Marina Marlasca Hernández - Siempre tú. El despertar

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La infancia de Álex se verá marcada por la enfermedad mental de su madre, la ausencia y poco interés mostrado por su padre hacia él y el continuo traslado entre las casas de sus abuelos.
Con la soledad como única compañera, se refugiará en la lectura para evadirse de su mundo. Sin embargo, influenciado por malas compañías, jugará con las drogas hasta sufrir una sobredosis a los once años. Internado en una institución inglesa por decisión paterna, vivirá alejado del cariño familiar del que nunca ha disfrutado y que tanto ansía.
Con la muerte de su padre, siendo un adolescente, regresará a sus orígenes familiares donde conocerá a Ona, la chica que marcará su vida para siempre.
Siempre tú. El despertar es una historia de principios, de supervivencia y de superación, donde un amor imposible se convertirá en el motor de una vida.

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Primera edición: octubre de 2021

© Copyright de la obra: Marina Marlasca Hernández

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-123754-0-4

Código ISBN digital: 978-84-123754-1-1

Depósito legal: B-7988-2021

Ilustración portada: Celia Valero

Corrección: Teresa Ponce

Maquetación: Cristina Lamata

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

©Angels Fortune Editions www.angelsfortuneditions.com

Derechos reservados para todos los países

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni la compilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro o por otros medios, ni el préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar sin permiso previo por escrito de los propietarios del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, excepto excepción prevista por la ley»

SIEMPRE TÚ. EL DESPERTAR

Marina Marlasca Hernández

A mi hijo Genís.

A todos los que, como él, han afrontado o tienen que afrontar una realidad adversa y dura de un día para otro.

Tan pronto como confíes en ti mismo, sabrás cómo vivir.

Goethe

PRIMERA PARTE

Jugar con vosotros

INFANCIA

Antecedentes

Ona. Este es el nombre que ha alborotado mi vida siempre.

Una vida cuyo inicio fue una singular trashumancia. Un peregrinaje trimestral de casa de mis abuelos paternos a casa de mi abuela materna y viceversa. Debo decir, sin embargo, que tuve suerte, ya que todos ellos vivían en poblaciones costeras. El mar estuvo siempre presente en mi vida y pronto empecé a quererlo como parte de mí mismo. Durante el verano pasaba unos días en casa de mi padre, aprovechando que él estaba de vacaciones y aún no se había ido de viaje con su amiguita de turno. Mientras estaba con él, llevaba una vida solitaria y bastante independiente. Me refugiaba en mi habitación y leía. Me encantaba leer. Podía fantasear con mundos y lugares diferentes y simulaba que era el personaje principal de las historias. Era como vivir fuera de aquellas cuatro paredes. Tenía una vida propia y llena de aventuras. Además, podía escoger la vida que más me gustara.

Mi padre se preocupaba poco de mí. Estaba demasiado ocupado con sus negocios. Siempre decía: «Ahora no Álex, esto que estoy haciendo es más importante». Alguna vez, fingía una rabieta. Reconozco que me ponía insoportable, pero nunca conseguí nada. Llegó un momento en que comprendí que era inútil.

A mi madre la veía muy poco. No tengo recuerdos de ella estando en casa. Mi memoria la sitúa siempre en la clínica donde sigue internada por una enfermedad mental grave. Desde entonces, siempre que he ido a verla, ella me reconoce y sale de su mundo para acariciarme. Parece que se alegra de verme y me repite una y otra vez que soy su tesoro. A veces le cuento cosas, pero ella nunca me contesta.

Los abuelos siempre mostraron más interés y preocupación por mí. Me contaban cuentos (cosa que me encantaba), me llevaban al parque... Pero a pesar de que recibía su estima, el hecho de que me fueran pasando de unos a otros me hacía sentir que aquel amor era circunstancial. No comprendía que alguien que me quisiera se desprendiera de mí tan fácilmente. No me cuadraba... Empecé a pensar que era por algo que había hecho mal y me esforzaba en ser un niño obediente. Pero, fuera como fuera, al final siempre acababa marchándome de donde estaba.

No era una situación buscada y deseada por mí, y la asumía más bien a regañadientes. Vivía aquellas separaciones de forma traumática. ¿Por qué no podía tener unos padres como todo el mundo? ¿Por qué no podía tener un lugar al que pudiera considerar mi hogar? Alguna vez lo había preguntado abiertamente, pero saber que mi madre estaba enferma y mi padre tenía que trabajar mucho no me consolaba. Después de un tiempo, me habitué a mi trashumancia familiar, pero nunca la acepté. Estaba rebotado y mi comportamiento empeoró notablemente. Reconozco que les compliqué mucho las cosas. Les contestaba, no obedecía, les llevaba la contraria... En el cole empecé a insultar y a zurrar a algún compañero, mis calificaciones bajaron estrepitosamente y los avisos y notificaciones escolares informando de mi mal comportamiento llegaban a casa cada dos por tres. Esto provocó que mi padre me viniera a ver un par de veces para darme un buen sermón, que yo, después del susto inicial, me pasaba por el forro. A partir de entonces, cuando iniciaba una nueva estancia con alguno de mis parientes, estos me acogían con caras largas y llenas de preocupación, mientras que los que se despedían de mí lo hacían con un alivio nada disimulado. No soportaba aquel rechazo y se lo hacía pagar con mi rebeldía. Se creó una dinámica extraña en la que cada vez me sentía más rechazado y por tanto cada vez me comportaba peor para mortificarlos aún más. Pero esa dinámica se rompió mientras pasaba una temporada con mis abuelos paternos. Yo aún no tenía once años.

Empecé a conocer gente del barrio, chicos de mi edad y algunos bastante más mayores. Yo prefería la compañía de estos. Me parecía que hacían cosas más interesantes y nuevas. Hablaban de temas que no entendía y parecían secretos, fumaban... De vez en cuando, alguno traía alguna cosa que se había «encontrado», como una botella de cerveza ―que ellos llamaban birra―, una navaja, algún cómic, un reloj, unas gafas de sol demasiado grandes, una pelota de baloncesto y otras cosas que siempre «encontraban» en los lugares más insospechados. Después de un tiempo me di cuenta de que esas cosas no las encontraban exactamente como yo me imaginaba, pero no me importó.

Fumar resultó fácil. Al principio tosía mucho, pero después me acostumbré. Me enseñaron a hacer la letra O con el humo.

Un día, el cigarrillo que me pasaron tenía un gusto diferente. Era de otra marca. Una marca más fuerte. «Para hombres», dijeron. Me mareé de tal manera que vomité. Casi no me aguantaba de pie. Los otros rieron y se alejaron de mí. Quedé bien mareado y frustrado para todo el día.

Al día siguiente les pedí que me dejaran fumar otra vez de aquella marca más fuerte de tabaco. Los otros me miraron con cara burlona, pero Paco, que era el mayor y el que mandaba, me dio unas caladitas. Me volví a marear y tenía la cabeza como un bombo, pero no vomité y supe disimular para aparentar que lo aguantaba bien. No sé por qué, pero me dio por reír... Me sentía mareado, divertido y relajado. Desde entonces Paco me daba una caladita de vez en cuando. Aquello cada vez me gustaba más. Ya no me mareaba y descubrí que me ayudaba a soñar y a sentir cosas diferentes. Era parecido a lo que conseguía con los libros, pero fumando las sensaciones eran más vívidas. Paco nunca me dijo que aquellos cigarrillos eran en realidad droga, pero yo lo intuía. Me daba igual.

Cuando llegó el verano y me tuve que ir con mi padre echaba de menos aquellos cigarrillos. Estaba enganchado a la maría. Para pasar el ansia de fumar le pispaba, de vez en cuando, algún cigarrillo. Pero no era lo mismo. Aquellos cigarrillos no eran «de la misma marca». A pesar de todo, el día de mi cumpleaños lo celebré fumando unos cigarrillos que mi padre dejó olvidados en un pantalón que iba a ir a la tintorería. Lo consideré mi regalo de aniversario, ya que pasé el día solo y nadie se acordó de mí.

Después del verano, quedé varias veces con Paco cerca de la casa de mi otra abuela para que me enseñara a hacer aquellos cigarrillos y empezó a cobrarme por darme droga. Acabé con mis ahorros y cuando volví a casa de los abuelos empecé a robar pequeñas cantidades de dinero. Ellos ya eran mayores y algo despistados. El uno por el otro, nunca sabían exactamente cuánto dinero había en casa. Al menos, eso era lo que yo quería creer.

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