Si la amistad entre mi amigo y yo no hubiera pasado nunca de ahí, todo habría quedado muy bien, él hubiese adquirido a mis ojos un eterno prestigio, y después de separarnos yo lo habría contemplado siempre entre la bruma de mis recuerdos, esfumándose allá, en lontananza, junto al mar y la luna como en un dulce ensueño de romanticismo y de melancolía. Cristina, los hombres no tienen tacto. Aunque sean más sabios que Salomón y más viejos que Matusalén no aprenden jamás esa cosa tan sencilla, fácil y elemental que se llama «tener tacto». Semejante experiencia la adquirí en el trato de mi amigo el poeta, ex diplomático, del vapor, quien, según parece era muy instruido, inteligente y discreto en cualquier otra materia que no se relacionase con ésta del tacto u oportunidad. Pero voy a referirte el incidente, de donde proviene este juicio o experiencia a fin de que tú misma opines.
Imagínate, que una noche en que se celebró a bordo no sé qué fecha patriótica, todos los pasajeros habían tomado champagne y se hallaban por lo tanto muy alegres. Yo en compensación, estaba de mal humor, porque al ir a prenderme un alfiler me había dado un arañazo larguísimo en la mano izquierda, cosa que me la tenía bastante desfigurada. Por consiguiente, aquella noche, con más razón que de costumbre, mientras los demás se divertían en el salón, fui a apoyarme de codos en mi solitario rincón de cubierta, y también, como de costumbre, al poco rato mi amigo, vino a situarse junto a mí. Debido a mi mal humor, yo, contemplando el mar iluminado por la luna, calculaba con rabia el número de días que iba a durar en mi mano la cicatriz del rasguño y no decía una palabra. Mi amigo, entonces, demostrando tener cierta delicadeza, en vez de lanzarse a recitar sus versos, me interrogó suavemente:
—¿Qué le pasa esta noche, María Eugenia, que está tan triste?
—Es que me he hecho una herida en la mano izquierda, que me duele muchísimo.
Y como siempre me ha parecido lo mejor el mostrar con entera franqueza aquellos defectos físicos que, por ser muy visibles, no pueden ocultarse, le mostré mi mano izquierda que se hallaba cruzada diagonalmente por una larguísima línea roja.
El, para poder examinar el rasguño de cerca, tomó mi mano entre las suyas, y después de decir que la herida era leve y casi imperceptible se quedó contemplando la mano y añadió muy quedo con la voz de recitar:
—¡Ah!… ¡Y qué divina mano de Madona Italiana! Parece tallada en marfil por el celo de algún gran artista del Renacimiento para despertar la fe en los corazones incrédulos. Si cuando visité hace un año la Cartuja de Florencia hubiera visto una Virgen con manos semejantes: ¡habría profesado!
Como sabes, Cristina, mis manos, en efecto, no están mal; y como también recordarás, he tenido siempre una marcada predilección por ellas. El cambio de temperatura les había dado yo no sé qué matiz pálido, de modo, que en aquel momento, prestigiadas por la luna, pulidas y cuidadas, a pesar del rasguño de la izquierda, merecían en realidad aquel elogio, que a más de parecerme exacto, me pareció también delicado, escogido, y de muy buen gusto. Y para que las manos luciesen aún mejor, pasada en parte la contrariedad, las enlacé juntas con lánguida actitud, sobre el enlace de los dedos apoyé suavemente la barba y seguí mirando el mar.
—Ahora parecen dos azucenas sosteniendo una rosa —volvió a recitar mi amigo—. Dígame, María Eugenia: ¿sus mejillas no han tenido nunca envidia de sus manos?
—No —respondí yo—. Aquí todo el mundo vive en gran armonía.
Y porque me pareció muy oportuno dar a tan breve frase una expresión cualquiera, sin cortar la línea de mi actitud, entorné ligeramente los ojos. Con los ojos ligeramente entornados, envolví el rostro de mi amigo en una larga mirada y sonreí.
Pero, por desgracia, al llegar a este punto de nuestro amable diálogo: ¿qué dirás tú, Cristina, que se le ocurrió de pronto a mi amigo el poeta?… Pues se le ocurrió que su boca feísima, de bigotes grises, olorosa a tabaco y a champagne, podía darle un beso a la mía, que en aquel instante se hallaba sonriente, fresca, y recién pintada con carmín de Guerlain. ¡Ah!, pero afortunadamente, como sabes, soy ágil y asustadiza, gracias a lo cual no pudo consumarse tan desagradable proyecto; porque al sentirme de golpe presa en aquellos brazos, me dominó el espanto producido por la misma sorpresa, y sacudiendo nerviosamente la cabeza en todas direcciones, logré escurrirme hacia un lado y escaparme a toda prisa. Ya a distancia, por curiosidad, me volví a mirar en qué había parado tan singular escena, y pude entonces darme cuenta de que las violentas sacudidas de mi cabeza combinadas con la brusca evasión, habían derrumbado los lentes de encima de la nariz de mi amigo, el cual era muy miope, y que por lo tanto en aquel minuto crítico, el dolor de la derrota, y el dolor del desprecio, se unían en su persona al dolor oscurísimo de la ceguera.
¡Ah! Cristina, por muchos años que viva, no olvidaré jamás aquella silueta corta, desprestigiada, ciega, inclinada hacia el suelo, buscando sin esperanza los perdidos lentes, que yo a tan larga distancia miraba brillar muy cerquita de sus pies.
Desde esa noche, ya no volví a hablar, ni a saludar más a, mi gran admirador y amigo el poeta colombiano. No porque en realidad me sintiese muy ofendida, sino porque después de lo ocurrido me pareció muy de rigor el adoptar una actitud digna, silenciosa y enigmática. Pero es lo cierto que encastillada así dentro de mi distinción y mi rencor, la vida a bordo me parecía mucho menos divertida. Ya no tenía quien me manifestase en galante media voz su admiración por mi persona; ni quien celebrase mi ingenio; ni quien me recitase versos a la luz de la luna; ni quien me hiciese amables atenciones. Cuando subía a cubierta con mi sombrerito flexible recién puesto buscaba ahora la soledad, y me quedaba largos ratos en un elevado puente sentada frente al mar, contemplando con melancolía, aquel andar perseverante del vapor y pensando de tiempo en tiempo que mi amigo había cometido aquella gran gajfe por tener una idea equivocada acerca de sus atractivos personales. Me decía que sin duda ninguna, él jamás se había dado cuenta de que yo lo encontraba feo, narizón, mal proporcionado, muy viejo, demasiado fino, y que en lo tocante a sus versos nunca había apreciado en ellos sino aquel ritmo monótono que servía de arrullo a mis propios pensamientos.
Desde entonces, Cristina, deduje que los hombres, en general, aunque parezcan saber muchísimo, es como si no supieran nada, porque no siéndoles dado el mirar su propia imagen reflejada en el espíritu ajeno se ignoran a sí mismos tan totalmente, como si no se hubiesen visto jamás en un espejo. Por eso, cuando Abuelita, en la mesa, habla indignada de los hombres de nuestros días, y me previene contra ellos llamándoles alabanciosos y calumniadores yo, lejos de compartir su indignación, me acuerdo de mi amigo el poeta en el momento de buscar sus lentes, y me sonrío. Sí, Cristina, por más que diga Abuelita, yo creo que los hombres calumnian de buena fe, que son alabanciosos porque honradamente se ignoran a sí mismos y que atraviesan la vida felices y rodeados por la aureola piadosísima de la equivocación, mientras los escolta en silencio, como can fiel e invisible, un discreto ridículo.
Después de navegar dieciocho días, una tarde serena, bajo la media luz del más inverosímil de los crepúsculos, entramos por fin en aguas de Venezuela.
Al saber la noticia, llena de sensibilidad y de íntima emoción, para sentir y ver bien desde lo alto ese espectáculo triunfante que es llegar a tierra, escondida de todos, me fui a sentar en mi elevado puente solitario.
Siempre recordaré aquella tarde.
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