Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Escritoras Latinoamericanas.
Ifigenia por Teresa de la Parra.
Pablo o la vida en las pampas por Eduarda Mansilla.
7 Mejores Cuentos de Adela Zamudio.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Ana Teresa de la Parra Sanojo (París, 5 de octubre de 1889-Madrid, 23 de abril de 1936), más conocida como Teresa de la Parra, fue una escritora venezolana. Es considerada una de las escritoras más destacadas de su época.
Eduarda Damasia Mansilla (11 de diciembre de 1834 - 20 de diciembre de 1892) fue una escritora y periodista argentina del siglo XIX, precursora en su género, cuya obra transcendió el ámbito nacional mereciendo el privilegio de ser traducida a otros idiomas. Es una de las primeras mujeres argentinas en haber logrado consideración por su labor literaria.
Adela Zamudio Rivero (Cochabamba, 11 de octubre de 1854 - ibídem, 2 de junio de 1928) fue una destacada escritora, pionera del feminismo en Bolivia, que cultivó tanto la poesía como la narrativa.
Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba
Teresa de la Parra
A ti, dulce ausente, a cuya sombra propicia floreció poco a poco este libro. A aquella luz clarísima de tus ojos que para el caminar de la escritura lo alumbraron siempre de esperanza, y también, a la paz blanca y fría de tus dos manos cruzadas que no habrán de hojearlo nunca, lo dedico.
Me regocija de todo corazón el éxito obtenido por este libro. Tanto más, cuanto que, habiéndole tenido ante mis ojos en forma de manuscrito, había podido apreciar de antemano, por decirlo así, la justicia de este triunfo.
Se llamaba al principio «Diario de una Señorita que se fastidia», título a mi parecer demasiado modesto, que no encerraba sino el elemento menos profundo de la obra. Me gusta mucho más el título actual que no tiene pretensión mitológica sino el tiempo brevísimo que dura una sonrisa, una de esas sonrisas encantadoras, furtivas y confidenciales, innatas en Teresa de la Parra, lo mismo como mujer que como escritora. Tengo el honor de conocerla personalmente y puedo decir qué es uno de los autores más perfectamente semejantes a sí mismos que me haya sido dado encontrar en este valle de lágrimas de tinta que llaman la literatura.
Ingenuidad: he aquí el don más evidente, y el más precioso también, de Teresa de la Parra. Es difícil imaginarse una carencia tan absoluta de pose, una naturalidad tan fresca y tan sincera. Al lado suyo las demás escritoras, aun las mejores, parecen o haberlo escondido todo, o haber enseñado demasiado; hipócritas o cínicas, líricas embriagadas de palabras o realistas cargadas de precisión fisiológica. Lo que sorprende en la autora de Ifigenia es este tino exquisito para expresar los sentimientos, esta moderación, este equilibrio, este tono de conversación familiar.
¿Han pensado ustedes nunca lo que podría ser esta frase en apariencia contradictoria: «una confesión de salón»? Pues bien, he aquí la obra de esta novelista: es una confesión para sociedad escogida. Teresa de la Parra dice todo cuanto le pasa por la cabeza, esa bonita cabeza tan bien hecha por fuera como por dentro, y nunca nos sentimos chocados, porque aun en los momentos mismos en que más se deja llevar por los caprichos de la fantasía, o por las conclusiones lógicas de sus libres convicciones, sigue siempre sometida a una especie de regla interior que le impide, por decirlo así, el ir más lejos de lo que se debe. Esta seguridad en el temple, esta armonía sutil, este ritmo secreto, provienen de una sensibilidad especial de nuestra autora, sensibilidad que no intento analizar, ya que este trabajo pedante no tendría quizás más resultado que el ahogar, disociándolos, esos elementos sutilísimos que la componen. Aquí nada equivale a la lectura. Diez páginas de la novela dicen más acerca de ella misma que un largo estudio crítico.
Desde el punto de vista de la composición, es Ifigenia un relato muy bien hecho, a pesar de su lenta cadencia y de la abundancia de digresiones (exquisitas digresiones que no deben sacrificarse de ningún modo). Es la historia de una muchacha de Caracas: María Eugenia Alonso que vuelve a su casa después de una larga ausencia coronada por unas breves semanas de permanencia en París, donde gasta sin darse cuenta el dinero que le quedaba. Al llegar a Caracas se entera de que no tiene un céntimo de que disponer. Ha de ser la víctima designada a las Euménides de la familia, la moderna Ifigenia.
Alrededor de ella se agrupa una serie de personajes dibujados cada cual con rasgos firmes, deliciosos y sabios. La Abuela (Abuelita) severa y afectuosa, la beata y burguesa tía Clara, los dos tíos: Eduardo, hipócrita y fastidioso, el falso bienhechor, el hombre admirado por todos; Pancho, el loco delicioso, paradójico y simpático, hermano colonial de Monsieur Dick, aquel otro adorable original héroe de David Copperfield; Gregoria, la sirvienta negra, llena de sabiduría, cronista de tan bellos cuentos, y Mercedes, exquisita y elegante que sabe esconder tras una sonrisa la herida secreta de su alma. Es de todo punto imposible olvidar ninguno de estos personajes tan llenos de verdad y de vida, tan lejanos de lo convencional como de la falsa originalidad. Y nada digo aquí de la decoración por la cual van desfilando estos personajes. Pintada siempre con sutiles rasgos alusivos, queda, precisamente por esta razón, firmemente grabada en el espíritu.
Pero la verdadera substancia de este libro transciende más allá. Por perfecta que sea la novela, el argumento nos interesa mucho menos que las reflexiones que su desarrollo va poco a poco sugiriendo al autor. No quiere esto decir que el amable relato no nos cautive, no; lo que acontece es que no lo vemos con nuestros propios ojos, sino por los ojos de la narradora. Es a ella a quien seguimos todo el tiempo y los acontecimientos no nos conmueven sino en razón de las repercusiones que determinan en su espíritu. La verdadera historia es la de la heroína, la historia de su corazón, ya herido, ya encantado en la malicia o en la bondad de los seres; es la historia de su espíritu, en el cual se graba como en una placa sensible el espectáculo cambiante del universo.
Tal es en nosotros la dulce autoridad de María Eugenia Alonso, que desde las primeras páginas, casi sin darnos cuenta, vemos con sus ojos, escuchamos con sus oídos y sentimos con su propio gusto. No pensamos ni por un segundo en libertarnos de este cautiverio. El fenómeno d-e transfusión intelectual que esto representa, por muy misterioso que sea, se opera del modo más natural. Es como cuando niños escuchábamos apasionadamente una historia relatada por alguno que en su vehemencia la iba creyendo cierta.
Ni por un instante creemos que se trate aquí de literatura (a pesar de la gracia sutil de un estilo que absorbe toda ciencia y todo esfuerzo en una limpidez cristalina que es el colmo del arte). Tenemos sólo la sensación de que se nos ha admitido a la confidencia de un cuaderno íntimo; lo hojeamos encantados, conmovidos al lado de quien lo escribió. Líelo aquí ingenioso e ingenuo, sincero y delicado, tan púdico como resuelto a no esconder nada. Y si está bien escrito es porque el autor por su nacimiento, su educación y la forma habitual de sus ensueños es tan incapaz de expresarse sin elegancia como de pensar sin dignidad.
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