen sido arrojados a alguna fosa común.

El tema de las fosas comunes de la Guerra Civil y el franquismo siempre le había provocado escalofríos a Alba. ¿Cómo era posible que ningún gobierno democrático se hubiese propuesto abrirlas? No era una cuestión de ideología, sino de mera humanidad: nadie merecía tener a sus seres queridos enterrados en una cuneta.

Como de costumbre, la puerta de la ermita estaba cerrada. Alba subió los tres escalones que conducían hasta ella, se sentó en el último y apoyó la espalda en la madera carcomida. Solo entonces sacó la gorra de Noah del interior de su jersey, se la caló hasta las cejas y cerró los ojos.

¿Volvería a ver al chico algún día? Parecía bastante probable, ya que el pueblo era diminuto. Aunque tampoco sabía cuánto tiempo pensaba quedarse. ¿Dónde viviría? ¿Y con quién? No había hoteles allí, ni siquiera una mísera casa rural.

Alba no sabía si quería reencontrarse con él. No parecía una mala persona, pero cualquier interacción con gente de su edad le ponía nerviosa últimamente.

—Es cierto que merece la pena.

Se levantó la gorra y vio que Noah la observaba desde el pie de la escalinata. Trató de disimular que se había llevado un buen susto al oír su voz de repente.

—¿Qué cosa? —preguntó con más sequedad de la que el chico merecía.

—La ermita. —Noah vaciló—. ¿Puedo? —Señaló un sitio junto a ella.

—Como quieras, estamos en un sitio público.

—Vaya. —El chico no llegó a sentarse, se quedó mirándola desde donde estaba—. ¿Te estoy interrumpiendo? Puedo volver más tarde si prefieres estar sola.

Alba estuvo a punto de gritarle que sí, que quería estar sola, pero luego se dio cuenta de que no era verdad y se limitó a encogerse de hombros.

Noah se sentó a su lado, aunque a una distancia prudencial, y la miró de reojo.

—Veo que te ha gustado mi gorra.

—Solo me la he puesto porque pensaba que iba a llover. —¿Por qué tenía que ser tan desagradable?

—Ah, bueno. —El joven alzó la vista—. ¿De cuándo es esta ermita?

—Dicen que del siglo X, aunque eso no es del todo cierto. El edificio que ves es del siglo XVIII, lo que pasa es que hay documentos que prueban que ya había una ermita en este mismo lugar en la época medieval.

—Veo que estás bien informada.

—Me gustan las cosas viejas. —Ella desvió la mirada.

—Pero no crees en fantasmas —le recordó Noah—, a diferencia de tu prima.

El hecho de que se acordara de lo que le había contado hacía unos días le hizo sentirse irritada sin saber por qué.

—¿Me estás dando conversación por algún motivo en particular? —le espetó girándose hacia él de nuevo.

Noah parpadeó una sola vez. Luego se puso en pie.

—No quería molestarte. —Parecía sincero, lo cual solo contribuyó a que Alba se sintiese peor. Mientras ella lo observaba, bajó la escalinata de la ermita y se dio la vuelta para mirarla una última vez, con aire azorado—. Discúlpame, no volveré a hacerlo. ¡Adiós!

Alba maldijo entre dientes y se levantó de golpe.

—¡Espera, Noah!

Le dio un poco de vergüenza llamarlo a gritos, pero el chico se detuvo al instante y volvió a contemplarla con cautela. «Debe de pensar que te falta un tornillo».

Alba se armó de valor y se dirigió hacia él.

—Lo siento —le dijo. Primero pensó que eso iba a ser todo; luego, sin embargo, las palabras salieron de su boca sin que pudiese evitarlo—: No me has molestado, eres probablemente la persona más educada que he conocido nunca. El problema no eres tú, soy yo. Ya te dije que era antipática. Tienes todo el derecho del mundo a mandarme al cuerno, pero, si todavía quieres quedarte, a mí me parece bien. —Sintió cómo empezaban a arderle las mejillas. No sabía si estaba preparada para soportar un desplante, aunque viniese de un chico al que apenas conocía.

Noah se quedó mirándola durante unos segundos interminables.

—¿Siempre apartas a la gente que intenta acercarse a ti? —musitó al cabo de un momento. No había el menor atisbo de rencor en su pregunta, solo cierta preocupación.

—Antes no. —Alba retrocedió hacia la escalinata y se sentó de nuevo, esta vez en el primer escalón—. Antes era normal.

Antes de ese maldito curso, antes de que su grupo de amigos se fuese a la mierda, antes de David. Antes de que empezara a pensar que había algo incorrecto en ella, algo que hacía que sus relaciones fracasaran.

—Define «normal» —dijo Noah.

Ella soltó un bufido.

—Antes no estaba siempre a la defensiva.

—Ya veo. —Noah volvió a sentarse a su lado—. Todos nos ponemos a la defensiva cuando nos han hecho daño.

—¿Cómo sabes…?

—No, no te confundas: no tengo ni idea de lo que te ha pasado. —El chico esbozó una sonrisa apenada—. Pero, por desgracia, sé reconocer la tristeza cuando la veo.

—¿Y de qué color es? —preguntó Alba tontamente, por decir algo que no sonara tan profundo como lo que había confesado hacía tan solo unos instantes.

Noah no dudó al responder:

—Azul.

Bajó la vista y, durante unos minutos, ninguno de los dos dijo nada. Alba se miraba las manos, consciente de la presencia del otro chico junto a ella, mientras el cielo se iba cargando de nubes. La primera gota de lluvia le cayó entre las zapatillas.

—Debería volver a casa.

—Vale.

—Noah.

—¿Sí?

—Te prometo que, si volvemos a vernos, seré más agradable contigo.

—Estupendo. —Él la miró con simpatía y Alba se sintió un poco estúpida por haberle dicho eso. Entonces el chico añadió—: Si tú quieres, volveremos a vernos.

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