—No puede ser —murmuró por lo bajo.
Volcó el contenido sobre la mesa, pero fue inútil: el sobre de Auschwitz había desaparecido.
Alba estaba segura de haberlo puesto en su sitio. Aunque había recogido la caja a toda prisa, el sobre era lo primero que había guardado. Entonces, ¿dónde estaba?
Pensó de nuevo en la llave olvidada y se preguntó si alguien habría entrado en el despacho mientras estaba fuera.
Entonces dedujo lo que había ocurrido: la propia Aurora había retirado el sobre. Aquellas imágenes no eran simples fotografías de su difunto esposo, eran prácticamente sus cenizas, el testimonio que probaba que se lo habían arrebatado de la peor manera posible.
Una parte de Alba sintió el tonto impulso de decirle a su abuela que sabía que se había llevado el sobre de Auschwitz; luego decidió que no debía hacerlo. Se conformaría con ver las demás fotos, las cartas y todo aquello que su abuela le permitiese tocar. Quería conocer la historia de Martín, pero no tenía ninguna necesidad de recrearse en los episodios más oscuros.
Decidió que seguiría investigando más adelante, ya había tenido suficientes emociones en un solo día. Además, apenas quedaba media hora para que la familia se reuniese de nuevo y quería disfrutar del silencio un rato.
Siempre con cuidado, devolvió la caja a su sitio, cerró la puerta del armario y echó un último vistazo alrededor. La jaula seguía cerrada. Alba salió del despacho, echó la llave y esta vez la guardó celosamente en el bolsillo de sus vaqueros. Muy cerca de la gorra que aún llevaba escondida bajo la camiseta.
Berlín, diciembre de 1938
Querido diario:
Hoy he soñado con algo que sucedió el año pasado, el día que Gustav me convenció para hacer pellas y acompañarlo hasta la Schlossplatz.
Me sentí culpable cuando nos fuimos del colegio: era la primera vez que me saltaba las clases y sentía que estaba traicionando la confianza de mis padres y de la señorita Weigel. Pero Gustav no dejaba de sonreír. Recorrimos varias calles y avenidas bajo el sol de otoño, pisoteando las hojas secas a propósito, y a ratos Gustav se encaramaba a las farolas y se ponía a cantar Hej Sokoły, mi canción favorita, inventándose la mitad de las palabras. Lo hubiese zarandeado con gusto, pero eso le hubiese hecho reír, por lo que me contuve.
Yo le preguntaba una y otra vez a dónde íbamos, pero él se limitaba a sonreír con aire misterioso. Y eso fue lo único que hizo hasta que nos detuvimos frente a una casa antigua y señorial.
Gustav se acercó a la verja de hierro forjado y se aferró a los barrotes con aire soñador. Yo miré a ambos lados de la plaza para asegurarme de que nadie nos estuviese observando y empecé a tirarle de la manga. «Van a pensar que eres un ladrón», le dije, pero él me contestó que el único ladrón estaba al otro lado de esa verja.
No entendía nada. Entonces Gustav me explicó que allí vivían los Müller, los dueños del banco en el que trabajaba su padre. Los Müller tenían un hijo, Anders, que era un poco mayor que Gustav. Gustav lo había conocido en el banco un día que Anders había acompañado a su padre a hacer unas gestiones.
La explicación de Gustav me dejó frío. ¿Por qué debía importarnos la vida del hijo de los Müller? ¿Y quién era el ladrón del que hablaba? Se lo pregunté, pero, para mi exasperación, mi amigo siguió riendo mientras acariciaba la verja con cara de tonto.
«Lo entenderás cuando seas mayor». ¡Cómo odié que me dijera eso! Yo consideraba que ya era mayor.
En realidad, era un tonto, igual que el propio Gustav. Éramos dos tontos que no sabían nada de la vida.
Hoy he soñado con la casa de la Schlossplatz. Supongo que es porque ayer el señor Müller echó al tío Gilbert del banco. No quiere que haya judíos trabajando para él. La tía Frieda se ha puesto roja al recibir la noticia y ha dicho que ella tampoco quiere que su marido trabaje para un asqueroso nazi. Aun así, los dos están tristes. Tristes pero vivos. Eso ya es más de lo que pueden decir mis padres.
Gustav es el único que no parece abatido. Sigue viéndose con Anders, aunque sus padres se lo hayan prohibido. Esta mañana la tía Frieda le ha gritado que ella no quiere saber nada más de los Müller y Gustav ha respondido que Anders no es como sus padres; parece empeñado en defender a ese chico.
La verdad es que estoy un poco celoso de Anders: me siento muy solo y me gustaría que Gustav fuese solo para mí. Pero entiendo que no es justo, Gustav puede tener otros amigos aparte del pobre huérfano que se esconde en el armario cada vez que viene la policía.
Valle de Tena, junio de 2001
Alba se secó el pelo con la toalla y volvió a colocarla en su sitio. Frotó con la mano el espejo cubierto de vaho y se peinó con los dedos. Una de las ventajas de haberse cortado la melena era lo fácil que le resultaba arreglarse ahora.
Había dejado la ropa plegada en la silla de tijera que había en el baño: una camiseta blanca de manga corta y los mismos vaqueros que el día anterior. Mientras se vestía, se entretuvo contemplando las baldosas del suelo. No eran anaranjadas, como las del resto de la casa, sino de color blanco y más modernas —si es que había algo que pudiera considerarse moderno allí: solo para tirar de la cadena del retrete había que combinar la energía de un campeón de halterofilia y la destreza de un artista circense—. Hasta que se había construido el baño, los habitantes de la casa se aseaban en las alcobas y hacían sus necesidades en el patio. Eso último parecía un poco asqueroso, pero ellos debían de estar acostumbrados.
Seguro que David hubiese hecho algún chiste al respecto. Alba intentaba por todos los medios no pensar en él, pero siempre encontraba alguna excusa. A veces sospechaba que había empezado a discutir consigo misma solo para no seguir discutiendo mentalmente con el que había sido su mejor amigo. «¿Por qué tuviste que marcharte?». «¿Por qué ni siquiera te despediste de mí?». «¿Tú también me considerabas prescindible?». Nunca había tenido la oportunidad de formular todas aquellas preguntas en voz alta.
Terminó de vestirse y fue en busca de su abuela.
—Qué bien hueles —le dijo Aurora en cuanto cruzó la puerta de la cocina. Estaba secando cubiertos con un trapo y Alba se situó junto a ella y empezó a hacer lo mismo.
—Gracias, el mérito es del jabón.
—¿Qué tal acabó tu investigación ayer? Tu tía y tu prima volvieron antes de que pudiese preguntártelo.
Alba se mordió el interior de la mejilla. Su abuela estaba secando una cuchara sopera y no parecía molesta en absoluto, pero nunca se sabía.
—Creo que bien —dijo con cautela.
—¿Qué vas a hacer hoy?
La joven respiró, aliviada. Si su abuela no mencionaba el sobre de Auschwitz, ella tampoco tenía por qué hacerlo.
—He traído algunos libros de historia, sobre el maquis y los españoles que fueron capturados por los nazis. Casi todos acabaron en Mauthausen o Gusen, así que también he traído un par de libros sobre Auschwitz. —Le tembló la voz al pronunciar el nombre del campo y esperó que su abuela no se diese cuenta—. No serán lecturas agradables, pero creo que merecen la pena.
—Sabes que hay una biblioteca al lado del ayuntamiento, ¿verdad? —dijo Aurora mientras guardaba los cubiertos—. Podrías acercarte a echar un vistazo. Me imagino que habrá más novelas que libros de historia, pero puede que encuentres algo interesante. Me suena que tienen El diario de Ana Frank y Cuando Hitler robó el conejo rosa .
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