Sin embargo, el programa estético de una apertura radicalizada del significado de las obras no se restringe de ningún modo al simbolismo, pues no solo es característica también de otras obras capitales de la modernidad literaria –como por ejemplo la de Franz Kafka o la de James Joyce–, sino que determina nuestro concepto de la modernidad estética en su conjunto. Tan diferentes como puedan ser las artes y, desde luego, las obras individuales, todo arte enfáticamente moderno tiene en común, según Eco, el hecho de presentar un cosmos finito que parece, no obstante, infinito en cuanto a sus posibilidades de interpretación (71). Nos enfrentamos a un arte que «se plantea intencionadamente abierto a la libre reacción del que va a gozar de él» (ibíd.). A su vez, Eco ve manifestarse en lo estético una ulterior autocomprensión cultural, «puesto que se ha sustituido un mundo ordenado de acuerdo con leyes universalmente reconocidas por un mundo fundado en la ambigüedad, tanto en el sentido negativo de una falta de centros de orientación como en el sentido positivo de una continua revisión de los valores y las certezas» (71). Si la experiencia de un mundo ambiguo ha de ser interpretada más bien como una crisis o como una promesa es algo que para Eco no reviste mayor interés (83). Lo que únicamente le interesa al autor es que esta experiencia fundamental para la modernidad se pone de manifiesto no solo en los modelos de pensamiento científico, sino también en el arte –y precisamente en la forma de una poética de la obra de arte abierta–.
Con todo, a partir de esta definición general de la obra de arte abierta aún no han sido caracterizadas suficientemente las obras de arte más novedosas, esas obras estrictamente abiertas que, en un sentido concreto, se consuman solo en la interpretación. Para ello Eco introduce una nueva categoría, a fin de designar aquellas obras de arte que adquieren una nueva forma en cada una de sus realizaciones: «obras en movimiento» (75). A diferencia de las obras de arte de significado abierto, tales trabajos exigen no solo la actividad mental de parte del intérprete, sino además la colaboración práctica de este en su conformación. Al parecer, aquí el intérprete se involucra en el hacer de la obra de arte (ibíd.); es, en cierto sentido, parte del proceso de su producción.
No obstante, los ejemplos que Eco ofrece siguiendo esta definición de «obras en movimiento» son desconcertantemente disímiles, ya que entre ellos se incluyen no solo los trabajos interactivos en el más amplio sentido del término –esto es, aquellos que de hecho provocan una intervención concreta-práctica en su espectador y, en virtud de esta intervención, adquieren rostros siempre distintos–, sino también, por ejemplo, las obras Mobiles de Alexander Calder, las cuales, en cuanto objetos cinéticos, están en sí mismas –y en un sentido literal– tendencialmente en movimiento, adoptando así aspectos siempre nuevos sin requerir para ello de la colaboración del espectador. Aún más sorprendente que el cortocircuito conceptual entre el término «obra en movimiento» y el arte efectivamente moviente –término aquel elegido quizá de manera no del todo feliz pero, en cualquier caso, introducido en un sentido totalmente distinto al de este– es tal vez el hecho de que Eco, a los efectos de ilustrar el concepto de «obra en movimiento», mencione ejemplos tomados del ámbito del diseño de interiores (paredes movibles) y del diseño industrial (lámparas adaptables, sillones ergonómicos, etc.). El impacto de la conciencia moderna acerca de la mutabilidad de todo lo preestablecido evidentemente se refleja no solo en el arte, sino también en el diseño flexible de artículos de uso cotidiano, y sin lugar a duda existen también (sobre todo bajo el signo del arte contemporáneo) fenómenos de transición entre el arte y el diseño. Sin embargo, es en extremo dudoso que la diferenciación conceptual entre uno y otro ámbito simplemente haya de ser abandonada –después de todo, incluso en vista de esos fenómenos de transición uno debería todavía poder especificar los polos que allí se abren el uno al otro–. Ahora bien, una marcada diferencia entre arte y diseño se insinúa precisamente –e irónicamente– en vista de aquella conexión sistemática que Eco había subrayado antes en referencia a la obra de arte abierta de la modernidad. En verdad, también la lámpara adaptable puede en cierto sentido mostrar su adaptabilidad, y la pared movible demuestra su flexibilidad también allí donde permanece atada a un uso puntual durante un periodo de tiempo prolongado. Pero, aun así, en su respectivo uso se le confiere al objeto en cuestión un sentido específico que lo determina considerablemente. A pesar de toda la flexibilidad en su forma, el sillón sigue siendo un sillón, cuyo sentido está establecido en gran medida por el uso que habitualmente hacemos de los sillones, incluso si ahora, de acuerdo con la situación, podemos elegir entre diversas formas de sentarnos o acostarnos. En cambio, en la experiencia del arte se trata –así lo había señalado el propio Eco en conexión con la obra de arte de significado abierto– de que, con la libertad de su interpretación, el intérprete experimente al mismo tiempo una potencialidad semántica de la obra de arte que es por principio inagotable .
También en este contexto se trata no meramente de una diferencia cuantitativa, sino más bien cualitativa: a diferencia del objeto de uso, por más flexible que sea, la obra de arte moderna está determinada de principio a fin por su –tal como lo formula Adorno– «carácter enigmático», 7 por el hecho de sustraerse a toda determinación unívoca y, por tanto, a toda finalidad. Las obras de arte son cosas, escribe Adorno, «que no sabemos qué son». 8 En la medida en que, como Eco aclara en varios pasajes de su texto, la «obra en movimiento» debe entenderse como la ulterior radicalización de la tendencia estética, impulsada ya por la obra de arte de significado abierto de la modernidad, hacia la indeterminación, está atravesada por una tensión que no es comparable ni siquiera con la que es propia del más multiforme objeto de uso cotidiano –precisamente porque en sí mismo, es decir, en cuanto objeto de uso, 9 este no posee ningún carácter enigmático–, 10 pues la «obra en movimiento» invita a ser concretada en un acto de interpretación, para a su vez volver a remitir cada una de estas interpretaciones a su propia contingencia. Justamente por eso en cada una de las interpretaciones particulares o realizaciones sigue estando presente la experiencia de la inagotabilidad de la obra.
De modo que no es casual que el ejemplo que el propio Eco discute más en detalle enfatice precisamente esta experiencia –y, con ello, renueve también la cercanía conceptual entre las obras de arte modernas de significado abierto y las más recientes «obras en movimiento»–. En lugar de un ejemplo contemporáneo, Eco elige en este contexto, significativamente, una «anticipación» de la «obra en movimiento» que, entretanto, se ha vuelto clásica (76): el así llamado Livre de Mallarmé –una obra que Mallarmé nunca concluyó, pero de la que existen esbozos–. Habría de tratarse de un libro que no empieza ni termina en ninguna parte, una miríada de textos desperdigados en fascículos individuales, cuyas hojas a su vez móviles y recombinables pueden colocarse en constelaciones siempre nuevas. Cada oración o cada palabra en una de las páginas podría ser conectada sugestivamente con todas las otras oraciones o palabras, de modo que se abran contextos de sentido siempre nuevos, pero sin privilegiar –y esto es decisivo– una de las posibilidades de la producción de estos contextos de sentido en detrimento de las otras: ninguna ejecución de una obra coincide con una definición «última» de ella, cada ejecución realiza la obra, pero ninguna la «agota». «Cada ejecución [...] nos da la obra de un modo completo y satisfactorio, pero al mismo tiempo nos la da incompleta, puesto que no nos da la totalidad de las formas que la obra podría adoptar» (81).
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