Encontramos más de un problema en este modelo. En primer lugar, es pertinente quién o quiénes deciden cuáles son los “valores” que habrán de formarnos como personas y como ciudadanos ¿Son las élites? ¿Son los pedagogos que diseñan los planes de estudio? No resulta difícil reconocer que aquí se reproduce un patrón paternalista acerca de dónde encontramos la fuente del asunto de cómo hemos de vivir, además de quién es un interlocutor válido en la reflexión sobre dicho problema. De hecho, el problema ético –desarrollado desde este enfoque– se convierte en un problema menor, específicamente metodológico. La cuestión ética crucial –“¿Cómo se ha de vivir?”– puede plantearse como “¿Cuáles son los fines que hacen de la vida digna de ser vivida?”, o también “¿Qué “valores” son los correctos?” (Si se quiere insistir en el vocabulario de los “valores”, que yo sin duda objetaría)10. Para esta visión de las cosas, esta cuestión es una pregunta menor, que básicamente ya está contestada: son los valores que están en estas cartillas, y que realmente están instalados en el trasfondo cultural o religioso de la comunidad. La cuestión ética de la educación en valores reside en cómo inculcar estos valores e incorporarlos en el “carácter” de los estudiantes. Para los destinatarios de este modelo, el asunto crucial consiste en cómo aplicar estos bienes superiores. Así, el problema ético simplemente pierde densidad y se torna prácticamente invisible.
Este planteamiento pedagógico se revela autoritario. Si el proceso de aprendizaje se basa en el adoctrinamiento, en la asimilación de contenidos y en la repetición, entonces fallaremos dramáticamente en la tarea de educar ciudadanos. No serán capaces de evaluar críticamente las acciones propias o ajenas, ni examinarán sus principios de acción. Tampoco se plantearán la tarea de revisar sus sistemas de creencias y valoraciones; solo aceptarán dogmáticamente lo estipulado por las tradiciones heredadas en materia ética. Un individuo formado así no estaré en condiciones de reconocer conflictos éticos de largo alcance, ni de enfrentarlos con entereza y clarividencia. No estará dispuesto a cuestionar el estatus de quienes se perciben como los “intérpretes” de la tradición.
Difícilmente podremos construir una auténtica democracia mientras la escuela siga siendo un inexpugnable reducto autoritario. La palabra del maestro se ha convertido desde hace tiempo en inapelable. Los valores que suele exaltar la escuela peruana son la “disciplina, el orden y la autoridad”, no el desarrollo de un espíritu crítico, el ejercicio de la justicia o la búsqueda del conocimiento. La vocación por el debate no ha echado raíces en la escuela11. El modelo de la educación en valores reproduce –a veces, involuntariamente– este esquema autoritario que no forma ciudadanos. No en vano dice concentrarse estrictamente en el “carácter” y no hace una alusión explícita a la construcción del juicio. Aquí, la referencia a los “valores” es de corte paternalista e irreflexivo. En el fondo, este modelo pedagógico es sustancialmente antidemocrático.
3.2. Ética cívica y pedagogía deliberativa
Si lo que queremos es construir una ética ciudadana sólida, nuestro modelo de educación debe ser otro. Voy a tomar la noción de “pedagogía deliberativa” de Abraham Magendzo12. Este autor recurre como fuente de inspiración a la teoría crítica de Jürgen Habermas; mi referente principal es más bien Aristóteles. En nuestro medio, Alessandra Dibós, Alex Romero y Eddy Romero son pedagogos que han desarrollado la educación ciudadana desde la práctica de la deliberación13. Magendzo sostiene que una de las características de una sociedad democrática consiste en que sus ciudadanos son agentes políticos que deliberan sobre asuntos de interés público que tienen efectos sobre sus vidas14. Esta práctica prepara a los ciudadanos a enfrentar los retos de la diversidad y la inclusión política y económica.
Una sociedad que delibera es una sociedad capaz de respetar las diferencias, identidades y opiniones. Pero también es una sociedad cuyos miembros son capaces de comprender y colocarse en la posición de sus interlocutores, de modo que pueden advertir el porqué de sus demandas u opiniones, de esta forma se generaran ámbitos de comunicación que enriquecen e integran en igualdad las diferentes posiciones de sus miembros, que son capaces de resolver y establecer el entendimiento sobre la base de bienestar común y del respeto a las minorías. (Caviglia, 2013, p. 74)
La deliberación práctica versa sobre las posibilidades de la acción humana en comunidad. El terreno de la práctica versa sobre lo que está en nuestras manos, aquello que es susceptible de transformación. No olvidemos que Aristóteles aseveraba que “nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no es capaz de hacer” (Eth. Nic. 1140a). El proceso deliberativo educa a las personas en el examen crítico de los principios, y los propósitos de la acción, en el esclarecimiento de los contextos vitales. Nos invita a profundizar en las razones del otro, a ponernos en su lugar evaluando su situación. Nos permite, asimismo, reconocer que la incertidumbre constituye un elemento básico de los escenarios en los que actuamos y tomamos decisiones, a menudo difíciles. Esta clase de comunicación nos enseña a valorar la discrepancia razonable tanto como la construcción de acuerdos.
Como es natural, frente a un determinado problema, surgen distintas posiciones, las cuales pueden entrar en tensión y conflicto entre sí. En espacios de intercambio y deliberación, se trata de identificar y analizar estas tensiones, contradicciones y conflictos éticos […] y cognitivos que emergen y son indesligables de las historias de vida de las y los participantes. (Dibós, 2013, p. 125)
Un componente central de la pedagogía deliberativa es la actitud falibilista. Esta consiste en estar dispuestos a justificar la propia perspectiva hasta donde nos sea posible, a la vez que reconocer que existe la posibilidad de que estemos equivocados. Si descubrimos que las razones esgrimidas por el otro son más acertadas que las nuestras –de modo que ellas cuestionan eficaz y lúcidamente nuestras ideas–, entonces estamos abiertos a suscribir los argumentos de nuestro interlocutor. No hay punto de vista que no sea materia de revisión o de corrección (Bernstein 2006, p. 58). Los agentes deliberativos están comprometidos con la búsqueda del mejor argumento antes que con la victoria en una discusión. El debate es el procedimiento en virtud del cual arribamos a auténticos acuerdos de carácter práctico, pero en él aprendemos a valorar –además de los consensos–, el respeto de la diversidad y el encuentro de ideas. El falibilismo resulta una actitud esencial para el cultivo del libre intercambio de argumentos, base de toda forma de discernimiento ético.
4. Educar en la deliberación para prevenir la corrupción. Reflexiones finales
El trabajo de formación ciudadana propio de la pedagogía deliberativa resulta esencial para la construcción de una cultura preventiva contra la corrupción. Por supuesto, las capacidades y las excelencias propias de la deliberación práctica son sumamente útiles en las actividades de las autoridades y los funcionarios públicos en el ejercicio de las tareas investigadoras y sancionadoras de la justicia, en el marco del funcionamiento de los mecanismos de control que buscan asegurar la transparencia y la rendición de cuentas respecto de la gestión pública, así como el cumplimiento de la ley en los espacios del mercado y la sociedad civil. No obstante, la dimensión preventiva constituye un elemento crucial en la lucha por el fortalecimiento de la ética pública en los diferentes escenarios de la sociedad.
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