Terminada la descripción o apología de los primitivos Alonso, su casa, y sus bailes, Abuelita se concretó a mi abuelo Martín, príncipe heredero de todo aquel esplendor. Según ella, mi brillante y seductor abuelo se casó muy bien, y su vida hubiera sido tan apacible y feliz como la de sus padres a no haber tenido la desgracia de enviudar a los pocos años de matrimonio…
—… ¡Lo mismo, lo mismito que debía pasarle después a tu padre!… —en un hondo suspiro, comentó Abuelita al llegar aquí. Tras el comentario hizo una pausa y siguió adelante en su relato.
De tan efímero como feliz matrimonio, a mi abuelo Martín le quedaron dos hijos: tío Pancho y papá. Con ellos todavía niños se fue a Europa, sólo en viaje de salud, y para regresar apenas unos meses después. Pero una vez en Europa ¡perdió el juicio! Aquello se le subió a la cabeza, le entró el delirio de grandezas, se instaló en París a todo tren, se entregó enteramente a las diversiones, y como la vida de disipación y de lujo es una pendiente que conduce a un abismo sin fondo, apegándose cada día más y más a tan frívola existencia no volvió nunca a Venezuela. Allá crecieron sus dos hijos; y aquellos niños, criados en un ambiente de ociosidad y despilfarro, sin hábito ninguno para el trabajo, cuando llegaron a grandes, siguieron el ejemplo de su padre… Entonces, juntos, como tres compañeros de la misma edad, se dieron a la disipación, al derroche, a los placeres, a la más culpable ociosidad e inconsciencia… ¡Ah! ¡los frutos de la mala educación!… ¡Ah! ¡los peligros del lujo!…
Y mientras Abuelita con estas u otras parecidas palabras lamentaba hondamente semejante desordenada existencia, yo, la verdad, lo mismo que me la había imaginado a ella un rato antes, esponjada en su crinolina, me imaginé ahora a mi abuelo y sus dos hijos, puestos de frac, corbata blanca, flor en el ojal y chistera un poco ladeada; es decir algo así como tres joviales personajes de opereta vienesa, de esos que entran alegremente en algún cabaret acompañados de frou-frous y de Mimies, que se colocan en fila uno tras otro, con una copa de champagne en la mano, que levantan a compás el mismo pie, mientras cantan en coro, primero hacia la derecha y después hacia la izquierda aquello de: «¡Viva, viva la alegría!…» o alguna otra sugestiva canción por el estilo… ¡Ah! ¡Cristina, lo que debió divertirse esta Sagrada Familia y el gusto que debe dar tener dinero y set hombre!…
Unos años después, cuando joven todavía murió mi abuelo, Papá y tío Pancho siguieron gastando locamente, ya sin tasa ni medida. Esto, sumado a una malísima administración, revoluciones, crisis, bajas de precio, etc., hizo que aquella fortuna inmensa acabara de venirse abajo en poco tiempo. Cuando papá volvió por fin a Venezuela, tenía treinta años y estaba ya casi arruinado. En cuanto a tío Pancho no vino, sino que de acuerdo con sus teorías acerca del uso que debe tener el dinero, resolvió quedarse indefinidamente en París mientras el correo le llevase los célebres cheques de cincuenta mil francos.
Afortunadamente papá una vez aquí, apremiado por la necesidad, que según Abuelita es la mejor de las madres, se dio a reorganizar su fortuna. ¡Todavía era tiempo de quedar al abrigo de la pobreza! Y así regenerado por el trabajo comenzó a ser otro. ¡Qué actividad, qué inteligencia, qué acierto demostró en la organización de sus intereses!…
A los pocos años de llegar a Caracas se había casado ya, y al casarse acabó de coronar su obra y ordenar su vida. Porque él, que había liquidado toda su maltrecha fortuna, para concentrarla y redimir con ella la hacienda San Nicolás, una hacienda magnífica, una verdadera «mina de oro», que tenía muchísimos años en manos de la familia y que se hallaba ahora exhausta, abandonada, llena de deudas; al casarse, digo, sumó a aquella liquidación de sus propios bienes, la pequeña fortuna de mamá, y se entregó de lleno a su proyecto: redimir a San Nicolás. Y fue tanto, tantísimo, lo que se apasionó por la agricultura y la reconstrucción de la hacienda, que en San Nicolás se instaló de un todo después de casado, allí se dio a trabajar, allí nací yo; allí pasó sus años felicísimos de matrimonio, y finalmente allí, sin saber cómo, cogió mamá aquel tifus terrible que la mató en unos días… Poco tiempo después de esta catástrofe, papá enfermó, triste, neurasténico, lo mismo que había hecho mi abuelo treinta años antes, él también resolvió irse a Europa en viaje de recreo y de salud. Y fue entonces cuando obstinadamente, contra la opinión de Abuelita que se ofrecía a cuidarme durante su ausencia, desoyendo sus consejos, destrozando su corazón al arrancarme de su lado, para no volver ya más, se embarcó en La Guaira con mi aya y conmigo, aquella mañana lejanísima que yo recuerdo aún…
Hasta aquí, Cristina, estoy conforme con el relato de Abuelita; en él aparece la verdad pura y clarísima como aparecen los guijarros en el fondo de una agua muy limpia. Pero como verás de aquí en adelante el agua se ensucia, gracias a la jabonadura de las manos de tío Eduardo, y ya, bajo las palabras sinceramente dichas, la verdad no aparece más ante mis ojos con aquella nítida claridad del principio.
Y es que según parece, papá, antes de su desgracia, se había entusiasmado con no sé qué empresa industrial de hilandería, y en combinación con ella había hecho una gran siembra de algodón en San Nicolás que se hallaba ya completamente libre y floreciente. Cuando muerta Mamá y enfermo él, resolvió su viaje, asoció a tío Eduardo a la explotación del algodón, a la empresa industrial, le dio poderes generales, y lo nombró administrador de la hacienda.
Luego se fue.
—¿Qué ocurrió entonces? —continuó diciendo Abuelita, con su voz afirmativa trémula de convicción—. ¡Pasó lo que yo tanto le anuncié, lo que yo tanto presentía! Una vez allá se quedó en París indefinidamente, volvió a su vida disipada de soltero, se entregó a la ociosidad y gastando de nuevo a manos llenas, poco a poco fue perdiendo su fortuna y junto con ella perdió también lo que sólo era tuyo: ¡la pequeña herencia que te había dejado tu Madre!… Eduardo, por el contrario, trabajaba asiduamente, sin separarse de la hacienda, sin venir casi a Caracas; puede decirse que allí crecieron sus hijos; como es natural hizo economías y mientras tu Padre gastaba sin juicio, él iba adquiriendo más y más… Según me ha contado Eduardo, muy poco tiempo antes de la muerte casi repentina de tu Papá lo había llamado ya a fin de hacer juntos una liquidación… Esta se hizo después de la desgracia… De ella resultó que Antonio no dejaba sino deudas… y ¡asómbrate! Eduardo, no solamente las cubrió, sino que además con gran generosidad pagó los gastos extraordinarios de clínica y entierro; dio para tu viaje, dio para tu sostenimiento de tres meses en Europa, y por último, en obsequio tuyo, se desprendió también de esos diez mil bolívares que tan irreflexivamente malbarataste en París… ¿Comprendes ahora por qué me molesté ante las alusiones injustísimas de Pancho?… Eduardo ha sido muy generoso contigo; ¡es preciso que lo sepas y se lo agradezcas!… ¡ha sido muy generoso… muy generoso… casi tanto como lo es hoy día conmigo!…
Estas palabras finales de Abuelita me habían ido cayendo en el espíritu como me hubiese caído en la cabeza una lluvia de plomo derretido. Sentí… ¡yo no sé lo que sentí!… El tono convencido y rotundamente afirmativo con que hablaba, había domado a tal punto mi espíritu, que en mi alma se mezclaba ahora con desesperada efervescencia, la indignación de la víctima despojada y la perplejidad humillante de la duda:
¡De manera que no solamente no tenía nada, nada en el mundo, sino que además debía vivir eternamente agradecida a tío Eduardo por sus beneficios! Pensaba en el aire de superioridad con que me había tratado María Antonia el día de mi llegada y me daban ganas de quemar uno tras otro todos; los objetos adquiridos por medio de aquellos diez mil bolívares. ¡Ah!… ¡qué humillación!… ¡qué rabia!…
Читать дальше