Aventuras de Joshua McBorlough y Shaanahayei
Luis Emilio Hernández Agüe
Primera edición. Febrero 2022
© Luis Emilio Hernández Agüe
© Editorial Esqueleto Negro
© Portada Adolfo Navarro Ors, sobre un diseño de Luis E. Hernández y fotografías de Jorge Seri
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ISBN Digital 978-84-124485-2-8
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Una del Oeste… oscuro
En este nuevo libro abandono los castillos, catacumbas, ruinas y cementerios europeos más habituales en muchos de mis cuentos para -sin por ello renunciar a ese siglo XIX en el que estoy tan a gusto- dar un salto geográfico y trasladarme a las llanuras y colinas del Viejo Oeste norteamericano.
Los muertos te acosarán hasta el fin, la historia principal de las páginas que siguen, nació de una propuesta ajena; casi se podría decir que de un reto. En un principio fue un encargo que debía acompañar a un libro de ilustraciones; una historia enmarcada en un subgénero que me era prácticamente nuevo a nivel literario: el weird western, esa variante del fantástico en la que indios y vaqueros se entremezclan con elementos más propios de este último género, tanto en su vertiente de ciencia ficción como en la de terror. Las pautas para esta tarea fueron sencillas: la protagonista debía de ser una chica, tenía que haber zombies, y alguna escena nocturna y tormentosa. Con estas directrices básicas, comencé a abordar una historia con una ambientación y unos personajes algo atípicos en mi obra, aunque -insisto- con bastante libertad a la hora de elaborarla.
Lo que en principio iba a ser un cuento acabó alargándose hasta convertirse en una novela corta y, al malograrse el proyecto del libro de ilustraciones, me decidí a publicar la narración por mi cuenta. Puesto que era muy breve -y también debido al interés que sus personajes suscitaron entre sus primeros lectores, que me pidieron nuevas aventuras suyas- , acabé optando por complementarla con dos cuentos también en clave de western sobrenatural, «El pistolero» y «El caballo negro», los cuales, como descubriréis, guardan cierta relación con la historia que le precede (y que debe leerse antes para comprender dicho vínculo).
A pesar de que tengo varios relatos inéditos confeccionados desde la publicación de El tanque y otras historias olvidadas (2019), mi anterior libro, he preferido no compilarlos aquí porque no los considero temáticamente afines a los incluidos en Praderas malditas, prefiriendo ofrecer así al lector un volumen breve pero más homogéneo.
Poneos las espuelas, armaos con el Winchester, ensillad vuestros caballos y preparaos para viajar por las llanuras y montes de Estados Unidos, pero, cuidado, porque tampoco en esta ocasión os libraréis de las maldiciones, los espíritus acechantes y los parajes tenebrosos.
Os invito a conocer al exsoldado, mercenario, maleante y trampero Joshua McBorlough, pero también a su némesis, la no menos implacable cazadora de forajidos Shaanahayei.
Luis E. Hernández Agüe, octubre de 2021
LOS MUERTOS TE ACOSARÁN HASTA EL FIN
1 – Joshua McBorlough
Chappanokee, Arizona, EE. UU., 1868
Joshua McBorlough tuvo que llegar a la cuarentena para descubrir su verdadera vocación, aquella en la que se sentía finalmente realizado. No disfrutó demasiado los pocos años en los que, siendo un mozalbete recién emigrado de Edimburgo, trabajó como ayudante del herrero del pueblo en el que se instaló en aquella época. También tuvo claro muy pronto que lo suyo no eran ni el arado ni la azada, y solo aguantó en el campo el tiempo suficiente para reunir dinero y abandonar la localidad. El lustro casi completo en el que deambuló por las llanuras conduciendo ganado no le entusiasmó precisamente, pero al menos pudo viajar por un amplísimo territorio del país. Y su breve etapa como minero en el lejano Yukón le pareció aburrida y exasperante. En cuanto pudo, abandonó aquel lugar frío e inhóspito.
Un día descubrió que disfrutaba matando. La cosa empezó casi de casualidad, cuando, en una reyerta, acabó con la vida de un estúpido vaquero que no supo tener la boca cerrada ni la mano quieta. Josh fue más rápido, tuvo menos escrúpulos y no dudó en apretar el gatillo de su Colt. Sintió una extraña satisfacción al terminar con aquel hombre que había sido tan insensato como para retarle. Después decidió que quizá se podía ganar el pan de aquella forma: eliminando a sus congéneres. Trabajó primero como secuaz de un terrateniente tan vil o incluso peor que él, y tras ello fue cazarrecompensas en la costa de California. Pero aquella tarea conllevaba su riesgo, no solo porque tenía que enfrentarse, a veces, a rivales peligrosos y difíciles, sino porque a menudo se veía también perseguido por las autoridades, algunas de las cuales no veían con buenos ojos su profesión, para él tan respetable como cualquier otra.
Entonces llegó la Guerra de Secesión, y a los gobernantes ya no les pareció tan indigno e ilegal que se eliminara al prójimo; al menos, siempre que enarbolara una bandera y un uniforme diferentes. En aquellos años, Joshua campó a sus anchas y alcanzó el grado de teniente, y ni siquiera tuvo reparos en cambiar de bando cuando las cosas se pusieron mal y se le presentó la oportunidad.
Después de la contienda, McBorlough se dio cuenta de que su sed de sangre no se aplacaba, y las guerras apaches fueron la respuesta a ese afán insano. Masacrando a aquellas alimañas de piel roja pudo satisfacer su ansia asesina sin miramientos ni límites, pues le amparaba una vez más el Gobierno de su país, lo hacía dentro de la ley, y con la bendición de sus superiores, eso sin mencionar la paga. Al menos fue así hasta que el presidente Grant lo fastidió algún tiempo después, pero, durante unos pocos años, y gracias a su experiencia militar, Joshua lideró un grupo de voluntarios civiles que realizó misiones para el ejército en diferentes territorios del sudoeste del país…
La incursión para exterminar a los integrantes de aquel pequeño poblado de las montañas fue similar a tantas otras de los últimos años en las que él y sus compañeros habían participado. Al final era simple rutina; un trabajo más, como quien caza conejos o patos. Los apaches raramente eran rivales para Josh y sus hombres, aunque en ocasiones se encontraban con reductos tercos y resistentes que costaban más de lo esperado. No fue el caso de aquel día. Al atardecer, el asentamiento indio no era más que polvo, cenizas y cadáveres.
Parte del grupo de voluntarios se dedicaba ahora a enterrar a los muertos; a los suyos con el debido ritual y con cruces de madera señalando su lugar de reposo definitivo; a los enemigos, en varias fosas comunes que se vieron obligados a excavar por orden de sus superiores, que quizá sepultando a todas aquellas víctimas pretendían ocultar sus inhumanas acciones.
Gracias a su mayor rango y veteranía, Josh estaba exento de aquella labor agotadora. Eso se lo dejaba a los novatos. Él decidió echar un vistazo por las cercanías para asegurarse, como tantas otras veces, de que no quedaban cabos sueltos ni se escapaba ningún indio de la matanza. La experiencia le había enseñado que muchos de ellos huían o se escondían por los alrededores cuando su grupo llegaba a los poblados. Esta vez no fue distinto, y al curtido explorador y asesino apenas le sorprendió ver salir de entre los matorrales a una mujer nativa que emprendió una carrera desesperada para evitar su fin. Joshua pudo haberle disparado desde la distancia. No hubiera fallado. Pero decidió divertirse. Además, pensó que podía sacarle provecho a aquella ocasión. Aunque las indias estaban sucias y malolientes, algunas de ellas les permitían a él y a sus compañeros resarcirse; breves momentos de solaz; un pequeño pago por su ardua labor, algo así como «el descanso del guerrero».
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