Cristóbal Serra - El aire de los libros

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El presente volumen recoge el único libro que Serra dejó inédito, una recopilación de ensayos breves sobre obras y autores que le marcaron especialmente. A «El aire de los libros» lo acompaña una selección de textos diversos que contribuyen a entender mejor las inquietudes e ideas de Serra, un autor que practicó un humor dadaísta y antisolemne, y creyó firmemente que el mundo podía comprenderse mediante la poesía. Su discurso de aceptación del doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de las Islas Baleares, incluido en estas páginas, cerró con excelencia su producción literaria.

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El aire de los libros

Cristóbal Serra

El aire de los libros

Edición e introducción de Nadal Suau CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL Responsable - фото 1

Edición e introducción de

Nadal Suau

CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL Responsable literario Francisco Javier Expósito - фото 2

CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL

Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

Diseño: Armero Ediciones

Cuidado de la edición: Antonia Castaño

© Herederos de Cristóbal Serra, 2019

© De esta edición, Fundación Banco Santander, 2019

© De la introducción, Nadal Suau, 2019

ISBN: 978-84-17264-13-0

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

Nadal Suau

Un aire leve

Figura excéntrica de la literatura española en la segunda mitad del siglo xx, investido de una creciente aureola de autor de culto, pero sin encontrar un acomodo firme en el canon cultural coetáneo, la supuesta rareza de Cristóbal Serra (Palma, 1922-2012) y el calificativo de «ermitaño» que le dedicó una vez Octavio Paz han contribuido a distorsionar la recepción y lectura de su obra. Admitamos que era fácil que ocurriera: ni las influencias que operan sobre Serra, ni su propuesta estética, ni mucho menos los caminos indirectos por los que aborda la realidad tienen, en su generación, más representante que él mismo. Podría mencionarse cierta familiaridad personal y literaria con Carlos Edmundo de Ory o José Jiménez Lozano; también cabría incluirlo en la lista de «contra(post)modernos» que propuso Fernando R. de la Flor hace unos años, integrada tentativamente por Miguel Espinosa, Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda[1]. Sin embargo, ninguna de estas operaciones clasificatorias ejecutadas con escuadra y cartabón se acomodan de verdad al autor que nos ocupa, defensor de la brevedad, antimoderno y rebelde, místico de la pirueta, epígono y precursor, siempre muy anciano y muy niño. Cristóbal Serra abrió una vereda literaria única y luminosa, pero también secreta, que exige lectores cómplices y se resiste a la imitación o al etiquetado.

Para leer a Cristóbal Serra

Empecemos por ese juicio famoso de Paz, acaso lanzado a boleo tras conocerse brevemente en la Palma de 1961: ¿fue Serra un ermitaño? Solo en un sentido restringido, el relativo a su modo de vida. Isleño rematado, el escritor apenas salió de Mallorca en su vida adulta. Hijo de la burguesía palmesana, niño feliz, adolescente solitario a causa de una temprana tuberculosis, luego estudiante de Derecho en Madrid y Barcelona (más tarde aún, estudiando a distancia, añadiría a su formación académica el título de Filosofía y Letras por la Universidad de Valencia), por último ciudadano sedentario que se ganó la vida dando clases sin plaza fija mientras iba adoptando las trazas de un personaje local: el sabio disparatado. Una vida velada que resguardaba el misterio de un amor prolongado en el tiempo y sin matrimonio, el que compartió con la bibliotecaria Joaquina Juncà.

Y aun así, ¿ermitaño? El problema de ese calificativo sería olvidar que, más allá del perfil biográfico y de las apariencias, los libros de Serra dialogan sin descanso con la realidad contemporánea. Leyéndolos, sería un error caer en la tentación de identificar su contenido con la mera erudición libresca o el eco de fórmulas de vanguardia que ya habían cerrado su ciclo histórico cuando son escritos: por ejemplo, el expresionismo o el existencialismo para Péndulo, el dadaísmo para Viaje a Cotiledonia, etc. La naturaleza «menor» e intempestiva de su escritura, así como el clarísimo aunque heterodoxo trasfondo cristiano de su mirada, sitúan a Serra en los márgenes pero no en el museo ni en un estrecho cubículo académico: muy al contrario, esa heterodoxia revela una vivencia honesta de la búsqueda trascendente que le llevó a interpretar la tradición con una libertad radicalmente ajena a lo institucional. La clave se encuentra en un concepto esencial para él: la imaginación, único instrumento que permite al hombre tomar conciencia de su ego y superarlo en un mismo movimiento. Es en este sentido en el que el autor hermana la experiencia religiosa con la poética y lee los textos cristianos que lo han precedido. Su lectura responde a una imaginación crítica que no plantea un ataque frontal al dogma, pero que indirectamente lo supera e inhabilita porque recela de él: lo dogmático, lo racional o lo canónico son para Serra formas que adopta el poder. Su libertad imaginativa, el anacronismo de algunas de sus posturas, implican una negación del discurso imperante y revelan un rechazo, una negativa radical.

El libro que tenemos entre manos recoge una serie de textos en torno a títulos y autores que interesaban a Serra, de modo que resulta fundamental dejar algo claro: cada lectura, cada cita, deben interpretarse también como una confesión personal. Tal vez nunca fue más autor Cristóbal Serra que cuando asumió los papeles de antólogo (de Juan Larrea o del humor negro español), traductor (Butler, Swift, Lao-Tse…) o comentarista. Por eso, leer El aire de los libros como obra erudita sería leerlo a medias y hasta malinterpretarlo, porque Serra está perfectamente dispuesto a traicionar la erudición si ello le permite ser más justo con la verdad imaginativa. Sus aproximaciones a la historia de la literatura no siempre resistirían el escrutinio científico de un especialista; en cambio, gozan siempre del beneficio de lo insólito y revelan las tensiones, contradicciones e iluminaciones de un espíritu vivo, generoso.

La contradicción es, precisamente, uno de los rasgos más modernos de Serra. Hablo de contradicciones constantes que convivirán siempre en él, en sus libros y en su vida: racionalidad e irracionalidad, ego y trascendencia, confesión y ocultación, reaccionarismo y rebeldía, materia y espíritu, modernidad y antimodernidad… Entre ellas, quizás la más trágica sea la que define el sentido profético de su escritura. Serra sabía que el profeta es un denunciador de los males de su propia época, no un adivino ni un castigador; por eso llegó a sentirse él mismo profeta, solo que en voz baja, sin estruendo. Es como si en algún momento se hubiera identificado con William Blake, a quien tradujo y estudió por extenso, reconociéndose en su furor contra la civilización dineraria que, a juicio de ambos, define el mundo capitalista. Pero esta identificación era tan sutil como fallida, y él lo sabía. Sabía que su intensidad y su energía no eran las del incontenible poeta inglés. Y entonces, en un segundo paso, volvía la mirada sobre el personaje de Jonás, en cuya debilidad sí podía reconocerse por completo. Jonás, ese payaso triste, escogido a su pesar, del que se burló la ciudad de Nínive, y al que Serra dedicó todo un libro narrativo, La noche oscura de Jonás. Su incapacidad de convertir el furor en un látigo que atemorice al mundo y la conciencia de ser llamado a un destino que al mismo tiempo le provoca miedo lo emparentaban, o así lo experimentó él, con este profeta desafortunado. Pero hay algo que distancia a Serra de Jonás, y es que el personaje bíblico acababa mostrándose partidario de la ortodoxia y del castigo inmisericorde, mientras que Serra siempre sonrió y siguió jugando (metafóricamente) a la orilla del mar. En todo caso, para definir el núcleo de la filosofía serriana, tal vez solo tengamos que sumar la doble visión blakeana, la tragicomedia de Jonás y la ignorancia espiritual del taoísmo: en ese cruce se asienta nuestro escritor.

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