Marina Marlasca Hernández - Siempre tú. El despertar

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Siempre tú. El despertar: краткое содержание, описание и аннотация

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La infancia de Álex se verá marcada por la enfermedad mental de su madre, la ausencia y poco interés mostrado por su padre hacia él y el continuo traslado entre las casas de sus abuelos.
Con la soledad como única compañera, se refugiará en la lectura para evadirse de su mundo. Sin embargo, influenciado por malas compañías, jugará con las drogas hasta sufrir una sobredosis a los once años. Internado en una institución inglesa por decisión paterna, vivirá alejado del cariño familiar del que nunca ha disfrutado y que tanto ansía.
Con la muerte de su padre, siendo un adolescente, regresará a sus orígenes familiares donde conocerá a Ona, la chica que marcará su vida para siempre.
Siempre tú. El despertar es una historia de principios, de supervivencia y de superación, donde un amor imposible se convertirá en el motor de una vida.

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Fueron pasando los trimestres y con ellos las fiestas señaladas en las que, normalmente, las familias se reúnen. Yo estuve solo tanto los días escolares como los festivos. Los otros chicos se marchaban, si no en unas fiestas, en las otras. Fui el único que nunca se movió de allí. Suponía que la familia aún estaba enfadada conmigo por el mal trago que les había hecho pasar y que las nuevas acusaciones de robo no ayudaban en nada a apaciguar su enojo, pero añoraba tanto volver a casa...

Cuando se terminó el curso escolar me avisaron que volvía a casa. Entonces, mi padre me vino a buscar y, sin decir una palabra, fuimos al aeropuerto. Fue un viaje frustrante y doloroso. ¡Ojalá no hubiera venido! Mientras estaba en el internado imaginaba cómo sería el reencuentro con él y la familia. Les pediría perdón y me esforzaría en portarme bien. Ayudaría en todo y no protestaría por nada. Me había hecho esa solemne promesa. En el avión intenté empezar a cumplirla. Mirando a mi padre le pedí perdón en voz baja, para no molestar a los otros pasajeros. Él me ignoró y se quejó de mis calificaciones escolares. Sabía que le habían explicado que eso se debía, básicamente, a mi desconocimiento del idioma, pero que había mejorado y en el último trimestre ya comprendía las materias y mi rendimiento era bueno. Además había cambiado mi actitud. Le dije que el curso siguiente me esforzaría mucho. En el colegio de Mataró el idioma no sería un problema. Entonces, mi padre me lo soltó sin rodeos.

—¡No, Álex, no! El curso próximo, volverás al internado, y el otro y el otro...

Me hundí... Hundido literalmente en mi asiento y en lo más profundo de mi corazón, ya no tuve fuerzas para decir nada más. Dejé que las cosas fueran pasando.

No sé por qué, pero me empeñé en mantener mi promesa. Intentaba ayudar, portándome bien y no quejándome de nada. Cumplir mi promesa fue lo que me mantuvo entero. Era lo único que tenía, yo y mi maldita promesa. Fue un verano bien triste.

Mi padre era de los que piensan que todo se arregla con disciplina. No intentaba entenderme, solo me daba órdenes. «¡Come!», «¡A dormir!», o «¡Apaga la tele!» eran sus conversaciones más largas conmigo.

Tenía prohibido ir a la playa o bañarme en la piscina. No podía ir en bici y sobre todo no podía quedar con amigos. Me hizo trabajar duro llenando media docena de cuadernos de verano. Y cuando él se fue de vacaciones me apuntó a una especie de campamento, donde caminar quince kilómetros diarios a pleno sol era de lo más normal. Me llevó una vez a ver a mi madre y otra a ver a los abuelos, pero ellos no parecieron muy entusiasmados de verme después del disgusto que les había dado. Tenían bien presente que cuando me drogaba vivía con ellos.

No me lo podía creer, pero antes de que acabara el verano ya deseaba volver al internado, donde, al menos de vez en cuando, tenía tiempo para mí y mis sueños. Y así, sin ningún cambio destacable aparte de la muerte de la abuela materna; de mi dominio del inglés; de alguna que otra pelea; de mi gran capacidad para leer, aprender y soñar, y las gafas que finalmente tuve que llevar, pasaron casi tres años.

Un día, cuando faltaban pocos meses para que cumpliera catorce años, me llevaron al despacho del director. No sabía qué había hecho mal. Llevaba una temporada tranquila sin provocar incidentes. Los otros me ignoraban y a mí me parecía perfecto, porque no me gustaba aparentar que nos teníamos algún aprecio cuando era evidente que no nos entendíamos. Ellos estaban en un mundo y yo en otro.

Tampoco parecía posible que el director quisiera hablar conmigo sobre mi rendimiento académico. Después de un primer curso nefasto en este aspecto, mis calificaciones habían ido mejorando poco a poco y, en aquellos momentos, me constaba que eran de las mejores de todo el internado.

Cuando entré al despacho el director me esperaba sentado en la butaca orejera. La luz natural que invadía la estancia nunca adquiriría la presencia, cuerpo y luminosidad de la que se filtraba en mi casa. Bueno, en casa de mi padre. Yo añoraba esa luz...

La cosa tenía que ser muy seria, porque la cara del director estaba en tensión, con la frente arrugada y la boca apretada. Sentí un latigazo de miedo que me atravesó de arriba abajo.

—Mr. Martinez, I have terrible news to tell you. Sit down, please —empezó.

Me senté pálido y sudoroso. ¿Qué demonios pasaba?

—I am sorry to inform you that your father has passed away.

Yo continué callado en mi asiento. Estaba pálido, pero ya no sudaba. De repente tenía frío. Temblaba exageradamente y empecé a sufrir convulsiones. No recuerdo nada más.

De nuevo, en la enfermería el doctor Peter estuvo muy atento conmigo. Me mantuvo en observación dos días, para estar seguro de que estaba bien antes de darme el alta. Poco a poco, mientras iba asumiendo lo que había pasado me iban explicando detalles de la muerte de mi padre. Parecía un accidente. Lo encontraron muerto en la piscina de su casa con un golpe en la cabeza, como si se lo hubiera dado al caer del trampolín. A mí me extrañó un poco. Mi padre nunca se había tirado del trampolín delante de mí.

Cuando salí de la enfermería alguien había puesto todas mis pertenencias en la maleta. El director me la dio junto con un billete de avión y una carta para mi familia. Me explicó que mis abuelos habían decidido que volviera a casa. Se despidió de mí con un apretón de manos y aquel fue el final de mi etapa en el internado. Bye bye!

Adaptaciones familiares

Los dos días que había estado en observación fueron la causa de que no llegara a tiempo al entierro de mi padre. De hecho, lo preferí así. Todavía me encontraba bastante trastornado y eso me enfurecía porque el trato con él había sido pésimo y escaso. Más aún durante aquellos tres últimos años. ¿Por qué carajo me sentía así, pues?

Mis abuelos no sabían qué cara poner. Todo aquel asunto les sobrepasaba. Se veía claramente que no estaban convencidos de las posibles causas de la muerte de mi padre, su hijo, el cual, además, había dejado muchas deudas y lo había perdido todo. La policía había cerrado el caso por falta de pruebas y argumentaba que lo más probable era que hubiera resbalado del trampolín y se hubiera dado un golpe en la cabeza al caer. Pero ni en el trampolín ni en el contorno de la piscina se encontró algún indicio de ese posible golpe. Además, la forma de las heridas tampoco coincidía exactamente con las que causaría un borde recto.

Estaba claro que no les hacía ni pizca de gracia la idea de tener que cuidar a un bala perdida como yo. Ya no estaban para muchos trotes. Además, también había una asistenta social incordiando para ver quién se hacía cargo de mí. Era demasiado para ellos y yo mismo les ofrecí una solución.

Podía ir a vivir con mis tíos, Anna y Jordi. Ella era hermana de mi madre. No sé por qué, pero nunca se había llevado bien con mi padre. Decía que mi madre estaba enferma por su culpa. Yo casi no los conocía y no sabía si era una buena o una mala opción, pero no quería hacer más pesada la vida a los abuelos. Ellos eran gente sencilla y ya tenían suficiente. Me ofrecí para hablar por teléfono con los tíos, ya que mis abuelos no sabían por dónde empezar.

—Hola, Anna, soy tu sobrino Álex. Seguramente te sorprenderá que te llame, pero me gustaría hablar con vosotros de un tema importante. ¿Podemos ir a veros este sábado por la tarde? Por favor.

—¿No puedes decirme de qué se trata por teléfono?

—Bueno. Es un tema complicado. Será mejor hablarlo cara a cara.

—Eh... De acuerdo. Nos vemos el sábado. ¿Sabes nuestra dirección? No estoy segura de que tus abuelos la recuerden.

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