La política se ha alejado de la vida del intelecto, al menos en nuestro medio. Hace mucho tiempo que no reconocemos en el discurso de los políticos locales y de nuestros representantes la presencia de un ideario claro y articulado, la realización de debates programáticos o algún desarrollo de conceptos o principios éticos de cierto alcance. Los políticos de oficio no se presentan como mujeres y hombres de ideas: las campañas electorales están llenas de eslóganes sin elaboración y discursos vacíos. La teoría y la argumentación no tienen ningún lugar en nuestra escena política; de hecho, tampoco cuentan con un lugar relevante en la sociedad en general. Incluso, la mayoría de las universidades se publicitan como fábricas de profesionales de la empresa privada y no como centros formadores de académicos y de ciudadanos. La ausencia de la teoría en la vida social tendría que preocuparnos, en la medida en que su cuidado esclarece la práctica y abre horizontes para el compromiso social y político.
2. La deliberación pública en una sociedad democrática. Acción política y espacios comunes
El ejercicio de la política no es solo un asunto que concierna a los políticos de oficio y a nuestros eventuales representantes en el ámbito público. Los ciudadanos tenemos derecho a participar en el espacio común, fiscalizando a las autoridades y exigiéndoles que rindan cuentas respecto de su labor en el cuidado de la función pública. Podemos intervenir directamente en el proceso de producir las leyes o tomar decisiones en conjunto. De este modo, actuamos como agentes libres. Las instituciones de la sociedad civil –universidades, colegios profesionales, sindicatos, ONG, etcétera–, así como los partidos políticos, constituyen foros para el cultivo de aquellas prácticas compartidas. Intervenir en la cosa pública constituye una forma de asumir nuestra responsabilidad frente a los demás.
La deliberación es una práctica básica de la acción política. Implica la disposición a discutir acerca de los problemas de la vida en común recurriendo a
argumentos. Planteamos y contrastamos razones sobre la elección de cursos de acción, o examinamos juntos la pertinencia de ciertas leyes e instituciones en una sociedad democrática liberal. Deliberar no consiste en exponer impresiones o preferencias individuales; se trata de exhibir y someter a prueba juicios y razonamientos acerca de lo que se considera bueno y mejor para la vida de las personas. Sobre la base de impresiones o de preferencias individuales no es posible construir un espacio común: la ‘razón pública’ consiste en el escrutinio de razones que podemos compartir o cuestionar que versan acerca de asuntos de interés colectivo: políticas de Estado, leyes, diseño de instituciones, decisiones comunes.
A menudo, pensamos que el único propósito de la deliberación pública es la formulación de argumentos de consenso. Eso no es cierto. No tenemos que construir consensos acerca de todos los temas; de hecho, es imposible (e indeseable) alcanzar acuerdos sobre todos los asuntos del espacio público. La deliberación sirve también para expresar desacuerdos, lo cual es una legítima expresión de libertad personal. Si logramos comprender por qué disentimos y cuáles son las dimensiones de ese disentimiento, entonces el proceso deliberativo cumple con uno de sus objetivos más significativos en el cultivo de la política. A veces, algunas personas se desencantan de la política, porque esta no es una fuente inequívoca de consensos. Sin embargo, es evidente que el derecho a estar en desacuerdo es un rasgo distintivo del espíritu de la democracia.
La cultura autoritaria –aún instalada en nuestra sociedad– presupone que los ciudadanos no asuman su condición de agentes políticos, no aprecien la deliberación o no la perciban como un elemento crucial de la acción libre, en contraste con las actividades en la esfera privada4. Muchas personas consideran que el único acto público consiste en elegir autoridades cada cuatro o cinco años. En la soledad de la cámara secreta, con frecuencia, las personas emiten su voto en conformidad con sus preferencias, intereses y simpatías. Si esta decisión no es fruto del debate y del examen de ideas y programas, entonces los individuos están a merced de los gobernantes y los políticos de oficio, que concentrarán todo el poder que ellos debieron poner en ejercicio en la acción política del día a día. Discernimiento público, vigilancia cívica y control democrático son actividades cotidianas que el ciudadano comprometido con su entorno exige cumplir. Es cierto que las profundas desigualdades socioeconómicas, las urgencias de la vida laboral y la ausencia de una cultura política sólida conspiran contra la práctica de la ciudadanía. No obstante, solo podremos contar con una política democrática si la ponemos en ejercicio, con todas las dificultades que ello manifiesta en el mundo social concreto.
Deliberar es discernir. Es emplear la razón para tomar decisiones y actuar. Sin manejo de argumentos y evidencias, los agentes no desarrollamos genuinamente procesos de deliberación. Es patético que nuestros políticos de oficio no recurran a esos instrumentos intelectuales para debatir y llamar a la movilización, pero resulta igualmente lamentable que los ciudadanos no les exijamos ese rigor y esa claridad en el discurso y en la acción. Necesitamos incluir en nuestras prácticas ordinarias los hábitos de la mente. Es un problema que compartimos ellos y nosotros. Sin esa disposición ética a la construcción y a la discusión de ideas, no será posible constituir una cultura política que convierta el proyecto de una democracia liberal en el Perú en algo más que un bello sueño.
3. El falibilismo en el ejercicio de la política. El hábito de la revisión crítica de las ideas
La deliberación pública requiere de actitudes y reglas internas. El ejercicio de la deliberación forma la mente y el carácter de los ciudadanos, los educa en la disciplina del razonamiento y en los vínculos de solidaridad con sus compatriotas. Se ha discutido por mucho tiempo qué reglas rigen esta clase de procesos. Creo que probablemente hayan sido los filósofos pragmatistas quienes las han descrito mejor. John Dewey, Sidney Hook y William James han formulado de modo esclarecedor el rol del “falibilismo” en las prácticas deliberativas en una democracia liberal.
El falibilismo constituye un modo de encarar el debate público. Sostiene i) que en medio de la discusión uno debe defender su punto de vista hasta donde los argumentos alcancen. ii) Si en el desarrollo de la discusión uno se queda sin razones, es preciso estar dispuesto a abandonar su perspectiva inicial y cambiar de concepción de las cosas. Esto implica que uno debe admitir la posibilidad de estar equivocado, y que no tiene sentido asumir una actitud de cerrazón frente a ideas distintas de las propias. El falibilismo forma el intelecto y el carácter en una disposición de apertura hacia la diversidad y al cultivo de la razón como matriz de sentido para la acción.
Las ideas se examinan continuamente, los agentes se reúnen para ponerlas a prueba en el espacio público. El falibilismo se revela como una actitud ética y una práctica social, se trata de un hábito, una héxis. Se adquiere y se cultiva en el curso de la vida; pretende mantener a raya cualquier asomo de dogmatismo. Dewey aseveraba que los hábitos son formas de usar el entorno (“el medio ambiente”, en palabras del filósofo norteamericano). Generan repercusiones en el mundo y en los vínculos sociales que acontecen en él. Los hábitos no dejan las cosas tal como estaban.
Al generarse alguna actividad en un hombre, se provocan reacciones en el medio que lo rodea; los demás aprueban, desaprueban, protestan, animan, comparten y resisten; hasta el hecho de dejarlo solo es una reacción definida. La envidia, la admiración y la imitación son complicidades. La neutralidad es inexistente; la conducta siempre es compartida y eso es lo que la distingue de un proceso fisiológico. No es un “imperativo” ético el que la conducta deba ser social; es social, así sea buena o mala (Dewey, 2014, p. 33).
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