Luis Emilio Hernández Agüe - Praderas malditas

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EE.UU., 1888
Nacida de un imposible, fruto de un maleficio, concebida y gestada en el vientre de un cadáver, poseída a su pesar por el espíritu de su madre —lo que le confiere habilidades extraordinarias, pero también muy peligrosas—, Shaanahayei ha dedicado su corta vida a buscar al causante de su maldición: el despiadado y sanguinario Joshua McBorlough, un exsoldado, aventurero y maleante que en la actualidad vive semirrecluido en las cercanías de un pequeño pueblo montañés.
Por fin, después de ocho años, la joven mestiza da con el objeto de su búsqueda y le hace prisionero. En su incómoda compañía deberá ahora emprender un largo viaje hasta Arizona, donde todo empezó, con el propósito de poner fin a la maldición, pero el trayecto no será fácil ni placentero: además de todos los peligros habituales del Salvaje Oeste, Shaanahayei descubrirá también que la mera presencia de McBorlough hace revivir a los muertos por donde quiera que este pase, otra consecuencia más del conjuro que su madre le lanzó al mercenario, y que él intentará aprovechar en su ventaja para librarse de su captora.
Además de la novela corta Los muertos te acosarán hasta el fin, la antología Praderas malditas se complementa con otros dos cuentos también en clave de weird western y protagonizados por los mismos personajes, «El pistolero» y «El caballo negro».

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4 – La maldición

En realidad, la maldición tardó varios días en manifestarse, pero, cuando llegó, lo hizo con tal vehemencia que ni siquiera a una persona con tan poca imaginación como Joshua McBorlough le pudo caber alguna duda sobre su certeza. Los acontecimientos que se sucedieron rápidamente durante aquella jornada pronto le hicieron darse cuenta de que las amenazas de aquella mujer que había asesinado en Chappanokee no habían sido en vano ni gratuitas: las fuerzas de la oscuridad habían sido invocadas de alguna manera en torno a él y, como comprobaría en los meses y años venideros, todo parecía indicar que lo habían hecho de por vida, pues McBorlough no tardaría en cerciorarse de que el insólito fenómeno que se dio aquella tarde se repetiría por donde quisiera que él fuera y hubiese cadáveres cerca, incluso aunque llevasen enterrados mucho tiempo.

Aquella tarea que llegaba a su fin parecía una más, exactamente igual a las de los días anteriores: Josh y su contingente de voluntarios se habían ocupado de un grupo de apaches que se había refugiado de ellos en una colina. Se resistieron un tanto, pero solo fue cuestión de paciencia. Al final, el armamento superior de los blancos se impuso sobre la supuesta mejor posición estratégica de los nativos. La tarde, una vez más, acabó con todos estos acribillados, apuñalados o muertos a golpes. Se amontonaron los cuerpos en la misma cima de la colina para proceder a quemarlos.

McBorlough se acercó a Stewart, su lugarteniente, con el fin de darle unas últimas instrucciones antes de que partieran. Él y otro hombre, un joven recién reclutado, habían estado acumulando algunos matojos junto a la pira para que esta prendiera mejor, y el muchacho había encendido la tea que iniciaría el fuego que borraría de la faz de la tierra la atrocidad llevada a cabo aquel día por los milicianos.

—Stew… —le llamó McBorlough—, recuerda que…

La mirada del oficial pasó del rostro de Stewart a algo a pocos pasos a espaldas de este: la mano de uno de los indios amontonados en la pira se había movido.

—¡Malditos inútiles! —se quejó el teniente—. ¡Habéis dejado a uno vivo!

Pero, cuando enarboló su rifle para propinar el tiro de gracia a aquella supuesta víctima sin eliminar, vio que esta comenzaba a moverse con más vigor y, al momento, otro de los que creía cadáveres comenzó a agitarse también, seguido en cuestión de segundos por varios más.

El espectáculo que se representó en menos de un par de minutos ante los tres hombres les dejó momentáneamente helados y sin habla. A Stewart se le erizó el pelo de la nuca, y al chico casi se le cayó la tea de la mano. No es difícil entender que no dieran crédito a sus ojos y que tardaran más de lo normal en reaccionar: todos aquellos indios e indias que habían matado esa misma tarde, incluso los niños, estaban cobrando vida, saliendo del tétrico cúmulo en el que habían sido amontonados —unos por su propio pie, otros rodando y cayendo desde varias alturas para luego incorporarse con torpeza, muchos tropezando y volviéndose a levantar una y otra vez— y dirigiéndose amenazadores hacia los tres hombres. Los orificios de las balas, en muchos casos con la sangre aún fresca, se podían observar a primera vista en casi todos ellos; a algunos incluso les faltaba algún miembro que les había sido cercenado durante el combate o por puro ensañamiento, una vez fueron presos y reducidos. Estos últimos se acercaban desprovistos de uno o ambos brazos, o se arrastraban con ellos si habían perdido sus piernas, con sus mandíbulas descolgadas grotescamente en algunos casos, o con sus cabezas pendiendo de manera desagradable en otros, pues los cuellos de varios de aquellos infortunados habían acabado rotos o medio rebanados al ser atacados, o después, al ser arrojados sus cuerpos sin miramiento a la pira…

Qué poderes se habían conjurado para hacer posible aquella escena sobrenatural o qué infierno se había abierto para que todos aquellos apaches muertos se levantaran de nuevo y volvieran de él, Joshua no acertaba a adivinarlo en ese primer momento, pero su tenaz instinto de supervivencia y sus muchos años en diferentes campos de batalla le sirvieron muy bien a la hora de defenderse de aquella impensable amenaza: rápidamente apuntó al revivido que estaba más cerca de él y de sus hombres y le acertó de lleno en el cráneo. Sin embargo, no tardó en comprobar que esto apenas lograba retrasar un instante el lento pero implacable avance del cadáver. El indio se aproximó hasta el más joven de los voluntarios, paralizado por el miedo e incapaz de reaccionar, y le mordió en el cuello. El muchacho apenas tuvo tiempo de gritar o quejarse por el dolor cuando la sangre comenzó a manar de su yugular, y poco después cayó moribundo al suelo. Stewart intentó socorrerlo pero, al ver que otros cadáveres se le acercaban, dio unos pasos atrás y comenzó a dispararles, uniéndose en la tarea a McBorlough. Las balas gastadas lo fueron en balde: pronto ambos soldados comprobaron que no servían de nada contra aquel enemigo extraordinario: ni en la cabeza, ni en el pecho, ni en el estómago… ningún tiro frenaba a aquella horda espantosa en la que se estaba constituyendo lo que fuera el montón de cuerpos de los indios masacrados.

Mientras varios de los voluntarios de los alrededores se aproximaban, alertados por los disparos, Joshua se acercó hasta donde estaba el joven que había sido el primer objetivo de aquellas criaturas y recogió la antorcha que aquel portara. La acercó acto seguido a un par de ellas, prendiendo sus andrajosas y sucias ropas, pero ni esto las paró: continuaron avanzando envueltas en llamas e indiferentes a estas, a pesar de que el fuego consumía su carne y sus órganos.

El teniente, tan perspicaz como osado, tuvo entonces la idea de darle una fuerte patada en la rodilla a uno de los nativos que ardían. Consiguió romperle la rótula, lo que hizo que cayera al suelo. A otro cadáver andante que tenía más cerca le golpeó con la culata de su Winchester en la nuez, destrozándole el cuello y haciendo que su cabeza quedara colgada del modo más inverosímil. Pero era obvio que nada de aquello detenía definitivamente a los resucitados.

—¡Las piernas! ¡Rompedles las piernas! —ordenó Josh, en cuyo cerebro había brillado una idea, a los hombres que se iban congregando.

No todos ellos se atrevieron a seguir sus órdenes y sus acciones, pero Stewart y algunos otros sí que lo hicieron. Con los rifles, con machetes o con meras estacas, golpearon a los atacantes en diferentes articulaciones hasta privarles prácticamente de cualquier posible movimiento. Solo entonces, cuando quedaron postrados en el suelo indefensos, les pudieron pisotear una y otra vez hasta dejarlos hechos pulpa y trizas. Aquello tampoco bastó para detener a los resucitados, cuyos brazos y piernas seguían contoneándose sobre la hierba como extrañas serpientes o repulsivos gusanos. El grupo de voluntarios, admirado por la capacidad de improvisación de su líder y de su valentía ante la inaudita y diabólica amenaza, fijó sus miradas en él, requiriéndole así nuevas instrucciones. McBorlough compuso una nueva antorcha y comenzó a prender los cadáveres, y en cuestión de minutos, la situación pareció dominada.

La idea era ahora enterrar todos aquellos restos —algunos aun moviéndose— en varios hoyos que se proponían improvisar, pero a los milicianos aún les quedaba un postrero horror que contemplar; uno para el que no estaban preparados ni siquiera después de todo lo acaecido en los últimos instantes: cuando el sargento Stewart fue a asegurarse de que el muchacho al que habían agredido aquellos engendros estaba definitivamente muerto, este comenzó a moverse ante los sorprendidos ojos del suboficial, quien en un primer momento llegó a considerar que aquel subordinado suyo solo había quedado malherido e inconsciente por el ataque. La mente de McBorlough fue más rápida que la de Stewart a la hora de llegar a otra conclusión mucho más horripilante, pero su grito de advertencia al sargento llegó demasiado tarde, ya que este no consiguió hacerse cargo de la situación y reaccionar a tiempo. Solo cuando el muchacho, alzándose sin vida, le mordió en el muslo, se dio cuenta de la verdad. Con la ayuda del teniente y otros hombres, pronto se hubo deshecho del que ahora descubría era también un muerto redivivo, al igual que todos aquellos nativos de los que habían dado buena cuenta por segunda vez.

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