Cristóbal Serra - El aire de los libros

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El presente volumen recoge el único libro que Serra dejó inédito, una recopilación de ensayos breves sobre obras y autores que le marcaron especialmente. A «El aire de los libros» lo acompaña una selección de textos diversos que contribuyen a entender mejor las inquietudes e ideas de Serra, un autor que practicó un humor dadaísta y antisolemne, y creyó firmemente que el mundo podía comprenderse mediante la poesía. Su discurso de aceptación del doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de las Islas Baleares, incluido en estas páginas, cerró con excelencia su producción literaria.

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Yo, que siempre he pecado por entregarme a excesos de puntuación, me veo justificado, cuando leo: «Enrichir le ponctuat pour supprimer des mots inutiles» (Enriquecer la puntuación para suprimir palabras inútiles). ¿Qué te parece, Fernando…?[6]

Antología poética, Jules Laforgue

Leí a Laforgue en la biblioteca del Ateneo matritense, pero, hasta que no realicé mi viaje —estéril— a Ginebra, no pude poseer mi Laforgue. Desde entonces, ocupa un lugar privilegiado entre mis poetas preferidos de Francia. Junto a él está Apollinaire, que era una grácil mariposa. Laforgue murió joven, cuando había cumplido veinticinco años, y se casó unos pocos meses antes de morir. De porte muy correcto, vestía a la inglesa con sobretodos de clérigo, y a las corbatas sobrias las acompañaba con chaquetas inglesas. Sumen a estas prendas el paraguas invariablemente colocado bajo el brazo. Así lo veo, como se dibujó. Sus retratos nos muestran un hombre pulcro, de afeitado diario, con su rostro reticente. Con una personalidad al parecer reprimida, las anécdotas están enemistadas. No es extraño que sepamos poco de este hombre. Además, las cartas que dejó no son suficientes para conocerlo a fondo. Pero quedaron sus poemas y estos, contenidos en Les complaintes y en la Imitación de Nuestra Señora la Luna, nos descubren no un poeta menor, como algunos lo han calificado, sino uno de los poetas mayores de la modernidad. Laforgue no fue comprendido por el surrealismo «seco» de la mayoría surrealista, que debió tener por sensiblera su payasería triste. Pero la proscripción surrealista no ha afectado a su fama y hoy Laforgue es valorado como una especie de travesti, que hace un uso sutil del lenguaje coloquial, con un marcado inclín al neologismo. Su verso es vivaz, oscilante, deliberadamente inseguro, reacio a la vieja retórica. Es realmente verso libre, pero al mismo tiempo no se aparta de la corrección, anterior a la invención del versolibrismo. ¡La rigurosa exactitud! Yo diría que es esta su característica y otra, la burlería prosaica. Gens nés cassés (Gentes nacidas rotas). Et toi, cerveau confit dans l’alcool de l’Orgueil (Y tú, cerebro almibarado en el alcohol del Orgullo).

Uno más, de mis Pierrots ha muerto;

víctima de crónica orfandad.

¡Ah!, érase un corazón dado al dandismo

lunar, bajo el disfraz de un peregrino cuerpo.

Nadie como yo te admira, poeta admirable, que viniste a aventar las viejas cadencias, la vieja elocuencia, la ingenua seriedad de la poesía que se toma demasiado en serio.

Introducción a la vida angélica / Cartas a una soledad, Eugenio D’Ors

Después de haberme recreado una vez más con el poeta de los Pierrots Lunares, me dicta la «brújula» literaria que lea de pe a pa la angeología que dejó escrita Eugenio d’Ors a través de unas cartas dirigidas a no sé quién y que debieron aparecer en calidad de glosas en el periódico católico El Debate entre 1933 y 1934. Leído el libro, es todo menos sulpiciano. La concepción a que ha llegado, después de reflexionar no poco y sufrir para darle cuerpo, no es la del «angelito» dulzón o ángel de guardería infantil. Estamos ante algo recio, no fofo y engañador. Los solitarios, que pueden ser víctimas de su propia soledad, y que están sujetos al cerco de la melancolía, han de congraciarse con la concepción d’orsiana, en la que se nos viene a decir que solo el ángel puede permitir al hombre curarse de su «prístina, abrumadora soledad». No es poco consoladora la doctrina de D’Ors, porque nos consuela del Dios distante y mudo. Después de Novalis, que nos reveló que la poesía cura las llagas del intelecto, D’Ors aporta esta teoría que merece tomarse en serio. Además, al margen de lo que haya podido decir la teología y ciertos libros extraordinarios sobre la intervención de los ángeles en nuestra vida, hay que encarecer esta doctrina intimista de Eugenio D’Ors, por la cual se nos notifica que personalidad y ángel son una misma cosa y que no podemos rehuir el combate con el ángel. Según sea el curso de nuestra vida, será el ángel guardián o ángel caído (demonio) con quien habremos librado batalla. Celebremos tan radiante angeología, porque son muchos los angeólogos que nos dicen que no sabemos nada acerca de los ángeles. ¡Y qué dudas no tuvieron aquellos saduceos del Evangelio sobre la existencia de los ángeles!

«Alabe este mundo al ángel», se lee en las Elegías a Duino de Rilke. Alabémoslo, ciertamente, porque es una de las grandes incertidumbres/certidumbres, pues San Pablo atacó «la adoración de los ángeles que algunos practican ciegamente, a instancias de sus mentes humanas». Santa Teresa, San Juan de la Cruz o Juliana de Norwich hablan con mesura de los ángeles y sin límite de Cristo, porque fue la Divinidad la que se les apareció y a la cual adoraron. Los ángeles son secundarios. Solo Dios basta para estas almas contemplativas. El alma de D’Ors debió sentirse como arrojada a un erial, más bien desértico, con solo Dios, tan silente. De ahí su apremiante necesidad de forjarse su propia angeología.

Regola della Guerra e Apocalisse, Ito Ruscigni

Este es un libro escrito con coraje, porque se adivina, a través de sus páginas, que el autor quisiera dilucidar toda «nuestra historia». No es poco empeño el suyo y él mismo confiesa que trata de explicar la historia con el mito. Quienes estén en ayunas acerca de la naturaleza de esta Regla y del Apocalipsis, difícilmente comprenderán lo que se dice en este libro. Por tanto, les aconsejo que, antes de leer este libro en italiano, se ilustren acerca de los Manuscritos del Mar Muerto, fuente valiosísima para conocer este movimiento religioso, que se organiza 200 años antes de Cristo y es destruido por los romanos el año 69 (después de Cristo), durante la guerra antijudaica. Movimiento religioso que ofrece muchos puntos en común con el cristianismo. Eslabón, pues, entre judaísmo y cristianismo. Ahora bien, no se puede inferir de tales textos (qumrámicos) que el cristianismo haya nacido del esenismo, aunque ofrezcan la semejanza del bautismo, por ejemplo. Y otra: el desprecio por la casta sacerdotal.

Si releo estas páginas de Ruscigni es debido a la audacia de sus afirmaciones. Osado es quien no duda en afirmar que el cristianismo es de naturaleza esenia, aunque su origen sea muy oscuro. Se refiere al agua de Jesús y dice que hay que trascender el «pozo», o sea, la ley, la escritura. Quien se abreva solo con la letra está sediento, bebe como los rebaños: es un rebañiego. Con Pablo, se asiste a un vuelco: la conversión de Israel, inicialmente prioritaria, queda aplazada hasta «el final de los tiempos», o sea, cuando todo el resto de las gentes se habrá convertido (o conquistado). Para el cristianismo, la conversión de los gentiles ha sido su principal objetivo.

Ruscigni aporta luz a mi asnología, pues dice que el Asno, en el nacimiento de Jesús (en la cueva de Belén), representa a los gentiles. En oposición al asno, el Buey representa al pueblo hebreo, por su inclín a la rumia y a la meditación. Pueblo elegido, pueblo rumiante el hebreo.

La cifra de Jesús es doble: heraldo del Reino Nuevo y anunciador de la cólera venidera.

Como antes dije, el libro complementario y con el que concluye la «Regla de la Guerra» es el Apocalipsis, documento del que extrae el autor peregrinas conclusiones, que a mí me ayudan (como jurisconsulto frustrado) a entender las antinomias de nuestro Derecho (de la Nueva Ley). Quizá la mayor contribución, la herencia que Roma legó a la ciudadanía fue la imponente concesión de la «Lex», del «Ius», que, junto con la propiedad, regulaba también los derechos y los deberes de los ciudadanos. Pero los cristianos pusieron en entredicho eso. Y este admirable edificio, tan exaltado por Dante en la figura de Justiniano, convertido en patrimonio de la entera humanidad, de nada servía. Por eso, vino a mudarlo el más «avanzado» del Deuteronomio. Y fue propiamente la base vetero y nuevo testamentaria el fundamento jurídico de la Inquisición, que, con sus monstruosas persecuciones, llevó a cabo la más amplia destrucción de las libertades cívicas y personales. Con la Inquisición se puede dar por concluida la unión de la «Bestia que sale del mar» (el Imperio) con aquella «semejante al Cordero que viene de la tierra» (la Iglesia romana).

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