1 ...7 8 9 11 12 13 ...16 La presencia de estas dos perspectivas se hizo evidente en las diversas fases de elaboración del Convenio. Un primer esbozo, elaborado por la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa, que ponía el acento en el carácter de “Carta de Derechos”, fue profundamente corregido primeramente por un comité de expertos nombrados por el Comité de Ministros, y finalmente por una comisión de altos funcionarios; el resultado fue un instrumento que recogía ambos enfoques, pero con evidente predominio de la perspectiva, por así decirlo, “estatal”, del Convenio como garantía colectiva entre Estados8. El eje del sistema lo constituía una Comisión Europea de Derechos Humanos, encargada de supervisar el respeto por los Estados de una lista de derechos; para ello, los Estados firmantes disponían de la posibilidad de denunciar ante la Comisión las vulneraciones del Convenio por otros Estados firmantes, en lo que representaba un recurso interestatal. La Comisión podría en esos casos presentar su informe al Comité de Ministros del Consejo de Europa para que se pronunciara al respecto.
Hasta aquí, el esquema respondía a líneas clásicas del Derecho Internacional. El Convenio incluía, sin embargo, aspectos de la perspectiva, por así decirlo, de garantía individual de derechos, en una forma que ha podido considerar como revolucionaria en el plano del Derecho Internacional9. Por un lado, se introducía la posibilidad de un recurso individual, esto es, que las personas afectadas por violaciones del Convenio pudieran presentar sus demandas frente a los Estados ante la Comisión; por otro lado, se creaba un órgano jurisdiccional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con capacidad de decisión tanto en recursos interestatales como en recursos individuales.
No obstante, esta segunda dimensión quedaba considerablemente diluida. Como es hoy generalmente reconocido, la idea dominante entre los Estados firmantes era que el Convenio se aplicaría esencialmente en cuanto regulador de relaciones interestatales10. No hay que olvidar que, en aquellos momentos, algunos Estados europeos (señaladamente Francia y el Reino Unido) poseían extensos imperios coloniales en que la situación de los pueblos colonizados se configuraba, en cuanto a los derechos individuales básicos, como muy diferente de la correspondiente en la metrópoli. El reconocimiento del recurso individual se establecía como optativo, y muy pocos Estados efectuaron esa opción; en la misma línea, también se configuraba como optativa la aceptación de la jurisdicción del Tribunal. Pero, además, la legitimación para acudir al Tribunal se restringía notablemente; si bien los individuos podían presentar reclamaciones ante la Comisión frente a los Estados que hubieran admitido el recurso individual, solo la Comisión, o el Estado afectado, a la vista del informe de ésta, podrían acceder al Tribunal. Por otra parte, la Comisión podía decidir llevar el caso directamente al Comité de Ministros y no al Tribunal. Este se configuraba, así, como una opción residual, y desde luego no abierta directamente a los individuos afectados.
3. LA “FASE DURMIENTE” DEL SISTEMA
Es ya lugar común considerar que el funcionamiento del Convenio no respondió, durante mucho tiempo, a los deseos y esperanzas que habían inspirado su creación. Durante algunos años llevó una vida más bien lánguida; algún autor ha llamado al Convenio en su primera fase la “bella durmiente”11. Firmado el Convenio en 1950, no entró en vigor hasta 1953, al obtenerse la décima ratificación; la Comisión Europea de Derechos Humanos no se creó hasta 1956, y el Tribunal Europeo hasta 1959, dictando su primera sentencia en 1960 (Lawless contra Irlanda). Contrariamente a lo que quizás se había supuesto, no hubo muchas demandas interestatales en el primer decenio de vigencia del Convenio; para ser precisos, hubo tres: en los casos Grecia contra Reino Unido (dos demandas, en 1956 y 1957) y Austria contra Italia (1960). Tampoco fueron muy abundantes las demandas individuales presentadas ante la Comisión frente a los Estados que habían optado en favor de esta vía; y en la gran mayoría de los casos, fueron la Comisión o el Comité de Ministros los órganos encargados de resolver definitivamente esos casos. Hasta bien entrados los años sesenta, en muy pocas ocasiones se enviaron casos al Tribunal, bien por la Comisión (por ejemplo, la Comisión no envió ningún caso al Tribunal entre 1960 y 1965) bien por el Estado afectado.
Las grandes líneas inicialmente inspiradoras de la creación del Convenio se mostraron poco efectivas. En lo que se refiere a la garantía interestatal ante derivas totalitarias, la realidad europea mostró que esas derivas no eran muy probables en la situación de congelación de bloques en los años cincuenta y sesenta; la función de integración europea se trasladó pronto a otros foros, como la Comunidad Europea del Carbón y el Acero y el Mercado Común, y en cuanto a la garantía individual de derechos, la desconfianza mostrada por algunos Estados, la tardanza en la constitución del Tribunal, y las pocas adhesiones a esa vía no la hicieron inicialmente muy operativa.
Durante esta época (entre 1956 y 1975, podría decirse) el protagonismo dentro del sistema le correspondió sobre todo a la Comisión, quedando el Tribunal en un segundo lugar12. No obstante, se fue produciendo, muy lentamente, una evolución del sistema, que acabaría alterando las previsiones de sus creadores o al menos de muchos de ellos. El alcance de los derechos protegidos por el Convenio se amplió mediante varios Protocolos de reforma: así, el Protocolo Adicional de 1952 (que garantizaba el derecho de posesión pacífica, el derecho de los padres a la forma de educación de sus hijos y el derecho a elecciones libres) y el Protocolo 4 en 1963. El número de ratificaciones del Convenio fue aumentando progresivamente durante los años sesenta y setenta, incluyendo a los antiguos regímenes dictatoriales del sur de Europa, y reintegrando a Grecia tras la caída del régimen de los coroneles. Igualmente, fue aumentando el número de países que aceptaban el recurso individual y la jurisdicción del Tribunal. A ello debe añadirse que la Comisión Europea de Derechos Humanos fue desarrollando una doctrina sobre la interpretación de esos derechos, que de alguna forma presagiaba un futuro desarrollo del sistema13.
4. LA CONSOLIDACIÓN DEL TRIBUNAL COMO ÓRGANO ESENCIAL DE SISTEMA
Todos estos factores fueron contribuyendo a que, por una parte, se reforzase el carácter del Convenio como Carta de Derechos europea, y por otra, y correlativamente, el eje de gravedad del sistema del Convenio se fuera desplazando progresivamente de la Comisión al Tribunal. El aumento de países firmantes del Convenio, y el correspondiente aumento de demandas individuales fueron dando oportunidad al Tribunal de elaborar una interpretación de los derechos del Convenio que implicaba una efectiva garantía de esos derechos, que tenía una cada vez mayor difusión en el mundo de los actores del Derecho, y que, a su vez, daba lugar a una mayor afluencia de demandas.
El profesor Ed Bates14, desde la perspectiva británica, coloca el punto de inflexión en el desarrollo del Convenio, confirmando la posición clave del Tribunal, en la sentencia Golder contra Reino Unido, de 1975. En esta sentencia, el Tribunal, frente a la opinión del juez británico, optó por una interpretación del derecho a un proceso equitativo, del artículo 6 del Convenio (en una aplicación innovadora de los términos de la Convención de Viena sobre la interpretación de los tratados) no meramente literalista, y restrictiva en favor de los Estados firmantes, sino claramente garantista y, desde una perspectiva actual, activista. Sea o no Golder el punto de inflexión, a partir de 1975 la actividad del Tribunal aumenta progresivamente, tanto en aspectos cuantitativos como cualitativos. Entre 1975 y 1979 dictó diecisiete sentencias sobre el fondo; en ellas fue afirmando las líneas básicas de su jurisprudencia, que se mantendrían hasta hoy. Así, en Tyrer contra Reino Unido, de 1978, la idea del Convenio como un “instrumento vivo” (living instrument) frente a interpretaciones “historicistas”; en Marckx contra Bélgica, de 1979, el concepto de “margen de apreciación”; en Airey contra Irlanda (1979) la afirmación de que el Convenio perseguía una protección real y efectiva, y no meramente formal de los derechos en él consagrados; en Engel contra Países Bajos, de 1976, el Tribunal acuña la noción de “conceptos autónomos”.
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