Naiara Hernández - ¡Contigo no!
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¡Contigo no!.
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Pasé por alto que sus últimas palabras sonaban más a una orden que una petición y le señalé la puerta del sótano. Antes de ir tras él, le eché una mirada asesina a Carlos quien me tiró un beso.
El sótano era el lugar donde se obraba la magia. Las maquinas, las telas… todo se hallaba allí. Al principio aquel sitio era un tanto tenebroso, no obstante, después de que mi amigo pasara con sus dotes decorativas era un lugar cálido y acogedor.
Busqué los trajes que más se ajustaban a las medidas de Matthew en total silencio. Era muy consciente de que tenía sobre mí dos ojos azules, recorriendo mi cuerpo con descaro.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Hágala, otra cosa es que yo le contesté —respondí sin girarme.
—¿También llama a los penes de sus novios Balck & Decker?
La risa se me atragantó, me volteé parar mirarlo, tenía aquella sonrisa de medio lado y mi mente me llevó a imaginarme pasando la lengua por su cicatriz.
—¿Nadie le ha enseñado que escuchar conversaciones ajenas es de mala educación? —le espeté entregándole los trajes de mala gana—. Allí se los puede probar —le dije señalando a un pequeño baño que servía como probador.
Sin bajar la comisura de su labio se giró y se metió en el baño, dejándome a mí unos segundos para respirar y calmarme. De poco sirvió, dado que el aroma de su perfume estaba por todos lados.
—Bueno, ¿qué? ¿Qué Le parece? —pregunté en cuanto salió, más nerviosa de lo que quería mostrar.
No entendía porque aquel canalla me ponía de aquella manera. Vale, no solo me ponía nerviosa, pero aquello era algo en lo que no quería pensar, y menos cuando él estaba delante, con uno de mis diseños, el cual le quedaba sencillamente perfecto, como si lo llevara pintado al cuerpo. Había que ser sincera, el hombre podía ser un capullo integral, pero tenía una buena percha; cualquier cosa que se pusiera le quedaba bien.
Se colocó las solapas de la chaqueta y sin dejar de admirarse en el espejo, dijo:
—Está bastante bien.
Sus palabras me sorprendieron. Era lo más parecido a un halago que recibía de su boca.
—Esto sí es una sorpresa. Está diciendo algo bueno de mi trabajo, y no le ha salido ningún sarpullido. —Su mirada chocó con la mía en el cristal, sus ojos me parecieron demasiado feroces, como los de un animal salvaje. Como siempre, busqué una forma de escapar de ellos. Me concentré en los alfileres de las mangas, recolocándolos. Por un instante la idea de clavarle alguno pasó por mi cabeza.
—También puedo ser amable —murmuró ojeando mis movimientos—. Cuando quiero…
—Oh… ¿es que acaso sabe lo que significa esa palabra?
Se giró, cogiéndome desprevenida. Su cuello quedó a la altura de mis labios, y por un momento me imaginé besándolo. Tenía que dejar de pensar en Matthew de aquella manera. Tenía que obligar a mi subconsciente a que no soñara más con él, y menos la clase de sueños que me ofrecía.
—¿Cree que no lo puedo ser?
Su pregunta me sacó de mis pervertidos pensamientos, esos en los que él ya estaba desnudo y dentro de mí. ¿En qué momento me había vuelto una perra en celo?
—Podría intentarlo, pero se le vería mucho el plumero. Usted y la amabilidad no van de la mano —dije con todo el retintín posible.
—Está bien. —Se giró de nuevo hacía el espejo, lo que me dio tiempo a alejarme y dejar de embriagarme con su perfume, quería preguntarle cual llevaba, así podría comprarlo y rociar mi almohada… Sí, estaba perdiendo los papeles—. Si tan segura está, hagamos una apuesta.
—¿Una apuesta?
—Sí, yo seré amable con usted, aún a pesar de que usted tampoco lo es mucho conmigo…
—Eso es porque yo no soy amable con los capullos que se creen el ombligo del mundo —le interrumpí con una sonrisa de sabionda.
—A eso mismo me refería. —Ladeó la cabeza y la comisura izquierda de su labio se elevó.
Odiaba aquel gesto. Más bien odiaba lo que me producía; taquicardia, subida de la temperatura corporal, sudores… Joder, me ponía muchísimo.
Resoplé y evité tener que mirarlo a toda costa. Sabía que él era consciente de lo que causaba aquella media sonrisa, y eso no hacía más que cabrearme.
Interiormente lo llamé de todo menos bonito a la vez que colocaba los patrones sobre la mesa.
—Entonces, ¿acepta la apuesta? —insistió girándose para mirarme de frente.
—¿Y que se supone que apostaríamos?
—Lo que quiera.
Me paré unos minutos a pensarlo. Aquello había sonado tan bien “lo que quiera”. Lo quería a él desnudo, tocándome por todos los rincones de mi cuerpo, incluso aquellos que no quedaban a la vista, pero no iba a decírselo. No iba a hinchar ya su inflamado ego, así que opté por la opción b.
—Está bien. La apuesta durará una semana, hasta el viernes. Si pierdes, llevarás uno de mis diseños a la gala benéfica de Sturf.
Era una gran oportunidad. Si lograba que Matthew llevara uno de mis diseños a la gala que celebraba una de las asociaciones más importantes del país, en la que se encargarían de recaudar dinero para las investigaciones de enfermedades raras, a la que asistirían no solo las celebridades nacionales más famosas, sino también internacionales, y acudiría las prensa del todo el mundo, mi nombre se podría dar a conocer y por ende, mis diseños.
—De acuerdo. Si ganas, iré vestido por ti. Pero si gano yo… —Sonrió como un auténtico lobo, sabedor de tener a Caperucita Roja entre sus garras. —Si gano yo, tendremos una cita. Pero una completa. No voy a esperar a la tercera para acostarme contigo.
Me atraganté con mi propia saliva, comencé a toser sin parar. No sabía si reírme o llorar. Al final, cuando conseguí calmar la toz, le eché una mirada cargada de burla.
—¿Es que te has vuelto loco o has mezclado algún medicamento? —me mofé—. No voy a acostarme contigo. Ni de coña. Si quieres llevarme a cenar, vale. Nunca le digo que no a una cena, y menos gratis.
Matt se echó a reír, como si le pareciera gracioso y obviamente se lo parecía. Había hablado demasiado rápido, mostrando lo nerviosa que estaba.
—Pensaba que estaba más segura de sí misma, señorita Rivas. Solo tendría que hacerlo si pierde. Además, que niegue mi petición no hace menos evidente que se muere por mis huesos.
Cada vez que me hablaba de usted, con tanta educación y tanta prepotencia, algo en mi interior se encendía y recorría todo mi cuerpo para terminar justo donde mis piernas empiezan.
—Definitivamente, eres gilipollas y no tienes remedio. —Cogí aire ofuscada y lo solté de golpe por la boca—. No es que dude de que seas capaz de ser amable, sé que no lo serás. Pero mi cuerpo es un templo, y no cualquier capullo tiene el honor de meditar en él.
Volvió a explosionar en una carcajada. Quería clavarle todas las agujas, alfileres o cualquier cosa punzante que encontrara en el taller, y para terminar la tortura cortarle las joyas de la corona, le hubiera hecho un favor al mundo, no se podría reproducir.
—No quiero meditar con tú cuerpo, quiero fo…
—A parte de gilipollas, eres un poco tonto ¿no? Era una metáfora. Pero como veo que a ti hay que explicarte las cosas como a los niños te lo diré claro: no pienso acostarme contigo. ¡CON-TI-GO NO! ¿Lo captas?
Se cruzó de brazos, impertérrito, parecía que hablaba con una estatua. Ya podía decirle de todo, que aquel hombre solo se reía o se quedaba quieto, sonriendo como el capullo que era. Y aquella indiferencia no hacía más que irritarme. Aquel inglés estirado, que creía tener a todas las mujeres comiendo de su mano, incluida a mí, mantenía el tipo, esquivando cada uno de mis dardos envenenados. No obstante, yo no corría la misma suerte, cada vez que abría su boca para decir alguna de sus frasecitas con aquel acento británico, en mi interior ocurría dos cosas: la primera, maquinaba cualquier plan a cada cual más masoquista que el anterior para hacerle daño. Y la segunda, las más que me preocupa, es que me calentaba, me hacía desear callarlo con un beso, de esos rudos y que dejan sin alientos, para luego empotrarlo contra la pared y obligarlo que me hiciera cualquier cosa que me llevara al orgasmo.
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