LIBROS CLASICOS
Siddhartha – De Hermann Hesse (EDICIÓN EXTENDIDA)
Libros Clásicos
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Author: Libros Clasicos / Hermann Hesse
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ISBN: 9783965449015
SIDDHARTA
CAPÍTULO I: El Hijo del Brahman
CAPÍTULO II: CON LOS SAMANAS
CAPÍTULO III: GOTAMA
CAPÍTULO IV: DESPERTAR
CAPÍTULO V: KAMALA
CAPÍTULO VI: ENTRE LOS HOMBRES-NIÑOS
CAPÍTULO VII: SANSARA
CAPÍTULO VIII: EN EL RÍO
CAPÍTULO IX: EL BARQUERO
CAPÍTULO X: EL HIJO
CAPÍTULO XI: OM
CAPÍTULO XII: GOVINDA
ANÁLISIS DEL LIBRO
CONTEXTO DEL LIBRO
RESUMEN DEL LIBRO
Argumento
Separación De Kamala
Siddhartha, Padre
El Final
Siddhartha, escrita por Hermann Hesse en 1922, es una novela que se publicó después de la Primera Guerra Mundial y que tiene como tema la vida de Siddhartha, un hombre hindú. El propio Hesse define esta obra como un poema hindú y como una expresión de su forma de vida.
Escrita en alemán, esta obra tiene un estilo simple y poético e incluye un exquisito contraste ente elementos: lírica vs épica, narración vs meditación, la espiritualidad vs la sensualidad.
Hesse escribió Siddhartha después de vivir un par de años en la India y, gracias a ella, Hermann recibió el Premio Nobel en 1946. Este libro alcanzó una gran popularidad debido a que los jóvenes veían en el personaje principal al adolescente promedio y sus preocupaciones: la necesidad de encontrarse a sí mismos, el enfrentamiento contra el mundo y la historia.
En esta obra, el lector acompañará a Siddhartha en su búsqueda para alcanzar la sabiduría. Los sentimientos y pensamientos del personaje principal se presentan a través de los diferentes episodios de su vida, la cual seguiremos hasta el momento en que Siddhartha alcance la perfección que tanto buscaba.
Aunque Hesse se inspiró en la vida y las experiencias de Buda, este libro no es retrata la vida de dicho personaje. Cabe destacar que Siddhartha significa “aquel que alcanzó sus objetivos” o “todo deseo ha sido satisfecho”, antes de renunciar, el nombre de Buda era el Príncipe Siddhartha Gautama.
PRIMERA PARTE
A la sombra de la casa, al sol de la orilla del río, junto a las barcas, a la sombra de los sauces, a la sombra de las higueras, creció Siddhartha, el hijo hermoso del brahmán, el joven Falke, junto con Govinda, su amigo, el hijo del brahmán. El sol quemó sus claras espaldas a la orilla del río, al bañarse, al hacer las abluciones sagradas, al realizar los sacrificios sagrados. Sus ojos negros se cubrían de sombras en el bosque, sagrado, en el juego infantil, escuchando los cantos de la madre, en los sacrificios divinos, en las lecciones de su padre, el sabio, en las conversaciones con los doctos. Hacía tiempo que Siddhartha tomaba parte en las conversaciones de los sabios, se ejercitaba en la polémica con Govinda en el arte de la meditación, en el servicio de la introspección. Ya comprendía la palabra de las palabras, para pronunciar silenciosamente el Om, pronunciarlo hacia afuera con la espiración, con alma concentrada, con la frente nimbada por el resplandor de los espíritus que piensan con diafanidad. Ya comprendía en el interior de su alma las enseñanzas de Atman, indestructible, unido al universo.
El corazón de su padre estaba lleno de alegría por el hijo, el inteligente, el sediento de ciencia, en el que veía formarse un gran sabio y un gran sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
En el pecho de su madre saltaba el contento cuando le veía caminar, cuando le veía sentarse y levantarse; Siddhartha, el fuerte, el hermoso, el que andaba sobre sus piernas esbeltas, el que la saludaba con toda dignidad.
El amor se conmovía en los corazones de las jóvenes hijas de los brahmanes cuando Siddhartha pasaba por las calles de la ciudad, con la frente luminosa, con los ojos reales, con las estrechas caderas.
Pero más que todas ellas le amaba Govinda, su amigo, el hijo del brahmán. Amaba los ojos de Siddhartha y su encantadora voz, amaba su andar y la completa dignidad de sus movimientos, amaba todo lo que Siddhartha hacía y decía, y amaba, sobre todo, su espíritu, sus altos y fogosos pensamientos, su ardiente voluntad, su elevada vocación. Govinda sabía: "Este no será un brahmán cualquiera ni un perezoso oficiante en los sacrificios, ningún avaricioso comerciante de conjuros milagrosos, ningún vano y vacío orador, ningún malvado y astuto sacerdote, ni tampoco un buen cordero, un estúpido cordero en el rebaño de los muchos".
No, y tampoco él, Govinda, quería ser un brahmán como uno de los cien mil que hay. Quería seguir a Siddhartha, el amado, el magnífico. Y si Siddhartha llegaba un día a ser dios, si algún día tenía que ir hacia el Esplendoroso, Govinda quería seguirle como su amigo, como su acompañante, como su criado, como su escudero, como su sombra.
De esta forma amaban todos a Siddhartha. A todos causaba alegría, era un placer para todos.
Pero él, Siddhartha, no se causaba alegría, no era un placer para sí mismo. Vagando por los senderos rosados del huerto de higueras, sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, lavando sus miembros en el baño diario de la expiación, sacrificando en el sombrío bosque de mangos, en la inmensa dignidad de sus gestos, querido de todos, siendo la alegría de todos, no tenía, sin embargo, ninguna alegría en el corazón. Le venían sueños y enigmáticos pensamientos de las fluyentes aguas del río, de las refulgentes estrellas de la noche, de los ardientes rayos del sol; le venían sueños eintranquilidades del alma con el humo de las hogueras de los sacrificios, de las exhalaciones de los versos del Rig-Veda, destilados gota a gota por los maestros de los viejos brahmanes.
Siddhartha había empezado a alimentar dentro de sí el descontento. Había empezado a sentir que el amor de su padre y el de su madre, y hasta el amor de su amigo Govinda, no le harían feliz para siempre y en todos los tiempos, ni le tranquilizarían ni le satisfarían. Había empezado a sospechar que su venerado padre y sus otros maestros, los sabios brahmanes ya le habían enseñado la mayor parte y lo mejor de su ciencia, ya habían vaciado en su vaso expectante todo su contenido, y el vaso no estaba lleno, el espíritu no estaba saciado, el alma no estaba tranquila, el corazón no estaba silencioso. Las abluciones estaban bien, pero eran agua, no borraban los pecados, no aplacaban la sed del espíritu, no aliviaban las penas del corazón. Los sacrificios eran excelentes, así como las invocaciones de los dioses. Pera ¿esto era todo? ¿Daban felicidad los sacrificios? ¿Y qué había de los dioses? ¿Era cierto que Prajapati había creado el mundo? ¿No era él el Atman, el Único, el Todo y Uno? ¿No eran los dioses formas creadas como tú y yo, sujetas al tiempo, perecederas? ¿Era, pues, bueno, era justo, era una acción tan llena de sentido sacrificar a los dioses? ¿A quién otro había que hacer sacrificios, a quién otro rendir culto más que a Él, al Único, a Atman? ¿Y dónde encontrar a Atman, dónde moraba Él, dónde latía su Corazón eterno sino en el propio yo, en lo más íntimo, en lo indestructible que cada uno lleva en sí? Pero, ¿dónde estaba este yo, este íntimo, este último? No era carne y hueso, no era pensamiento ni conciencia, como enseñaban los más sabios. ¿Dónde estaba, pues? ¿Dónde? ¿Adónde dirigirse? ¿Al yo, a mí ,a Atman? ¿Había otro camino que mereciera la pena buscarlo?
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