África Vázquez - El cielo entre nosotros

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Alba ha terminado el instituto sin amigos y sin ningún plan para el que tendría que ser el mejor verano de su vida. Noah tiene un asunto que resolver. Los dos coinciden en el valle de Tena, donde vivió el abuelo de Alba, Martín, hasta que la Guerra Civil lo empujó a unirse al maquis, a cruzar la frontera con Francia y a pasar sus últimos años de vida en el campo de exterminio de Auschwitz. Cuando Alba y Noah se conocen, entre libros de historia y viejas fotografías en blanco y negro, ninguno de los dos se imagina lo que el destino les depara. Una historia llena de intriga, secretos familiares y amores que van más allá del tiempo y la muerte. «Tal vez aquella peculiar amistad fuese justo lo que necesitaban los dos. Tal vez aún pudieran cambiar juntos el color del verano».

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No era exactamente guapa, pero sí agraciada. El problema no era su físico.

Ojalá lo hubiese sido.

Cerró el armario con firmeza. Se encontraba en el dormitorio del tercer piso, una habitación pequeña, con el suelo de baldosas anaranjadas y una cama sin muelles que se hundía cuando te tumbabas en ella. Tenía una ventana pintada de verde desde la que se veían las montañas y un viejo escritorio en el que podría sentarse a leer o a escribir sin que el resto de la familia estuviese alborotando alrededor. Era justo lo que necesitaba.

Volvió a contemplar la llave. Su tía y sus primos no llegarían hasta la hora de comer, podía comenzar la investigación en ese mismo instante.

La escalera crujió bajo su peso cuando puso el pie en el primer peldaño. Además de la planta baja, donde el jardín daba paso a un patio cerrado que hacía las veces de recibidor, la casa tenía tres pisos y un desván con una pequeña buhardilla. Los postigos del rellano estaban cerrados, pero un rayo de sol se colaba a través de una rendija, iluminando miles de partículas de polvo en suspensión. Alba se quedó mirándolas durante unos instantes y luego bajó al segundo piso.

Allí dormían sus primos Gabi y Jordi, su tía Paloma y su abuela. Como sus primos pasaban todos los veranos en el pueblo, se habían traído algunas cosas de la ciudad: una cadena de música, una vieja videoconsola y algunos libros. No pudo resistir el impulso de asomarse para curiosear los títulos y sonrió al detenerse en uno de ellos: El valle de los lobos de Laura Gallego. Era uno de sus favoritos.

En el primer piso estaban la cocina, el comedor, el salón y el despacho, además del baño, que había sido construido mucho después que el resto de la casa, en los años 60, y pedía a gritos una buena reforma.

Alba recorrió el pasillo del primer piso en silencio y descubrió que su abuela estaba en el salón, leyendo un manoseado ejemplar de El orgullo del pavo real de Victoria Holt. Su madre tenía ese libro en casa y Alba también se lo había leído.

Sonrió al pensar en ella, pero dejó de hacerlo en cuanto se detuvo frente a la puerta del despacho. Sabía que a su madre no le hacía mucha gracia que quisiera «remover el pasado».

Bien, Alba ya estaba acostumbrada a sentirse culpable. Podía soportarlo.

Respiró hondo y metió la llave en la cerradura. Encajó con facilidad, lo cual le pareció sorprendente. El pasillo estaba oscuro y olía a una mezcla de madera vieja y brisa estival. Una de las ventanas estaba abierta y dejaba entrar la corriente.

Alba hizo girar la llave, pero no empujó la puerta de inmediato. Era como si estuviese a punto de cruzar algo más que un umbral, una línea imaginaria que la separaba de un mundo que ya no existía.

Oh, qué tontería. Estaba haciendo una investigación histórica, no policíaca; no había nada que temer en aquella habitación.

Por fin, entró. Recibió una bofetada de oscuridad y palpó la pared en busca del interruptor de la luz. Era antiguo, por lo que tuvo que girarlo en vez de pulsarlo. Una bombilla que colgaba del techo, cubierta por una pantalla de seda, emitió un resplandor mortecino, aunque suficiente como para que Alba pudiese abrir las contraventanas de par en par. La habitación se llenó de luz y ella reprimió un jadeo de asombro.

Los muebles del despacho eran antiguos, pero apenas estaban deteriorados. A su derecha se encontraba el viejo escritorio, todavía provisto del papel y los sobres que usaba su abuelo y que solo se habían amarilleado un poco, con la silla de cuero tosco y el reposapiés. A la izquierda había una hilera de estanterías con vitrinas que contenían la pequeña biblioteca de Martín. Cuando pegó la nariz al cristal, Alba descubrió que algunos de los libros habían sido impresos en el primer tercio del siglo XX: el Romancero gitano de Lorca, Luces de bohemia de Valle-Inclán, Rimas y leyendas de Bécquer… También había unas cuantas biblias; ni Aurora ni Martín eran creyentes, pero sí las familias de ambos. Alba descartó la idea de ponerles las manos encima y se volvió hacia el tresillo que había al lado. Cerca de él, en un rincón, había una jaula dorada en la que el padre de Martín había tenido tórtolas. Por lo que le había contado su abuela, Martín las había liberado cuando era un niño porque «quería que volaran libres».

Entonces sus ojos toparon con el armario, un mueble de madera oscurísima que parecía observarla con insistencia desde la pared del fondo.

Desvió la mirada. Pasó la mano por la madera veteada del escritorio, acarició las cortinas de terciopelo rojo y cerró la puerta de la jaula, que estaba abierta por algún motivo. Solo entonces se sintió preparada para enfrentarse al armario de nuevo.

«Menuda peli de fantasmas te estás montando, tía». Eso le hubiese dicho David, su mejor amigo, si hubiese podido verla.

Y si no hubiese dejado de ser su mejor amigo.

Alba lo desterró de sus pensamientos, como había hecho con tantas otras cosas en el último año, y abrió el armario.

Dentro encontró varias cajas de cartón polvorientas. Todas eran grises y tenían las tapas sujetas con gomas. No estaban rotuladas, por lo que escogió una al azar y la abrió.

La caja estaba llena de viejas fotografías. Alba se sentó frente al escritorio y extrajo la primera de ellas.

Reconoció la verja del jardín, la aldaba de piedra con forma de mano, y una versión de ocho o diez años de su abuelo Martín, de rodillas delgadas y flequillo rebelde. Sonrió al ver su cara de impaciencia y contempló la siguiente foto: esta vez su abuelo ya era un muchacho y se encontraba en un estudio fotográfico, vestido con un elegante traje y sentado muy tieso al lado de sus tres hermanos. Uno de ellos había sido el maestro del pueblo y lo habían asesinado poco después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936; los otros dos se habían alistado en el ejército republicano y habían muerto en la Batalla del Ebro. Martín era el más joven de todos ellos y el único que había sobrevivido para ver el final de la guerra y el principio de la dictadura.

Alba tragó saliva y cogió la siguiente foto. Un Martín de diecisiete o dieciocho años contemplaba un punto situado a la derecha del fotógrafo; aunque la imagen había perdido nitidez, Alba pudo advertir el gesto decidido de sus labios y la determinación que brillaba en sus ojos claros. Había sido un chico muy guapo.

No, un chico no: un hombre. Ya lo era a esa edad, había tenido que crecer muy deprisa por culpa de la guerra.

Fue vaciando la caja y descubrió que al fondo del todo había un sobre arrugado. Alguien había garabateado una sola palabra en él: «Auschwitz». La letra no era la de su abuela.

Alba sintió un escalofrío. No estaba segura de querer ver esas fotos, las que le habían enviado a su abuela tras la liberación del campo de exterminio. Eran los diez o doce documentos gráficos que probaban que Martín había estado allí. Alba vaciló, pero, finalmente, tomó el sobre con las dos manos y sacó la primera fotografía.

Afortunadamente, solo aparecía el busto de su abuelo Martín repetido dos veces, a la izquierda de frente y a la derecha de perfil. Le habían afeitado la cabeza y vestía un ajado pijama de rayas. Llevaba cosido a la chaqueta un triángulo de tela invertido y, junto a este, un número de serie.

Alba respiró hondo. Aquella fotografía había sido tomada en un campo de exterminio. Intentó ver algo en los ojos de Martín, pero solo encontró en ellos una helada indiferencia que nada tenía que ver con el aire pícaro del chiquillo despeinado que posaba frente al jardín de su casa.

Acarició el retrato y lo depositó de nuevo en el sobre. La siguiente foto era la de un grupo de jóvenes sentados junto a las vías de un tren. Todavía conservaban el pelo y sus propias ropas, y algunos sonreían.

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