El cielo entre nosotros.
© 2021, África Vázquez Beltrán.
© Onyx Literature SL.
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© Corrección: Arantxa Comes.
© Ilustración portada: Ariadna Guillem (Miss Arilicious).
© Ilustración fotografía: Ariadna Guillem (Miss Arilicious).
© Maquetación edición física: Onyx Literature.
© Maquetación edición digital: Gonnhe.
© Ilustración interior: Freepik.com
Impreso en España.
ISBN edición física: 978-84-122695-3-6
Depósito Legal: DL T 1050-2020
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Para la sonrisa más bonita del mundo.
Valle de Tena, junio de 2001
Alba se quedó mirando la llave. Era pequeña y de hierro negro, y tenía atado un pedacito de papel amarillento en el que su abuela Aurora había escrito «despacho» con su pulcra caligrafía. La llave debía de tener unos ciento cincuenta años, tantos como la propia casa, pero apenas estaba un poco herrumbrosa.
Su abuela se la había entregado esa misma mañana, justo después de que el autobús dejara a Alba junto a la carretera y ella arrastrara su única maleta hasta lo alto del pueblo, donde dormitaba un viejo caserón de piedra con el tejado de pizarra, las puertas pintadas de verde y geranios en las ventanas. La casa de su familia.
«Puedes quedártela durante todo el verano», le había dicho Aurora mientras la observaba con sus penetrantes ojos azules, «confío en que respetarás la memoria de tu abuelo».
Aquel gesto significaba mucho para Alba, y más teniendo en cuenta cómo habían sido las cosas en el último año. Hacía tiempo que nadie confiaba en ella para nada, pero su abuela estaba dispuesta a dejarle entrar en su pequeño santuario. Tal vez porque sabía que Alba también pensaba con frecuencia en el pasado.
Solo se había asomado al despacho de su abuelo Martín en una ocasión, hacía tiempo, y tenía un vago recuerdo del mismo. Era la única habitación de la casa del pueblo que siempre permanecía cerrada con llave, la única en la que sus primos y ella no podían jugar cuando eran pequeños. Incluso su madre y su tía fingían no ver la puerta al fondo del pasillo del primer piso, como si fuese uno de los muchos fantasmas que parecían sobrevolar la historia de su familia.
Nadie había utilizado ese despacho desde los años 30 y su abuela lo había cerrado con llave en los 50, después de recibir la carta que confirmaba sus sospechas: que su marido había muerto en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau y que todo lo que quedaba de él eran un puñado de fotografías.
La madre y la tía de Alba nunca habían querido rebuscar en los viejos recuerdos de su padre. Demasiadas heridas abiertas, demasiadas historias tristes enterradas en el pasado. Las dos preferían ignorar aquello. Cada verano, Aurora se marchaba al pueblo y pasaba tres meses allí con la tía de Alba, Paloma, y sus primos, Jordi y Gabi. Su madre, Pilar, era la encargada de llevar a la abuela en junio y recogerla en septiembre, pero muy rara vez cruzaba la verja de hierro. Permanecía sentada en el coche, contemplando el jardín lleno de maleza, y esperaba a que Aurora alcanzara la puerta antes de marcharse otra vez. Aunque animaba a Alba a que visitara a su abuela durante las vacaciones escolares, ella no se les unía. No podía. En cuanto a la tía y los primos de Alba, conocían cada pueblo, cada rincón y cada vieja leyenda del valle de Tena, pero jamás mencionaban al hombre que había habitado aquella casa hacía setenta años.
Alba veía las cosas de un modo distinto. Ella llevaba ya varios veranos preguntándose por aquella puerta cerrada con llave, por aquel despacho en el que nadie entraba nunca, por aquellas fotografías que ningún miembro de la familia, excepto su abuela, se había atrevido a contemplar. Pensaba en su abuelo Martín a menudo, sobre todo, desde que había estudiado la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial en el instituto. Esas guerras, que parecían tan lejanas, habían cambiado la vida de su familia. Y la suya, de alguna manera.
Les había dicho a sus padres que esa era la razón por la que había decidido pasar un verano entero en el pueblo por primera vez en la vida. No era mentira, o no del todo.
Su madre la había mirado, sorprendida. «¿Estás segura de que no te aburrirás ahí arriba, hija?», le había preguntado. «Pensaba que querrías ir a la playa con tus amigos para celebrar que has aprobado la selectividad».
Alba había reprimido el impulso de contestarle: «¿Qué amigos, mamá?», y le había asegurado que no le importaba perderse aquel plan. También les había prometido a sus padres que volvería a casa en septiembre y se uniría al viaje familiar a Francia que hacían todos los años.
Nada más recibir las notas de selectividad, había hecho la maleta. No entendía por qué sus primos siempre viajaban con tantos bultos, ella solo necesitaba un puñado de cosas: vaqueros, camisetas, zapatillas de deporte, un par de jerséis por si algún día salía de noche —aunque eso era poco probable—, el discman y una pila de libros para cuando no tuviese nada que hacer —eso era bastante más probable—. Había dudado si llevarse también su guitarra, pero últimamente no tenía ganas de tocar.
Y eso era todo. Eso y el cuaderno de tapas azules en el que pensaba ir anotando lo que averiguara.
Porque Alba tenía un plan. Un plan que duraría todo el verano y le permitiría olvidarse de su triste presente mientras se zambullía en el pasado.
Quería saber la verdad sobre su abuelo, toda la verdad. Aunque doliese. Quería saber quién había sido Martín Valero, el joven esposo y padre que había dejado su vida en el valle de Tena para unirse al maquis en primer lugar y a la Resistencia francesa después. El hombre que había luchado contra los golpistas en España y contra los nazis en Alemania y que había dado con sus huesos en un campo de exterminio.
Alba sabía que aquella historia no iba a gustarle, pero necesitaba conocerla y aquel era el momento perfecto para hacerlo. Ya que no iba a estar tomando el sol en la playa, paseando por la orilla del mar de madrugada, ni viviendo uno de esos inolvidables amores de verano de las películas, como hacía la gente normal al terminar el instituto, al menos le dedicaría su tiempo a algo que le importaba.
«Un amor de verano», se burló de sí misma para sus adentros. «¿Quién te va a querer a ti?».
La puerta del armario se había quedado abierta después de que guardara la ropa y no pudo evitar contemplar su propio reflejo en el espejo interior. La chica que le devolvía la mirada no se asemejaba demasiado a la que había visto en ese mismo espejo el verano pasado: estaba más pálida y delgada, su pelo parecía más negro y se lo había cortado a la altura de los hombros. Lo que no había cambiado eran sus ojos verdes, el único rasgo bonito que tenía, y las tupidas pestañas que los rodeaban. Llevaba puesta su camiseta favorita, negra, de manga corta y con el Guernica de Picasso estampado, y unos vaqueros que le iban un poco grandes.
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