África Vázquez - El cielo entre nosotros

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Alba ha terminado el instituto sin amigos y sin ningún plan para el que tendría que ser el mejor verano de su vida. Noah tiene un asunto que resolver. Los dos coinciden en el valle de Tena, donde vivió el abuelo de Alba, Martín, hasta que la Guerra Civil lo empujó a unirse al maquis, a cruzar la frontera con Francia y a pasar sus últimos años de vida en el campo de exterminio de Auschwitz. Cuando Alba y Noah se conocen, entre libros de historia y viejas fotografías en blanco y negro, ninguno de los dos se imagina lo que el destino les depara. Una historia llena de intriga, secretos familiares y amores que van más allá del tiempo y la muerte. «Tal vez aquella peculiar amistad fuese justo lo que necesitaban los dos. Tal vez aún pudieran cambiar juntos el color del verano».

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Alba sintió que se le aceleraba el corazón.

—¿Te refieres a…?

—La guerrilla antifranquista. —Ahora el joven la miraba con seriedad.

—¿Quién es tu amigo? —Alba no pudo morderse la lengua antes de formular esa pregunta, por lo que intentó arreglarlo—: Me refiero a… Es que mis primos conocen a mucha gente, igual hasta somos parientes lejanos. —Pues no, no lo estaba arreglando—. ¿Te alojas con él?

Noah se quedó mirándola durante unos segundos. ¿Le habría molestado que fuese tan directa? No lo sabía. «Por eso nunca conoces gente, Alba: porque se te da regular».

—Mi amigo ya no vive aquí —dijo el chico simplemente.

Entonces Alba oyó la puerta de la trastienda y se volvió hacia el mostrador.

—¡Papeles y más papeles, esta mujer no me da ni un respiro…! —Don Adrián llegó refunfuñando y se recolocó las gafas antes de mirar a Alba parpadeando—. Ah, hola. Eres la nieta de Aurora, ¿verdad? ¿Cómo está? —No le permitió responder—. Bueno, ¿qué querías?

Ignoró por completo a Noah. Siempre estaba despotricando de los «forasteros», como le gustaba llamar a todo aquel que no tuviese raíces en el pueblo, pero su actitud fue casi grosera esta vez. Se notaba que su tienda no dependía de los turistas para sobrevivir.

Alba le dirigió una mirada apurada a Noah, que le hizo un gesto para restarle importancia al asunto,y suspiró:

—Una docena de huevos, por favor.

Don Adrián se los sirvió sin dejar de fruncir el ceño. Alba pagó tan deprisa como pudo y salió de la tienda. Para su sorpresa, Noah fue tras ella.

—¿Tú no ibas a comprar nada?

—He cambiado de idea. —El joven sonrió otra vez. Aunque no parecía molesto, Alba se sintió mal por él de todas maneras.

—Don Adrián no es la persona más sociable del mundo, y menos con la gente de fuera. —Sacudió la cabeza—. Se merecía que yo también me fuese sin comprar, pero mi abuela me había pedido que le hiciese un recado y…

—No te preocupes —la interrumpió Noah—. No es la primera vez que me pasa, estoy acostumbrado. No es culpa tuya —insistió al ver que Alba no parecía muy convencida.

La joven pensó en su abuela, que la estaba esperando para preparar la cena, y en la llave que había dejado puesta en la cerradura del despacho, y se dijo que tenía que despedirse. Sin embargo, no sabía cómo hacerlo.

—En fin, yo debería… —dudó—. La casa de mi abuela está por allí. —Señaló en su dirección.

—¿Te parece bien que te acompañe? —le preguntó Noah.

Alba parpadeó.

—¿Acompañarme? ¿Para qué? —La pregunta sonó más brusca de lo que pretendía.

—Es agradable tener a alguien con quien hablar —contestó el chico encogiéndose de hombros.

—Lo siento, te has encontrado con la persona más antipática de todo el pueblo.

¿Por qué no podía callarse, por qué no podía inventarse una excusa sin más? Seguro que acababa de espantar a Noah. «Bueno, quizá sea mejor así. No has venido al pueblo a hacer amigos, ¿no?».

—No me has parecido antipática en ningún momento, la verdad. —Noah la miraba con cierta curiosidad, pero no parecía deseoso de salir huyendo.

—Espera a conocerme —suspiró Alba.

—Vale. ¿Vamos, entonces?

Alba se dio cuenta de que Noah no había captado la ironía y dudó. ¿Cuántas probabilidades había de que aquel chico polaco de modales exquisitos y bonitos ojos grises fuese un loco con un hacha? Lo cierto era que no lo parecía, pero no se le ocurría otra razón por la que quisiera seguir hablando con ella después del penoso espectáculo que estaba dando. Pensó en decirle que «espera a conocerme» era una forma de hablar y que no tenía ninguna intención de dejarse conocer, ni por él ni por nadie.

En vez de eso, se puso en marcha.

—¿Has visitado el pueblo ya? —dijo para romper el hielo.

—Lo cierto es que no. —Noah caminaba junto a ella—. Sé que tiene una iglesia y que hay una ermita a las afueras, pero nada más.

—Merece la pena visitar la ermita. Es de lo poco interesante que hay por aquí, lo demás son casas viejas y muchas de ellas están abandonadas. Creo que mi prima y sus amigos se colaron en una el verano pasado para grabar una psicofonía, Gabi está un poco obsesionada con los fantasmas. —No entendía por qué estaba hablando tanto, pero Noah la escuchaba con interés.

—¿Fantasmas? ¡Vaya! —El chico parpadeó—. ¿Y tú? ¿Crees en ellos?

—No tengo edad para eso.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete, ¿y tú?

—Dieciocho.

Habían llegado a la Plaza Mayor sin que Alba fuese consciente de ello. Se detuvo junto a la fuente y volvió a contemplar los montes nevados a lo lejos. Noah hizo lo mismo y, durante unos segundos, los dos permanecieron en silencio. Soplaba un viento frío y húmedo.

Luego Alba se giró hacia el chico.

—Me esperan en casa.

—Que pases una buena tarde. —Noah le puso la boina en la cabeza.

—¿Y esto? —Alba lo miró, confundida.

—No es un regalo, sino un préstamo. —El joven fingió estudiarla con detenimiento—. Te sienta bien.

—Si tú lo dices… —Ella puso los ojos en blanco, en parte para disimular su nerviosismo—. En fin, ya nos veremos. Aunque solo sea porque tengo que devolverte tu gorra.

—Aunque solo sea por eso. —Noah retrocedió un paso—. ¡Hasta la vista!

Alba le dio la espalda y se alejó. Entonces cayó en la cuenta de que, después de todo, el joven no le había contado dónde se alojaba ni con quién. Bueno, tampoco era importante: fuera cual fuese la respuesta, Alba no iba a ponerse a husmear en su vida.

Miró el reloj y comprobó que no había estado ni treinta minutos fuera de casa. Subió las escaleras tan deprisa como pudo, se quitó la gorra y la guardó bajo la camiseta. Luego entró en la cocina para dejar los huevos.

—¿Te ayudo a pelar patatas? —le preguntó a su abuela.

—No te preocupes, ya he terminado. —Aurora se fijó en los huevos—. Gracias por hacerme el recado, Alba.

—No hay de qué.

—¿Estaba don Adrián en la tienda o su mujer?

—Don Adrián. —Alba devolvió la bolsa de tela a su sitio—. Ha tardado un poco en atenderme, pero me he entretenido mientras tanto.

—¿Ah, sí? —Aurora guardó los huevos en la nevera—. ¿Y eso por qué?

—Oh, por nada en especial. —Aunque su abuela no era como su tía, que se empeñaba en emparejar a toda su parentela con el primer incauto que pasaba por delante, Alba no creía necesario dar explicaciones sobre el encuentro con Noah.

Había sido raro, eso tenía que admitirlo; aun así, una parte de ella se alegraba de haber conocido a alguien en el pueblo sin necesidad de que su prima la presentara en sociedad, como sabía que haría en cuanto tuviese ocasión.

«¿No decías que no querías hacer amigos?».

Suspiró.

«Ya que hablo tanto sola, al menos, podría no discutir conmigo misma».

En cuanto su abuela se distrajo con la cena, Alba salió de la cocina y cruzó el pasillo sigilosamente. Por suerte, la llave seguía donde la había dejado. Aliviada, entró en el despacho.

Al igual que aquella mañana, se detuvo en medio de la habitación durante unos instantes. ¿Se lo parecía a ella o había algo fuera de lugar? Tardó un poco en darse cuenta de lo que era: la puerta de la jaula volvía a estar abierta. El cierre debía de haberse estropeado. La cerró de nuevo y luego abrió el armario para recuperar la caja que había abandonado antes y que ahora tenía las gomas un poco desplazadas.

La foto del pequeño Martín seguía encabezando aquel montículo de recuerdos, pero esta vez Alba tenía un objetivo muy claro. Sin embargo, no lo encontró rebuscando en la caja.

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