Aquello era una explicación clarísima de lo que yo quería saber y como resultó ser lo mismo que había sospechado, sonreí placentera y exclamando interiormente:
—¡No lo dije!
Y creo sin duda ninguna, que me habría bajado de la columna para abrazar a tío Pancho por su valiente acusación, si no fuese porque Abuelita, enardecida quizás por mi presencia y mi sonrisa, se había erguido terrible contra el respaldo de su sillón de mimbre, y así, erguida, terrible, lastimada en lo más vivo de su amor de madre, estalló con la arrogancia de una leona:
—¡Eso no puedo tolerarlo, Pancho, que aquí, en mi casa, en mi presencia, frente a mí, te atrevas a expresarte de Eduardo en esa forma y muchísimo menos todavía que lo desprestigies delante de esta niña, con quien ha sido él, demasiado lo sabes, tan bueno y tan generoso como un mismo padre!… ¡Por decir cosas que tú supones graciosas no respetas nada, ni lo más santo, ni lo más sagrado! ¡Creo que Eduardo ha dado en su vida suficientes pruebas de ser un hombre íntegro y honrado!… ¡Ha levantado una familia honorable, ha pasado su vida trabajando, nunca se ha arrastrado en política, ni como hacen otros, ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego!…
Y al hablar así, Abuelita estaba imponente y magnífica.
Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está siempre por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras que infunden en cuantos las rodean un respeto profundo. Del trato con mi abuelo, su marido, que fue poeta, historiador, ministro y académico, adquirió un ademán distinguido en el decir y la palabra fácil y elegante, circunstancias que le han valido sin duda ninguna su gran fama de inteligencia. En aquel instante, defendiendo a su hijo de las sospechas que las palabras de tío Pancho hubieran podido despertar en mi espíritu, estaba como te digo, soberbiamente altiva. Sus ojos ya apagados de ordinario, brillaban ahora encendidos por el fuego de la santa indignación, y enarcados por las cejas severas, realzados por la majestad de los cabellos blancos, infundían temor.
Y no puedo negarte que durante un instante olvidé mi propio infortunio para admirar a Abuelita: la admiré con sorpresa, con veneración y con orgullo, por la majestad y por la elegancia que tenía para indignarse.
Pero en cambio, tío Pancho, que como te he dicho ya es insensible a la elocuencia y a cualquier otra de estas manifestaciones sublimes en que suelen exteriorizarse la cólera, el entusiasmo, o la desaprobación, permaneció impasible. Cuando Abuelita remató su brillante apología de tío Eduardo con aquella frase alusiva e hiriente: «No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego…», tío Pancho, este tío Pancho que es inconmovible, sin decir ni una palabra, siguió inmóvil frente a Abuelita, con sus dos manos en los bolsillos, indiferente, apacible, silencioso, contemplando sobre el patio la inmensidad del espacio, como una roca erguida frente a un mar tempestuoso. Estoy cierta que pensaba:
—¿Y para qué contestar?… ¿De qué sirven las palabras?… ¡Si también son paravanes, mentiras, monedas falsas!…
Pero esto no lo dijo sino que debió reflexionarlo mientras callaba, durante la larga pausa que siguió a la indignación de Abuelita, como la calma sigue a la borrasca. Luego, en la misma actitud reflexiva y silenciosa dio unos cuantos pasos por el corredor; pero a poco se detuvo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró, exclamó:
—¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce!
Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero; se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente:
—¡Hasta mañana!
Sonó la puerta de la calle que se cerró tras él, y los pasos se fueron apagando por el zaguán y la acera.
En efecto, a poco de salir tío Pancho, en plenos puntos suspensivos, el reloj de Catedral, un reloj filarmónico, Cristina, un reloj sochantre, que asomado a los cuatro costados de la torre se pasa el día cantando las horas, las medias y los cuartos con un canto monótono que se oye de toda la ciudad, y que de noche recuerda el fraternal e igualitario «de morir tenemos» de los Cartujos: comenzó a cantar con mucha filosofía y unción:
—Tin, tan; tin tan;…
Bueno, una especie de canción que en notas musicales viene siendo:
—¡Mi, do, re, sol!… (un cuarto) ¡Sol, re, mi, do! (otro cuarto) ¡Do, sí, la, mi!… etc., etc.
Tía Clara dijo al momento:
—¡Son las doce!
Y puesta en pie como por resorte se santiguó y entonó el Angelus en voz alta.
Yo, en vista de mi malhumor, resolví no contestar en coro con Abuelita, ni a la salutación ni a las avemarias. Tía Clara me dirigió por ello una mirada de desaprobación mientras decía:
—«El verbo se hizo carne»…
Pero yo continué callada, y ella, luego de terminar, volvió a santiguarse y sin decir más nada, recogió la ropa y las medias; las dobló; las metió en la cesta; se fue taconeando; y cuando el rítmico martilleo se perdió ahora también más allá del comedor y del segundo patio, entre Abuelita y yo se interpuso definitivamente un silencio penoso. De un salto me bajé al momento de la columna con el objeto de alejarme a mi vez, pero Abuelita me hizo señas de que viniese a sentarme en la sillita baja de tía Clara que se hallaba a su lado, y entonces, poniéndome una mano en el hombro, y con una voz muy suave, muy cariñosa, muy persuasiva comenzó a decirme dejando por completo de coser:
—Mi hija, ya no eres una niña inconsciente. Ya estás en edad de comprenderlo todo. Tienes una inteligencia muy clara, un corazón muy recto, y es preciso que con ellos juzgues las cosas tales como son, sin guardar nunca para nadie ni odio ni rencor. Las mujeres, hija mía, hemos nacido para el perdón. El tesoro de nuestra indulgencia no debe agotarse nunca, ni aun en medio de las más crueles espinas del sacrificio. ¡Con cuánta mayor razón si ese tesoro se prodiga sobre seres tan queridos como son nuestros padres!… Las palabras imprudentes de Pancho me obligan a hacerte explicaciones que hasta cierto punto hubiera preferido que ignoraras siempre; pero dadas las circunstancias, es para mí un deber moral defender a Eduardo de cargos que injustamente se le imputan… Óyeme bien, hija mía, porque yo que te quiero como no te quiere nadie, te hablo con entera justicia: Si hoy no tienes nada en la hacienda San Nicolás, y ni un céntimo tampoco de la herencia que te dejó tu padre, es única y exclusivamente por culpa de tu padre, que vivió al día, como gran rentista, entregado a la más absoluta indolencia, sin pensar jamás en el mañana ni en la muerte… ¡Ah!, y este mal funesto que es el mismo de Pancho, es un mal de educación, un mal que proviene de muy atrás, y que por lo tanto no puede reprochársele a ninguno de los dos…
Calló un segundo como para ordenar sus pensamientos y prosiguió:
—… El culpable, el verdadero culpable de todo esto, no fue sino tu abuelo; sí, tu abuelo Martín Alonso que era por cierto muy simpático, muy galante, muy caballero, muy insinuante… ¡Ah! ¡Y piensa tú si lo conocería yo, cuando como sabes, Martín era primo hermano mío!…
Y entonces Abuelita en un relato que iba a ser muy largo, para mejor explicar el proceso de mi ruina, se subió varias ramas a mi árbol genealógico y comenzó por describir detalladamente la persona y la casa de mi abuelo Martín Alonso, pero allá, en los tiempos remotísimos en que mi abuelo adolescente e hijo de familia no pensaba casarse todavía. Según ella, nada ni nadie igualaría ya nunca en Caracas, el esplendor de aquella casa y de aquellos bailes, celebrados en sociedad muy escogida, llenos de elegancia, de distinción, de suntuosidad… (¡ah! ¡yo me río de la elegancia y de la suntuosidad de aquellos tiempos, Cristina, sin luz eléctrica, las mujeres sin pintar, y las parejas que bailarían algún vals «Sobre las olas» con metro y medio de separación!… Pero no olvides que es Abuelita quien tiene la palabra). La casa de los bisabuelos Alonso era, pues, muy lujosa, porque los Alonso eran tan ricos, tan riquísimos, que eran quizás los primeros capitalistas de Venezuela. Tenían una fortuna en joyas, en tapices, en cuadros, en alfombras, en vajillas… y: ¡patatí patatá!… Abuelita que como te he dicho, tiene mucho don de palabra, se puso a detallar con tal entusiasmo la magnificencia de aquella casa y de aquellas fiestas en donde la conoció y cortejó a ella su marido y mi abuelo Don Manuel Aguirre, que yo, a pesar de mi horrible mal humor, la vi un instante florecer triunfalmente en los salones Alonso, con su ancha crinolina pompadour, los bucles negros caídos sobre la nuca, el abanico de nácar en una mano, inclinada, sonriente, desmayándose de ingenuidad, junto al futuro académico Don Manuel… bueno, algo así que oscilaba entre un retrato de la Emperatriz Eugenia, y aquel par de muñecas que yo había dejado una hora antes esponjadas en mi cuarto.
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