Sigamos el racconto sobre la vulneración de la propiedad privada, último y principal reducto de la individualidad humana. Durante meses la mayor parte de las empresas privadas y competitivas del orbe han sido forzadas a cerrar sus puertas. Una conjura planificada por los herederos de la elite bancaria que perpetró el crimen de la FED y la consiguiente expansión de la industria de la guerra (magistralmente ilustrada por Giacomini) contra los verdaderos hombres y mujeres de negocios que cumplen su rol de benefactores de la sociedad. Realizadores prosaicos de la vida comunitaria. Como no podía ser de otra forma, las consecuencias nefastas de esta intervención estatal no tardaron en llegar.
La ONU, proyecto de gobierno mundial que desempeña un papel protagónico en este drama genocida, cifró su magnitud en 300 mil muertes diarias por inanición. La Gran Hambruna que sobrevino a la Revolución rusa luce hasta amigable si se la compara con este exterminio, idénticamente generado por una minoría de iluminados que se arrogan el poder de decidir por el destino del prójimo y concretan su dislate a través de la violencia estatal pura y dura.
Comerciantes que han visto desmoronarse el esfuerzo de toda una vida e inclusive el de anteriores generaciones, desempleados que se suicidan ante la imposibilidad de ofrecerles a sus hijos pequeños un plato de comida y masas de ancianos desesperados, los más propensos a enfermarse, agolpándose en filas interminables bajo el sol ardiente, con el único fin de constatar si el leviatán aún puede pagarles su pensión de miseria.
Quienes sobrevivimos a la hecatombe trabajamos, obligados, desde casa. Digitalizados más que nunca y, repito, por la fuerza. Enriqueciendo a los magnates de las big tech , que levitan entre la autoría y la complicidad directa en este impiadoso experimento social, el más ambicioso del que se tenga conocimiento. Incluso el mundillo de la gran empresa es hoy dominado por enemigos del libre mercado y de la competencia, repito, los nuevos Morgan, Rockefeller, Rothschilds y otras tantas dinastías de cabilderos cuya naturaleza despótica expuso Rothbard, una faceta suya convenientemente oculta por los círculos endogámicos del liberalismo de canapé, pero reivindicada en páginas posteriores.
Al fin y al cabo, es mucho más fácil concentrar capital mediante subsidios, patentes, licencias monopólicas, aranceles, contratos leoninos con los políticos, mercados cautivos, impuestos regresivos y regulaciones que fundan a la competencia. A los empresarios prebendarios, a los lobistas, la idea del laissez faire se les antoja obsoleta, peligrosa, una amenaza natural a su situación dominante. Y en esto último tienen toda la razón. Uno de estos magnates confesamente devotos del socialismo, el “filántropo” Bill Gates, se posiciona como el financista número uno de la OMS y uno de los ideólogos de la primera cuarentena para sanos de la historia universal.
Para llamar “pandemia” a este virus de ínfima letalidad se tornó menester modificar la propia definición del estatuto oficial de las OMS, y para callar a la disidencia científica se desplegó el aparato de censura y propaganda terrorista descrito anteriormente. El sanitarismo no es otra cosa que el arcaico discurso utilitarista de Bentham reducido a su nivel más primitivo: “Si sales de tu casa, morirás o matarás con el virus a tus seres queridos”.
La pluma de Giacomini sitúa la decadencia del movimiento liberal concretamente cuando resultó consumido por el utilitarismo tecnocrático. A la luz de los acontecimientos, podría decirse que este principio se extiende incluso a la decadencia de nuestra especie.
Como es lógico, durante el encierro avanzó la bancarización tan elogiada por tecnócratas conservadores que se disfrazan de liberales. Y con ella prosperan la fiscalización y la conquista de la mafia política sobre los últimos espacios de libertad económica real: el mercado negro y el mercado gris, oasis de mercado en suelo latinoamericano. Sobre esto último se explaya el autor de esta obra, quien defiende con argumentos inmejorables el ejercicio de la contraeconomía como límite verídico y constatable al poder político.
Mientras escribo estas líneas el Foro Económico Mundial viste a Xi Jinping como estadista modelo en Davos. Su fundador, el empedernido millonario socialdemócrata Klaus Schwab, nos dice sin ruborizarse que en nombre de la salud y del medioambiente debemos acostumbrarnos a vivir con menos. Él, para variar, codo a codo con Gates, China y la OMS, se encargó de abrir las puertas de este infierno. Más Estado, menos propiedad. Más colectivismo, menos individuo. Más socialismo, menos libertad.
Vemos aquí un contraste nítido. Por un lado, la fuerza expoliadora que causa todos nuestros males, el estatismo, asumido por izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, magnates y piqueteros, prensa y academia. Por el otro, la acción humana, el comercio, la desobediencia, la revolución del sentido común, la tesis abrazada por el autor.
Unos nos plantean como única salida aparente al confinamiento la vacunación compulsiva de la población mundial con inyecciones cuya falta de estándares mínimos de bioseguridad invita al pobre Louis Pasteur a revolcarse en su tumba. El último paso del totalitarismo, luego de haber confiscado o destruido la propiedad, y haber domado o silenciado su espíritu, es transgredir los sagrados límites de su piel y despojarlo de su posesión más elemental: el propio cuerpo.
Por el otro lado, Giacomini nos propone vacunarnos filosóficamente contra el verdadero virus al que debemos sentir pánico: la esclavitud mental.
Me atrevo a adivinar, estimado lector, que su yo del pasado lo tomaría por loco a la hora de narrarle esta serie de acontecimientos funestos y, al presentarle evidencia, caería en la más absoluta perplejidad. ¿Cómo demonios llegamos a esto? ¿Qué hicimos para concretar y padecer las pesadillas distópicas dibujadas por novelistas de ficción como Huxley, Orwell, Bradbury, Papini o Asimov? Y lo cierto es que ante tan complejo escenario hay una sola respuesta certera: obediencia.
Si bien el avance de la tecnología, tan elogiable en cierto sentido, se ha revelado nefasto a la hora de multiplicar la asimetría de poder entre gobernantes y gobernados, lo que hoy sucede no se diferencia esencialmente de otros capítulos cerrados de la evolución humana, que como advirtió Spencer antes que Darwin, no es lineal y está poblada de altibajos.
El sustento de todo totalitarismo ha sido, es y será en todo momento y en todo lugar el engaño. La más estúpida mentira, repetida mil veces, impregnada hasta el último recoveco de la sociedad y refrendada por el paso de generación a generación se convierte en la verdad orwelliana, en una alienación suicida que adormila nuestro instinto de supervivencia y conduce el rebaño anestesiado al matadero.
Pero no todo es desazón y pesimismo. Al contrario. Como he dicho, de aquellos polvos estos lodos y siempre que llovió, paró. La humanidad ya se impuso a constantes transes agónicos causados por el mismo dirigismo fatalmente arrogante que pretende dominarnos en la actualidad. La pugna entre la pulsión de libertad y el falaz deseo de seguridad es ancestral; no obstante, creo, como Spinoza, que la libertad, nuestro divino tesoro quijotesco, finalmente prevalecerá sobre sus enemigos. La ignominia feudal, aparentemente perpetua, pereció a manos de la burguesía, una fuerza transformadora emanada por un grupo de hombres dispuestos a arriesgar su vida con tal de renunciar a la condición de siervos de la gleba. Ellos, los desobedientes, talaron los árboles que los señores dejaron crecer en medio de los antiguos caminos romanos. Y volvieron a transitarlos, contra órdenes de captura y muerte y excomuniones que amenazaban con el fuego eterno. Las olvidadas urbes renacieron en forma de burgos. El comercio, sistema circulatorio de la civilización, renació y, con él, la humanidad se despertó del letargo, del odio a la existencia carnal y material, de la negación de sí misma.
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