—¡Su libertad!… ¡Su libertad!… ¡Ah!; si creerá él que yo no aprecio la mía… La aprecio, sí; la aprecio muchísimo… la aprecio tanto, pero tanto, que la próxima vez que venga a verme tío Panchito, yo también le diré: «¡Mi libertad, tío Pancho, no la sacrificaré yo jamás a los pies de un hombre que tenga los tobillos gruesos! Porque has de saber, tío, que yo odio los tobillos gruesos y me repugna muchísimo el pelo negro azabache, sí; me repugna tanto como me gusta mi libertad».
Y una vez tomada esta firme resolución, frente a los rosales del patio, y bajo la inmensidad de lo infinito, resolví por fin venirme a acostar porque la noche de ayer era muy fresca, y mi vestido de tafetán de Persia es demasiado escotado, para estar al sereno sin abrigo.
Pero hoy en la mañana, me he puesto a reflexionar… Ahora pienso: Si la próxima vez que venga tío Pancho, yo le hiciera la anterior declaración acerca de mi libertad, es segurísimo, que al oírme él, se reirá a carcajadas y me contestará en medio de su risa:
—¡Pobre María Eugenia! ¡Si tu libertad no existe! ¡Ni tu libertad existe ahora, María Eugenia, ni ha existido antes, ni existirá jamás! Tu libertad es un mito; sí; es una de las muchas fantasías o aberraciones, que se agitan en tu cabeza. Por consiguiente, me parece mejor que no alardees tanto sobre el particular.
Naturalmente que yo, en caso de oír semejante impertinencia, no me quedaré callada, sino que contestaré al punto indignadísima:
—¡Te equivocas, tío Pancho, te equivocas! ¡Mi libertad existirá en el futuro tan cierto como existe hoy la luz del sol! Y si no, dime: ¿quién, quién puede prohibirme a mí el día que yo cumpla veintiún años que me vaya de esta casa, si es que así se me antoja, y me contrate en París, Madrid, o Nueva York, como bailarina, cupletista, o actriz de cinematógrafo?…
A lo cual Abuelita, de estar presente, soltará al instante la costura o lo que quiera que tenga entre las manos, se quitará los lentes y exclamará espantada:
—¡Por Dios, María Eugenia, no hables así! ¡Eso no debes decirlo tú ni de broma!
Y tía Clara por su lado opinará también:
—¡Esas, esas, son las ideas que sacas de tus conversaciones con Gregoria, y de los libros inmoralísimos que debes leer cuando estás encerrada con llave, allá, en tu cuarto!
Y es muy posible, que entre en sospechas y una mañana mientras yo me encuentre en plena «réverie» acostada sobre el baúl de tío Enrique, tía Clara y Abuelita vengan a mi cuarto en son de pesquisa, hagan un registro, den con las novelas «inmorales» que tengo escondidas en el doble fondo de mi armario de luna, y resulte de todo ello un horrible disgusto.
Por esta razón me parece muchísimo más prudente, no mencionar mi libertad delante de tío Pacho. Y también por esta razón, me he encerrado hoy en mi cuarto desde muy temprano y escribo… escribo… escribo… ¡Ah, tía Clara, eso es lo que tú no sospechas! Cuando estoy encerrada en mi cuarto, no leo, no; ¡escribo todo aquello que se me antoja, porque el papel, este blanco y luminoso papel, me guarda con amor todo cuanto le digo y nunca, jamás, se escandaliza, ni me regaña, ni se pone las manos abiertas sobre los oídos!…
Sí, hoy escribo, y mientras voy escribiendo, miro caer la lluvia a través de los postigos. Porque desde muy temprano llueve espantosamente. Serían más o menos estas horas cuando tía Clara fue a avisarme ayer que me llamaban por teléfono. ¡Y cómo corren las horas! Desde mi escritorio miro el reloj, miro gotear la lluvia sobre las hojas pulidas de los naranjos, pienso en el correr del tiempo, y no sé por qué hoy, esta casa de Abuelita, me parece más grande, más silenciosa, y más aburrida que nunca…
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