África Vázquez - El cielo entre nosotros

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Alba ha terminado el instituto sin amigos y sin ningún plan para el que tendría que ser el mejor verano de su vida. Noah tiene un asunto que resolver. Los dos coinciden en el valle de Tena, donde vivió el abuelo de Alba, Martín, hasta que la Guerra Civil lo empujó a unirse al maquis, a cruzar la frontera con Francia y a pasar sus últimos años de vida en el campo de exterminio de Auschwitz. Cuando Alba y Noah se conocen, entre libros de historia y viejas fotografías en blanco y negro, ninguno de los dos se imagina lo que el destino les depara. Una historia llena de intriga, secretos familiares y amores que van más allá del tiempo y la muerte. «Tal vez aquella peculiar amistad fuese justo lo que necesitaban los dos. Tal vez aún pudieran cambiar juntos el color del verano».

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A Alba no le sorprendía que su abuela conociese de memoria todos los libros de la biblioteca: siempre había sido una gran lectora.

Cuando Hitler robó el conejo rosa era uno de mis libros favoritos de mi infancia. —La joven sacudió la cabeza—. Por aquel entonces, yo no sabía lo que era un campo de exterminio.

—Eras una niña y hacías bien en no saberlo. Ojalá ningún niño hubiese tenido que saberlo nunca. —Aunque su abuela estaba de espaldas a ella, Alba pudo captar una nota de emoción en su voz. Cuando se dio la vuelta, sin embargo, parecía igual de calmada que siempre—. La biblioteca abre a las cinco.

—Bien, iré después de comer.

—¡Buenos días! —La voz de Gabi las interrumpió. Su prima llegó despeinada y bostezando—. ¿Cómo puedes levantarte tan temprano, Alba? ¡Con lo bien que se está en la cama!

Gabi besó a su abuela y se sentó al lado de su prima. Llevaba un pijama de rayas multicolores y no debía de haber dormido más de tres o cuatro horas.

—¿Quieres desayunar algo? —le preguntó Aurora, pero Gabi sacudió la cabeza.

—Esperaré a la comida, no quiero incordiarte ahora. —Mientras hablaba, Alba abrió la nevera para servirle un vaso de leche—. ¡Ay, prima, es que eres un sol! —Le lanzó un beso y volvió a mirar a su abuela—. ¿Mi hermano sigue durmiendo?

—Tu hermano se ha ido a las siete de la mañana. —Sonrió su abuela—. Ha dicho que venían a buscarlo unos amigos.

—¡Ya decía yo! Este chico siempre se despierta el primero en casa. Hay que ver el ruido que arma de madrugada, ¡a las nueve de la mañana está escuchando música!

—¿Consideras que las nueve de la mañana es «de madrugada»? —Alba levantó las cejas, pero su prima la ignoró.

—¿Va a pasar el día fuera?

—Eso parece. —Aurora se dirigió hacia el salón y sus nietas la siguieron—. Creo que va a ir de excursión al río.

—¡Al río! ¡Pero si está lleno de agua! —Gabi agitó la mano en señal de desaprobación mientras se tumbaba en el sofá—. Es mucho mejor ir a la peña. —Entonces miró a Alba—. Que sepas que ayer todos me preguntaron por ti. Les dije que eras como una actriz famosa: guapa e interesante, pero poco dada a aparecer en público.

Alba se obligó a ser paciente con su prima.

—No soy ninguna de esas dos cosas.

—Sí que lo eres. Además, Sam está deseando verte. ¿Te acuerdas de Sam?

—Sí. —Sam era el mejor amigo de Gabi en el pueblo, un chico muy ruidoso que llevaba el pelo largo hasta la cintura («aunque es una pena que a él no le quede como a meu amor Nuno, Alba, una auténtica pena»). Alba pensó que a David le hubiese caído bien.

Otra vez David. ¿Por qué no dejaba de pensar en él? ¿Por qué su cabeza tenía que recordarle una y otra vez todo lo que le había salido mal en ese último año? ¿Alguna vez conseguiría olvidarlo?

—Con un poco de suerte, podré arrastrarte a la peña en agosto, durante las fiestas, y le concederás un baile al pobre desgraciado.

—Sam no me parece un pobre desgraciado, precisamente. —Alba se cruzó de brazos.

—Razón de más para que bailes con él.

—No sé bailar.

—¿Y qué más da que no sepas? —Gabi bufó—. Siempre podéis sentaros en una roca, bajo las estrellas, y contemplar el infinito.

—Si nos ceñimos a su definición, el infinito no se puede contemplar…

—¡Ay, Alba, basta ya de poner pegas! —No pudo evitar sonreír al ver la expresión fastidiada de su prima—. Bueno, ¿qué hiciste tú ayer? ¡Que nunca me cuentas nada!

—Fui a comprar cosas para la abuela.

—¡Alba! —Gabi soltó un quejido y le arrojó uno de los cojines del sofá—. ¡No me fastidies!

—Me gusta hacerlo, Gabi.

—¿Cuántos años tienes, ciento siete?

—Ciento ocho. —Alba cogió una novela que había sobre la mesa camilla de su abuela y abrió una página al azar—. Anda, déjame leer tranquila un rato.

—Como quieras. —Su prima se levantó muy digna—. Voy a teñirme el pelo.

—¿De qué color? —quiso saber Alba, pero no obtuvo respuesta: Gabi ya debía de estar trotando hacia el baño.

En cuanto se cercioró de que estaba sola, Alba abandonó el libro —que resultó ser El orgullo del pavo real — y palpó el hueco que había bajo la mesa camilla. Enseguida dio con su cuaderno azul, que había escondido allí para que no lo viesen su tía y sus primos, y lo sacó con cuidado. Luego cogió un bolígrafo negro y lo apoyó sobre el papel cuadriculado de la primera página.

Martín Valero Grau nació en el valle de Tena el 13 de febrero de 1917. Fue el menor de cuatro hermanos criados en el seno de una familia que apoyaba el espíritu de la República. El 2 de marzo de 1936, poco antes del golpe de Estado que conduciría a la Guerra Civil española, se casó con Aurora González Navarro, una chica que había nacido el 4 de febrero de 1918 en el pueblo vecino.

Alba mordisqueó el bolígrafo y reflexionó unos instantes.

Cuando estalló la guerra, el mayor de los hermanos de Martín, Argimiro, fue asesinado por los golpistas. Argimiro era el maestro del pueblo y jamás había tocado un arma. Los otros dos hermanos se enrolaron en el ejército republicano y Martín se quedó en el pueblo con su madre. Fue entonces cuando Aurora se mudó a la casa familiar. El padre y los tres hermanos de Martín, así como el padre de Aurora y un buen número de amigos y vecinos, fueron asesinados entre 1936 y 1939.

La joven hizo números y comprobó que las fechas eran correctas. Continuó.

El 21 de septiembre de 1940, Aurora dio a luz a su primera hija, Paloma. Su segunda hija, Pilar, nació el 6 de agosto de 1942 y no llegó a conocer a su padre.

Pobre madre de Alba. Y pobre Paloma.

A finales de 1941, Martín se fue al monte para unirse al maquis.

Alba no conocía la fecha exacta, pero calculaba que habría sido entre diciembre y enero.

Sin embargo, no tardó en cruzar la frontera para enrolarse en el ejército aliado. Por aquel entonces, Francia ya le había declarado la guerra a Alemania.

No tenía ni idea de lo que le había ocurrido a su abuelo a partir de entonces. Lo único que sabía era que los alemanes lo habían hecho prisionero al cabo de unos pocos meses.

Fue capturado por los nazis en algún momento situado entre 1942 y 1943 y deportado al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, donde murió antes de que acabara la Segunda Guerra Mundial.

Alba releyó lo que había escrito y cerró el cuaderno con lentitud.

Había rellenado página y media sin decir una sola palabra de Martín. Se había limitado a anotar con precisión una serie de hechos con una estructura muy semejante a la de sus libros de texto del instituto; no había escrito nada sobre los sueños, alegrías, esperanzas y temores que habrían acompañado a su abuelo hasta el día de su muerte. ¿De qué le servía memorizar un montón de fechas y acontecimientos si eso no le permitía conocerlo?

Frustrada, arrastró los pies hacia su dormitorio. Una vez allí, depositó el cuaderno sobre la mesa y se sentó en la cama para ponerse las zapatillas. Abrió el armario y sacó un jersey de lana gris. Hacía frío en la habitación, como si alguien hubiese abierto las ventanas del rellano. Estaba a punto de bajar las escaleras cuando sintió el impulso de regresar a su habitación para coger la boina de Noah, que había guardado en el cajón de la mesilla de noche. En vez de ponérsela, la escondió bajo el jersey.

—Voy a dar una vuelta, abuela —anunció al pasar por la cocina.

—Muy bien, no comeremos hasta dentro de un par de horas.

—Habré vuelto antes.

—Que te diviertas.

A diferencia de su tía y sus primos, su abuela nunca le preguntaba a dónde iba o lo que pensaba hacer. Si Alba quería contárselo, la escuchaba; si no, le regalaba un silencio que siempre había agradecido, aunque nunca tanto como aquel verano.

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