Adela Zamudio - 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas: краткое содержание, описание и аннотация

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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Escritoras Latinoamericanas.
• Ifigenia por Teresa de la Parra.
• Pablo o la vida en las pampas por Eduarda Mansilla.
• 7 Mejores Cuentos de Adela Zamudio.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

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—Regarde done, quelle jolie fille!

Decididamente, en aquellos días gloriosos, París abrió de repente sus brazos y me recibió de hija, así, de pronto, porque le dio la gana. ¡Ah! ¡era indudable! Yo formaba ya parte de aquella falange de mujeres a las cuales evocaba papá entornando los ojos con una expresión extraña que yo entonces no acababa de explicarme muy bien porque era como si hablase de algún dulce muy rico mientras decía:

—¡¡Qué mujeres!!

Nunca me había ocurrido nada igual, Cristina. Sentía dentro de mí misma una alegría loca. Me parecía que mi espíritu se abría todo en flores como aquellos árboles del parque del colegio en los meses de abril y mayo. Era como si en mí misma hubiese descubierto de pronto una mina, un manantial de optimismo y sólo vivía para beberlo y para contemplarme en él. Creo ahora que fue debido a aquella satisfacción egoísta por lo que nunca te escribí sino postales lacónicas que tú me contestabas con cartas inexpresivas y tristes. Hoy, al releerlas me parece adivinar en ellas toda tu amarga decepción de entonces y me conmuevo de contrición. Pero pienso que a estas horas debes haber comprendido el porqué de mi indiferencia tan fugaz como mi alegría y que generosamente la habrás perdonado ya.

Algunas veces, también, me ponía a pensar que aquel optimismo y aquella alegría de vivir que me hacían tan feliz eran impropios en medio de una desgracia reciente como la mía. Tenía entonces ratos de un remordimiento agudo, y para acallarlo en desagravio al alma de papá le daba unos francos a algún chiquillo harapiento o entraba a dejar una limosna en el cepillo de la iglesia.

¡Ah! papá ¡pobre papá!… Mientras esto le cuento a mi amiga Cristina, allá, en las suaves visiones de mi mente, ha pasado un instante la indulgencia de tu rostro, florecida por la indulgencia aprobadora de tu sonrisa. ¡Y cómo la reconozco! ¡Mal podías enojarte! ¡Aquellos días fugaces en que tu espíritu pródigo y jovial pareció renacer por un momento en mi alma eran la única herencia que debías legarme!

En París estuvimos casi tres meses, por retraso de fondos y cambio de plan en el itinerario del matrimonio Ramírez. Los días, que se sucedían en particular con una rapidez vertiginosa, en conjunto me parecían muchos y muy largos. Sentía que se me escapaban y tenía siempre la sensación de que corría tras ellos para detenerlos. Me preocupaba muchísimo la idea de mi partida, pensaba con tristeza que aquel París que se mostraba conmigo tan amable, tan afectuoso, era menester abandonarlo un día u otro, como a ti, como a Madame Jourdan, como a todo lo que he querido y me ha querido en la vida.

«¡Qué fatalidad! ¡Qué desgracia tan grande!» —pensaba continuamente—. Y esta perspectiva era lo único que amargaba mi vida alegre y feliz de pájaro a quien por fin le han crecido las alas.

Pero como todo llega en este mundo, llegó un triste día en que los Ramírez y yo tuvimos que arreglar definitivamente nuestros baúles. Estrené yo mi vestido de viaje en cuya elección me había esmerado muchísimo a fin de que resultase lo más elegante y mejor cortado posible, y con mi nécessaire en la mano, luego de caminar un rato ante el espejo más grande del hotel y comprobar así, que unidos el nécessaire y yo, teníamos una silueta viajera bastante chic, tomé con los Ramírez el tren para Barcelona donde nos esperaba el trasatlántico Manuel Arnús que debía conducirnos a La Guaira.

Recuerdo que antes de embarcarme te dejé un abrazo de despedida en una postal. No te escribí más porque me ahogaba de melancolía y porque tenía también que ir a comprar un frasco de pintura líquida de Guerlain, que acababan de recomendarme muchísimo como especial para resistir el aire violento del mar, el cual barre del cutis toda pintura en polvo.

Luego nos embarcamos.

¡Ah! todavía me parece tener en los oídos aquel alarido de la sirena al arrancar el vapor y me pongo tan triste al evocarlo que prefiero no hablar de esto.

Afortunadamente que la vida a bordo me distrajo pronto. Sentirse en alta mar, rodeada de cielo por los cuatro costados y rumbo a América, es una sensación deliciosa. Se piensa en Cristóbal Colón, en las novelas de Julio Verne, en las islas desiertas, en las montañas que hay debajo del agua, y dan ganas de naufragar para correr aventuras. Pero esta parte geográfica se olvida y se disipa muy pronto, cuando empieza a entrarse de lleno en el ambiente social de a bordo, que es de los más interesantes. Bueno, tú sabes muy bien que yo no acostumbro a alabarme porque me parece de mal gusto, pero sin embargo, no puedo negarte que desde mi entrada al vapor comprendí que causaba gran sensación entre mis compañeros de viaje. Casi todas las señoras yacían mareadas en sus sillas de extensión o encerradas en los camarotes. Yo, que no me había mareado ni un segundo no me ocupaba en cambio sino de presumir sacando a colación todo el repertorio de abrigos, vestidos, y ciertos sombreros flexibles que aprendí a ponerme con muchísima gracia so pretexto de preservarme del viento. Eran mi especialidad; me ponía uno blanco y negro en la mañana, otro lila al mediodía, uno gris en la noche, y me paseaba de arriba abajo con un libro o un frasco de sales en la mano, y con toda aquella soltura, gracia y distinción adquirida en los días de mi vida parisiense y que todavía tú no tienes el honor de conocerme.

Los hombres, sentados sobre cubierta, con la gorra de lana encajada hasta las cejas y algún habano o cigarrillo en la boca, al sentirme pasar, levantaban inmediatamente los ojos del libro o revista donde se hallaban absortos, y me seguían un rato con una larga mirada llena de interés. Las mujeres por otro lado admiraban el chic de mis vestidos y los veían con algo de curiosidad, creo que también con algo de envidia y como si quisieran copiarlos. No puedo ocultarte que todas estas manifestaciones me halagaban muchísimo. ¿No representaban acaso el encantador succés, cosa que hasta entonces había sido para mí algo lejano, fabuloso, y deslumbrante como un sol? Me sentía, pues, felicísima al comprobar que poseía semejante tesoro, y te lo confieso a ti sin reparos ni modestias de ninguna clase, porque sé muy bien que tú, tarde o temprano, cuando renuncies al pelo largo, uses tacones Luis XV, te pintes las mejillas, y sobre todo la boca, has de experimentarlo también y por consiguiente no vas a escucharme con el profundo desprecio con que escuchan estas cosas las personas incapacitadas para comprenderlas verbigracia: Abuelita, las Madres del Colegio y San Jerónimo, quien, según parece, escribió horrores sobre las mujeres chic de su tiempo.

Pasadas las primeras horas de travesía comencé pronto a tener amigos a más de mis acompañantes los Ramírez. Pero el más interesante de mis amigos resultó ser un poeta colombiano, ex diplomático, viudo y ya algo viejo, el cual, lleno de galantería, finura y entusiasmo me acompañaba a todas horas del día. Por la noche, cuando tocaban o cantaban en el salón, yo, en consideración a mi duelo, solía evadirme del bullicio, y buscaba algún solitario rincón de cubierta y allí, arrullada por la música y apoyada de codos en la barandilla, me daba a contemplar el reflejo fantástico de la luna sobre el mar y aquella estela blanca que íbamos dejando en el azul oscuro de las aguas. Mi amigo, que tenía la delicadeza de notar siempre mi ausencia, a los pocos minutos se venía a mi lado, se apoyaba también de codos en la barandilla y entonces suavemente, en un monótono silbar de eses, me recitaba sus versos. Esto me ponía encantada. No porque los versos fuesen muy bonitos, puesto que a decir verdad jamás les puse la menor atención, sino porque estando libre de toda conversación, mientras él recitaba, yo me entregaba de lleno a mis propios pensamientos y me decía: «No cabe duda que está enamoradísimo de mí». Y como era la primera vez que esto me ocurría y como el ambiente de la noche era de los más propicios, me lanzaba en alas de mis recuerdos a través de aquellas novelas de «La Mode Illustrée» que leíamos en vacaciones tú y yo, me comparaba inmediatamente con las más interesantes de sus heroínas, me consideraba situada al mismo nivel de ellas o quizás a mayor altura, y claro, ante semejante visión quedaba tan satisfecha, que cuando mi amigo terminaba la última estrofa de sus versos, yo los elogiaba apasionadamente con la más entusiasta y sincera admiración.

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