Libros Clasicos - Siddhartha - De Hermann Hesse (EDICIÓN EXTENDIDA)

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Siddhartha - De Hermann Hesse (EDICIÓN EXTENDIDA): краткое содержание, описание и аннотация

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*Esta EDICIÓN EXTENDIDA de «SIDDHARTHA» incluye:
•La obra original completa.
•Un análisis profundo del libro.
•Una reseña del contexto histórico en el que se escribió la obra.
•Un breve resumen del libro con los conceptos clave y temas principales.
ACERCA DEL LIBRO
Siddhartha, escrita por Hermann Hesse en 1922, es una novela que se publicó después de la Primera Guerra Mundial y que tiene como tema la vida de Siddhartha, un hombre hindú. El propio Hesse define esta obra como un poema hindú y como una expresión de su forma de vida.
Originalmente escrita en alemán, esta obra tiene un estilo simple y poético e incluye un exquisito contraste ente elementos: lírica vs épica, narración vs meditación, la espiritualidad vs la sensualidad.
Hesse escribió Siddhartha después de vivir un par de años en la India y, gracias a ella, Hermann recibió el Premio Nobel en 1946. Este libro alcanzó una gran popularidad debido a que los jóvenes veían en el personaje principal al adolescente promedio y sus preocupaciones: la necesidad de encontrarse a sí mismos, el enfrentamiento contra el mundo y la historia.
En esta obra, el lector acompañará a Siddhartha en su búsqueda para alcanzar la sabiduría. Los sentimientos y pensamientos del personaje principal se presentan a través de los diferentes episodios de su vida, la cual seguiremos hasta el momento en que Siddhartha alcance la perfección que tanto buscaba.
ALGUNOS EXTRACTOS DEL LIBRO
"Las palabras no sirven para explicar un sentido secreto."
"Nirvana no es tan sólo un término. Nirvana es un pensamiento."
"Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discípulo, conocerme."
"Había vivido la vida del mundo y de los placeres, pero sin formar parte de esa existencia."
"Lo blando es más fuerte que lo duro; el agua es más fuerte que la roca, el amor es más fuerte que la violencia."

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—¿Vas a estarte siempre así, en pie, esperando, hasta que sea de día, hasta que sea mediodía, hasta que sea de noche?

–Estaré en pie, esperando.

–Te cansarás, Siddhartha.

–Me cansaré.

–Tienes que dormir, Siddhartha.

–No dormiré.

–Te morirás, Siddhartha.

–Moriré.

–¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre?

–Siddhartha siempre ha obedecido a su padre.

–Entonces, ¿renuncias a tu propósito?

–Siddhartha hará lo que su padre le diga.

El primer resplandor del día penetró en la estancia. El brahmán vio que las rodillas de Siddhartha temblaban ligeramente. Pero en el rostro de Siddhartha no vio ningún temblor; sus ojos miraban a lo lejos. Entonces conoció el padre que Siddhartha ya no estaba con él, ni en la patria, que ya le había abandonado.

El padre tocó las espaldas de Siddhartha.

—Irás al bosque —dijo— y serás un samana. Si en el bosque encuentras la felicidad, vuelve y enséñame a ser feliz. Si encuentras la decepción, entonces vuelve y juntos ofrendaremos a los dioses. Ahora ve y besa a tu madre, dile a dónde vas. Para mí aún hay tiempo de ir al río y hacer la primera ablución.

Quitó la mano de encima del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleaba cuando intentó caminar. Se impuso a sus miembros, se inclinó ante su padre y fue junto a su madre para hacer lo que su padre había dicho.

Cuando a los primeros albores del día abandonó la ciudad, todavía silenciosa, lentamente, con sus piernas envaradas, surgió tras la última choza una sombra, que allí estaba agazapada, y se unió al peregrino. Era Govinda.

—Has venido —dijo Siddhartha, y sonrió.

—He venido —dijo Govinda.

CAPÍTULO II

En la noche de aquel día llegaron junto a los ascetas, los descarnados samanas, y les ofrecieron acompañamiento y obediencia. Fueron admitidos.

Siddhartha regaló su túnica a un pobre brahmán en la calle. No traía puesto más que un paño a la cadera y un lienzo sucio de tierra y descosido, colgado de los hombros. Comió solo una vez al día, y nunca alimentos cocidos. Ayunó quince días. Ayunó veintiocho días. Le disminuyó la carne en los muslos y en las mejillas. Sueños ardientes flameaban en sus ojos agrandados, en sus dedos secos crecían las uñas, y en el mentón, una barba seca e hirsuta. Su mirada se volvió fría como hielo cuando se encontraba con una mujer; su boca se contraía en una mueca de desprecio cuando pasaba por una ciudad con gentes bien vestidas. Vio negociar a los comerciantes, vio ir de caza a los príncipes, a los doloridos llorar a sus muertos, a las hetairas ofrecerse lascivas, a los médicos afanarse por sus enfermos, a los sacerdotes señalar el día de la siembra, amar a los amantes, a las madres callar a sus hijos; y todo esto no era digno de las miradas de sus ojos, todo era mentira, todo era pestilente, todo olía a engaño, todo falseaba los sentimientos, la dicha y la belleza, y todo era inconfesada putrefacción. El mundo sabía amargo. La vida era sufrimiento.

Había una meta ante Siddhartha, una sola: vaciarse, vaciarse de sed, vaciarse de deseo, vaciarse de sueño, vaciarse de alegría y dolor. Morir para sí mismo, no ser más un yo, encontrar la paz en el corazón vacío, estar abierto al milagro por la introspección: esta era su meta. Cuando todo el yo estuviera vencido y muerto, cuando cada anhelo y cada impulso callara en el corazón, entonces debería despertar el Último, lo más íntimo del ser, que no es ya el Yo, el gran misterio.

Silencioso estaba Siddhartha en pie bajo los perpendiculares rayos del sol, ardiendo de dolores, ardiendo de sed, y así permanecía hasta que ya no sentía dolor ni sed. Silencioso estaba en pie bajo la lluvia; las gotas de agua caían de su pelo sobre los hombros llenos de frío, sobre las heladas caderas y piernas, y así permanecía el penitente hasta que los hombros y las piernas dejaban de sentir frío, hasta que callaban, hasta que quedaban quietos. En silencio, estaba agachado entre los espinos, la sangre brotaba roja de la piel ardiente, el pus, de las úlceras, y Siddhartha permanecía rígido, permanecía inmóvil, hasta que la sangre dejaba de brotar, hasta que nada le punzaba, hasta que nada le quemaba.

Siddhartha estaba sentado muy derecho y aprendía a contener la respiración, aprendía a regularla, aprendía a suprimir el alentar. Aprendía, empezando por la respiración a aquietar los latidos del corazón, a espaciarlos, hasta suprimirlos casi.

Adoctrinado por el más anciano de los samanas, Siddhartha ejercitaba el ensimismamiento, ejercitaba la meditación. Si una garza volaba sobre el bosque de bambúes, Siddhartha tomaba la garza en el alma, volaba sobre el bosque y la montaña, se convertía en garza, comía pescados, pasaba hambres de garza, hablaba con graznidos de garza, moría muerte de garza. Si un chacal aparecía muerto al borde del arenal, el alma de Siddhartha se deslizaba dentro del cadáver, se convertía en un chacal muerto, yacía en la arena, se hinchaba, olía mal, se corrompía, era despedazado por las hienas, era desollado por los buitres, se convertía en esqueleto, se volvía polvo, se esparcía por la campiña.

Y el alma de Siddhartha regresaba, estaba muerta, estaba corrompida, estaba esparcida como el polvo, había gustado la turbia embriaguez de los remolinos, atormentado por una nueva sed como un cazador en el puesto; esperaba conocer dónde terminaría el remolino, dónde estaba el fin de las causas, dónde empezaba la eternidad sin dolores. Mataba sus sentidos, mataba sus recuerdos, se salía de su yo para introducirse en mil formas extrañas: era animal, carroña, piedra, árbol, agua, y al despertar se volvía a encontrar a sí mismo; luciera el sol o la luna, volvía a ser un yo, giraba en remolinos, sentía sed, vencía la sed, volvía a sentir sed otra vez.

Mucho aprendió Siddhartha entre los samanas; aprendió a andar muchos caminos fuera de su yo. Recorrió el camino del ensimismamiento por el dolor, por el voluntario sufrir, y venciendo al dolor, al hambre, a la sed, a la fatiga. Recorrió el camino del ensimismamiento por la meditación, por el vacío del pensamiento de los sentidos de toda imagen. Aprendió a andar estos y otros caminos, perdió mil veces su yo, permaneció horas y días hundido en el No–Yo. Pero aunque estos caminos partían del yo, su meta estaba siempre en el mismo Yo. Si Siddhartha huyó mil veces de su Yo, si permanecía en la nada, en la bestia, en la piedra, el regreso era inevitable, insoslayable la hora en que se volvían a encontrar, bajo el resplandor del sol o de la luna, a la sombra o bajo la lluvia, Siddhartha y su yo, y volvía a sentir el tormento del remolino impuesto.

Junto a él vivía Govinda, su sombra; seguía su mismo camino, se imponía los mismos trabajos. Raramente hablaban entre sí más de lo que exigían sus tareas y servicio. A veces iban juntos por las aldeas, mendigando el alimento para sí y sus maestros.

—¿Qué te parece, Govinda? —solía preguntar Siddhartha durante estas correrías implorando la caridad—. ¿Crees que vamos por buen camino? ¿Habremos de alcanzar la meta?

Respondía Govinda:

—Hemos aprendido mucho, y seguiremos aprendiendo. Tú llegarás a ser un gran samana, Siddhartha. Todo lo has aprendido en seguida, los viejos samanas te admiran con frecuencia. Llegarás a ser un santo, ¡oh Siddhartha!

Hablaba Siddhartha:

—A mí no me parece así, amigo mío. Lo que he aprendido hasta ahora entre los samanas, ¡oh Govinda!, lo hubiera podido aprender pronto y con facilidad. En cualquier taberna de barrio de burdeles, entre carreteros y jugadores de dados, hubiera podido aprenderlo, amigo mío.

Hablaba Govinda:

—Siddhartha se burla de mí. ¿Cómo hubieras podido aprender ensimismamiento, el contener la respiración, la insensibilidad ante el hambre y el dolor, entre aquellos miserables?

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