Adela Zamudio - 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas: краткое содержание, описание и аннотация

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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Escritoras Latinoamericanas.
• Ifigenia por Teresa de la Parra.
• Pablo o la vida en las pampas por Eduarda Mansilla.
• 7 Mejores Cuentos de Adela Zamudio.
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

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—Pero bueno, vamos a concretarnos primero a lo del luto —expliqué inmóvil y furiosa con mis libros bajo el brazo—; yo no comprendo en absoluto qué relación lógica puede existir entre la muerte de papá y el piano de esta casa… ¡«los sentimientos»!… ¡vaya con los sentimientos!, pues si la música se inventó precisamente para eso: ¡para expresar los sentimientos! Dime si no Abuelita, dime: ¿qué es por ejemplo, una elegía o una marcha fúnebre sino un sistema refinado, artístico y genial de dar un pésame, como quien dice?…

Pero Abuelita, que se había quitado ya los lentes, esbozó con ellos en el aire un ademán que parecía anatematizar todo razonamiento, y agitando negativamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, dijo en ese tono terminante en que suele hablar la convicción que no se digna bajar al terreno despreciable e irreverente de las discusiones:

—¡No, no, no, hija mía, a mí no me convences! Creo que si no tienes suficiente buen corazón para guardar espontáneamente el luto riguroso que exige la muerte de tu padre, debes fingir que lo tienes. De otro modo harías muy mal efecto en mí y en todas las personas sensatas que lo supieran: ¡te lo aseguro!

—Bueno… de manera que sin apelación: ¡no puede tocarse el piano!… ¡Bien, bien, bien, pues ni una palabra más: no tocaré!…

Y dando media vuelta militar me vine indignada con mis cuadernos de música bajo el brazo, por el mismo camino que me había ido. Al llegar a este cuarto tiré con furia todos los cuadernos de música sobre la misma silla donde volvieron a adquirir su primitivo aspecto de tortilla. Luego me puse las dos manos extendidas sobre las caderas y exclamé en alta voz esta frase, que dadas las circunstancias resonó en los ámbitos del cuarto de un modo verdaderamente sublime:

—¡Por la mañana me quitan la fortuna; ahora, en la tarde me arrebatan la gloria!

Y me quedé unos segundos con las manos en las caderas y los ojos clavados en el suelo.

Pero afortunadamente, como bien recordarás tú, Cristina, mi imaginación que es estéril en los momentos de calma, en los momentos de indignación es fecundísima. Gracias a esta gran fertilidad imaginativa, a los diez segundos de contemplar el suelo, había encontrado ya un plan inmediato que iba a servirme a la vez de aclaratoria, de represalia, y de distracción. Era ello: irme de paseo con tío Pancho a cualquier parte lo más pronto posible:

—¡Ah! —me dije— hablare a solas con él y así sabré a qué atenerme en lo concerniente a las generosidades de tío Eduardo.

E inmediatamente llamé a tío Pancho por teléfono. El quedó en que pasaría a buscarme a las cuatro y media en punto. Entonces yo, satisfechísima de mi proyecto, teniendo casi una hora de tiempo para vestirme, comencé a arreglarme como a mí me gusta, es decir, poco a poco, con mucha calma, mucha tranquilidad y muchos detalles… Por fin cuando ya perfumada, y puesto el sombrero mi toillette estuvo lista, una toillette de paseo ¿sabes? sencilla, sobria, elegantísima, me quedé lo menos diez minutos caminando, sonriendo, y accionando frente a la luna de mi armario, porque la verdad sea dicha, Cristina, aquella rabia que me tenía los ojos encendidísimos desde por la mañana, sumada al escote en punta, al sombrero pequeño, al largo velo de crépe Georgette, y al carmín de Guerlain, me quedaba… bueno: ¡que estaba yo mejor que nunca!… Y por mi gusto hubiera permanecido accionando y sonriendo ante el espejo un buen rato si no fuera porque el reloj de Catedral con su canto de barítono cartujo comenzó a advertirme:

—¡Mi, do, re, sol!… ¡Sol, re, mi, do!…

O sea que eran ya las cuatro y media.

Para no hacer esperar a tío Pancho, me fui caminando muy de prisa hacia el corredor de entrada en el cual aparecí triunfalmente, erguida la cabeza, recogido el velo a lo manto real, y abrochándome los guantes.

Como era de esperar al verme llegar así, tan inopinadamente de sombrero y guantes, el espanto volvió a cundir de nuevo entre Abuelita y tía Clara:

—¿Pero adonde vas a estas horas y con quién? —interrogó al momento Abuelita en tono de queja profunda y quitándose los lentes, lo cual, como habrás visto ya, es señal indiscutible de borrasca.

Yo, que a más de encontrarme encantada en mí misma, venía preparada para el ataque, respondí sonriente, amabilísima, metiendo la mano izquierda por entre la botonadura del vestido a la altura del pecho, actitud que debió prestarme cierta arrogancia napoleónica:

—¡Pues me voy de paseo a Los Mecedores con tío Pancho! ¡Creo que es un lugar muy solitario propio para mi luto riguroso!…

Y hecha esta declaración, abrí al punto mi bolsa de mano, tomé el espejito y comencé a mirarme bajo la luz viva del patio, porque me urgía muchísimo saber si la rebelde punta de mi nariz se encontraba bien de polvo. Pero como la notase aún un poquito brillante saqué la mota de mi polverilla esmaltada, la sacudí y me di a empolvarme la nariz estirando la boca y con refinada atención. Entretanto, Abuelita seguía, con los lentes enarbolados en la mano, y con la voz de queja:

—Te vas así, a pasear con Pancho, sin consultarme, sin advertirme… ¡Ah! ¡veo que eres muy independiente!…

Aquí exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa y continuó diciendo con la voz de queja hecha ya un lamento conmovedor:

—¿Cómo va a ser natural que te vayas, María Eugenia, cuando esta tarde vienen visitas que ya se han anunciado y cuando esas personas vienen única y exclusivamente por ti, a saludarte, a conocerte?… ¡desairarlas de ese modo! ¡Pero si es una desatención que no tiene nombre!… Por educación debes esperar siquiera a que lleguen esas visitas…

—¡Ay! ¡las visitas, Abuelita! ¡hasta cuándo!… —exclamé trágicamente con la polvera en una mano y la mota en la otra—. ¡Si todas me preguntan la misma necedad: «que si me hace falta París y que si me ha gustado Caracas»! ¡Estoy harta ya de esa eterna letanía! ¡y todas, todas, todas, iguales!… ¿Quieres que te diga, Abuelita, el efecto que me hacen tus amigas? Pues mira, la verdad: ¡no las distingo! ¡No sé si la que vino ayer es la misma que estuvo antier, o la que volverá pasado mañana! Parecen esos tomos que hay a veces en las bibliotecas ¿sabes? todos igualitos, todos juntos, todos forrados en pergamino, que si por una casualidad los coges y los abres te encuentras con que por dentro están escritos en latín o en español antiguo… bueno ¡que ni lo entiendes!…

—Te equivocas, María Eugenia, las personas que han venido a verte son todas muy cultas, muy respetables, parientes o amigos míos, de lo mejor de Caracas, a quienes debías agradecer…

—¡Ay! ¡Abuelita, por Dios, déjame salir! ¡Mira, si no me voy a pasear me ahogo, sí, me muero, y esta noche lo que verán las visitas será mi cadáver tendido con cuatro velas!… ¡Ah! diles que me dolía la cabeza, las muelas, cualquier cosa, que tuve que ir a casa del dentista y que me esperen… ¡No vendré tarde, ya verás, no vendré tarde!

—¡Haz lo que te parezca, María Eugenia! No puedo pasar el día entero discutiendo contigo ni quiero tampoco, que seas desgraciada porque estás en mi casa. ¡Vete, vete a pasear con Pancho si es que tanto lo deseas!

Y poniéndose de nuevo los lentes, Abuelita volvió a su costura luego de exhalar otro suspiro en el que iba mezclado, a la más completa desaprobación, el más profundo desaliento.

Y en aquel instante preciso, se abrió de golpe la puerta del zaguán y alegre, sonriente, expresiva, apareció en el corredor la cabeza jovial de tío Pancho. Luego de saludar a Abuelita y a tía Clara muy cariñosamente y como si nada hubiese ocurrido en la mañana, me descubrió en pleno patio donde me hallaba aún con la boca estirada entre el espejo, la mota y la polverilla. Al divisarme se vino a mí, y mientras me examinaba por todos lados, iba diciendo a voces con grandísimo escándalo:

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