África Vázquez - El cielo entre nosotros

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Alba ha terminado el instituto sin amigos y sin ningún plan para el que tendría que ser el mejor verano de su vida. Noah tiene un asunto que resolver. Los dos coinciden en el valle de Tena, donde vivió el abuelo de Alba, Martín, hasta que la Guerra Civil lo empujó a unirse al maquis, a cruzar la frontera con Francia y a pasar sus últimos años de vida en el campo de exterminio de Auschwitz. Cuando Alba y Noah se conocen, entre libros de historia y viejas fotografías en blanco y negro, ninguno de los dos se imagina lo que el destino les depara. Una historia llena de intriga, secretos familiares y amores que van más allá del tiempo y la muerte. «Tal vez aquella peculiar amistad fuese justo lo que necesitaban los dos. Tal vez aún pudieran cambiar juntos el color del verano».

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Cuando Alba se disponía a observarlos con mayor detenimiento, oyó voces en el patio y su corazón se aceleró.

—¡Albaaa! —Momentos después, el vozarrón de su tía Paloma retumbó en el hueco de la escalera—. ¡Ya estamos aquíii!

—No lo jures —murmuró ella por lo bajo.

Volvió a guardar el sobre y la caja a toda prisa, diciéndose que tendría tiempo de examinar a los jóvenes del tren más adelante.

Estaba cerrando la puerta del despacho cuando su abuela se asomó al pasillo y le dirigió una mirada de advertencia. Alba le hizo un gesto para tranquilizarla y se metió la llave en el bolsillo de los vaqueros. El parloteo de su tía y sus primos ya estaba invadiendo la casa, pero aquel despacho iba a ser su secreto, solo suyo. Suyo y de su abuelo Martín.

Berlín, noviembre de 1938

Querido diario:

Ayer mataron a papá y mamá.

No he parado de llorar desde entonces, ni siquiera cuando el tío Gilbert me ha hecho esconderme en el armario. Gustav se ha escondido conmigo y me ha tapado la boca, y hemos estado quietos y abrazados hasta que los policías se han ido. Supongo que volverán. La verdad es que ahora mismo me daría igual que volviesen. No dejo de pensar que preferiría haber muerto anoche, pero no quiero decírselo a Gustav: no me gustaría que se sintiese mal por haberme salvado.

Trato de no recordar lo ocurrido, pero es imposible. Una y otra vez oigo los cristales rotos, las pisadas haciendo retumbar las escaleras, los gritos de mi madre. Los disparos. Cierro los ojos y veo el rostro pálido de mamá, la sangre de papá derramándose, mi pijama hecho jirones después de engancharse en uno de los clavos de la ventana. Las manos de Gustav tirando de mí y su cara de dolor al caer al jardín desde el piso de arriba. El fuego devorando la tienda, nuestra casa, los pedazos de mi infancia. La huida frenética por una Alexanderplatz llena de camisas pardas. El tío Gilbert dice que me he convertido en un hombre esta noche, pero yo no quería hacerlo. Yo quería seguir siendo un niño. Solo tengo doce años.

Debimos marcharnos de aquí hace tiempo. Mamá siempre decía que estaríamos mejor en Suiza, con su hermana; sin embargo, papá no quería dejar la tienda. Les había costado mucho esfuerzo prosperar y era una lástima renunciar a todo por lo que parecían temores infundados. Y luego las cosas se complicaron: llegaron los registros de la policía a horas intempestivas, las pintadas crueles en el escaparate, la estrella de David que tuvimos que colocar junto a la entrada del negocio para que todos supiesen quiénes éramos, qué éramos. También yo me vi obligado a llevar una estrella de tela prendida en la ropa cuando iba a la escuela, y entonces Fritz y los demás ya no quisieron jugar conmigo. Solo Anna siguió haciéndolo. Hace mucho que no veo a Anna.

Debimos marcharnos de Berlín, pero no lo hicimos. Y ahora yo viviré con los Bremen. Siempre había querido que Gustav fuese mi hermano y ahora tendremos los mismos padres. No soy capaz de sentirme feliz por eso. Algo me dice que nunca más seré capaz de sentirme feliz por nada.

La tía Frieda me ha abrazado y besado y me ha dicho que no debo tener miedo. De nuevo, he decidido no contarle la verdad: que no tengo miedo. No me asusta morir.

Si este es el mundo que los nazis han dejado para mí, la muerte ha dejado de ser la peor opción.

Capítulo 2 Valle de Tena junio de 2001 Hay que ver Alba cada día estás - фото 3

Capítulo 2

Valle de Tena, junio de 2001

—¡Hay que ver, Alba, cada día estás más alta! —Paloma palmeó la espalda de su sobrina con una de sus manos fibrosas—. Jordi y Gabi están subiendo las maletas, da gusto con estos chicos. Los dos se alegran mucho de que vayas a pasar el verano en el pueblo. ¿Cómo es que Pilar no se ha animado a venir unos días? ¡En este caserón hay sitio de sobra!

Para cuando Alba fue a responder, su tía ya había dirigido su jovial e ininterrumpido torrente de palabras hacia la pobre Aurora. Desde luego, no se parecía en nada a su madre. Paloma era robusta y musculosa, tenía el pelo gris y hablaba por los codos; Pilar era una urbanita de los pies a la cabeza, morena, esbelta e impecable. Paloma era trabajadora social; Pilar estaba empleada en una compañía de seguros. Paloma se había llevado a sus hijos a pasar todos los veranos de su vida en el valle de Tena y amaba con todo su ser la vieja casa en la que había nacido; Pilar prefería no ir al pueblo porque decía que solo le traía recuerdos tristes de un padre ausente y una madre siempre alerta. La posguerra había sido dura para la abuela de Alba, pero también para su madre y su tía. Tal vez por eso Aurora no le reprochaba a su hija pequeña que nunca hubiese vuelto a casa.

«Tu madre no llegó a vivir la época del maquis, de las idas y venidas», le había explicado a Alba en una ocasión. «Ni siquiera conoció a su padre: Martín se fue sin saber que yo estaba embarazada de ella. Cuando todo se complicó y mandé a las niñas a un internado en la ciudad, tu madre solo tenía diez años, mientras que tu tía ya había cumplido doce. Dos años son mucho tiempo para personas tan jóvenes. Paloma era la más entusiasta, quería unirse al maquis en el futuro».

Aurora había reído entre dientes al recordar aquello. A veces reía de una forma que Alba solo había visto en los wéstern que tanto le gustaban a su padre, como Clint Eastwood en Por un puñado de dólares o La muerte tenía un precio . ¿Qué tenían que ver una señora mayor y Clint Eastwood? Bueno, había que observar muy detenidamente a su abuela para descubrirlo.

«Por suerte o por desgracia», había seguido diciéndole, «las actividades del maquis cesaron antes de que Paloma pudiese aprender a manejar un fusil. En cambio, Pilar no entendía por qué entraban hombres desconocidos en nuestra casa en busca de comida y cobijo. Y eso que el valle de Tena era un lugar de paso, no hubo tanta actividad como en otras zonas del Pirineo. Pero tu madre era demasiado joven como para entender lo que ocurría».

La abuela de Alba era capaz de hablar de lo diferentes que eran sus hijas sin dejar entrever ningún tipo de favoritismo por una o por otra. En realidad, Alba sabía que las quería a las dos. Ella misma también quería a su madre y a su tía de diferentes maneras, aunque no hiciese más que decepcionar a la primera y desconcertar a la segunda con su comportamiento. Ojalá se hubiese parecido más a la chica que todos esperaban que fuese.

—¡Alba!

Oyó un gritito en la escalera y un taconeo subiendo por los peldaños. Reprimió una sonrisa y abrió los brazos para recibir en ellos a su prima, que se le colgó del cuello y empezó a parlotear tal y como había hecho su madre minutos antes:

—¡Es genial que hayas venido a pasar las vacaciones en el valle! ¡No te imaginas lo fantástico que es este lugar en verano! Sobre todo, esta vieja casa, con sus fantasmas haciendo: «¡Uhhh!»… ¡Da un miedo que te cagas! Aunque, bueno, tú ya has pasado alguna noche aquí. Pero no es lo mismo venir un par de días que tres meses, acabas rayándote mogollón cada vez que oyes un ruido…

Mientras hablaba, Gabi se apartó de Alba y se retiró un mechón de pelo naranja de la frente. Tenía la costumbre de teñirse el pelo de un color diferente cada semana, a juego con la ropa que más le apetecía ponerse. El problema era que cambiaba de opinión a menudo, al igual que de gustos. Un día le daba por escuchar heavy metal —«Porque los chicos con melena son los mejores, Alba, solo tienes que mirar a los de Extreme. Tengo que aprender portugués para cuando me case con Nuno Bettencourt. Eu também te amo . ¿Verdad que se me da bien?»— y, al siguiente, veía un documental en la televisión y decidía que iba a volverse activista por los derechos de los animales —«No te imaginas lo que les hacen a esas pobres foquitas, Alba, ¡es horrible! ¡Alguien tiene que tomar medidas al respecto!»—. Todo aquello exasperaba a sus padres, pero a Alba le parecía bastante divertido. Además, Gabi siempre se alegraba de verla, y solo por eso soportaba una efusividad que le hubiese resultado abrumadora viniendo de cualquier otra persona.

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