A continuación, a partir de dos textos especialmente influyentes –«La poética de la obra de arte abierta», 2 de Umberto Eco (apartado 1.1) y el ensayo de Rüdiger Bubner «Sobre algunas condiciones de la estética actual», 3 pionero en cuanto al giro teórico hacia la experiencia en la estética filosófica (apartado 1.2)–, se intentará arrojar luz sobre esta conexión. Aunque una gran parte de la discusión teórica sobre la experiencia que tuvo lugar en la filosofía –siguiendo el planteamiento de Bubner– se concentró en la pregunta de cómo ha de ser concebida más precisamente la estructura de la experiencia estética, la pregunta teórico-artística por el objeto de esta experiencia, entretanto, ha sido relegada a tal punto que la correspondiente discusión podría sugerir tanto la extrañeza frente al arte como la falsa alternativa entre una «estética de la recepción» y una «estética de la producción». Con todo, ambos textos clásicos de la discusión filosófica – Obra abierta , de Eco, fue publicado originalmente en 1962, y «Sobre algunas condiciones de la estética actual», de Bubner, en 1973– dan cuenta, precisamente en su complementariedad, de una estrecha conexión entre la reflexión en términos de teoría del arte y la reflexión en términos de teoría de la experiencia, una conexión que es instructiva para la teoría del arte contemporáneo incluso allí donde no se hace referencia explícitamente a estos textos.
1.1 LA OBRA DE ARTE ABIERTA
¿Qué es una obra de arte abierta? La expresión, tal como señala el propio Umberto Eco, es inexacta (Eco, p. 66). Es decir, en cierto sentido toda obra podría ser denominada «abierta», pues también la obra de arte orgánica, formalmente cerrada en sí, puede ser vista e interpretada interminablemente desde muchas perspectivas, sin que por ello deje de ser idéntica a sí misma. Y en general consideramos justamente esto como una cualidad específica de las obras de arte. Sin embargo, las producciones artísticas que Eco se propone describir a comienzos de los años sesenta son abiertas en un sentido muy concreto. Se presentan como «obras “no acabadas”, que el autor parece entregar al intérprete más o menos como las piezas de un mecano, desinteresándose aparentemente de adónde irán a parar las cosas» (ibíd.). Según este diagnóstico, por tanto, una obra de arte ha de denominarse abierta cuando se realiza concretamente solo por medio de la intervención de un intérprete. Así, por ejemplo –este es uno de los ejemplos que da Eco (63)–, al intérprete de la obra Klavierstück XI , de Karlheinz Stockhausen, se le permite la libre elección del orden en que montará las frases musicales, las cuales se disponen en una única y gran hoja de tal manera que no es posible extraer de ella ninguna indicación en cuanto a la secuencia correcta. No obstante, si pensamos en notaciones gráficas como las desarrolladas por Earle Browne ( Four Systems ), Roman Haubenstock-Ramati ( Graphic Music ) o Cornelius Cardew ( Treatise ), Klavierstück XI de Stockhausen parece ser todavía relativamente poco abierta. Mientras que esta obra meramente deja al intérprete la libre decisión sobre el orden de frases por lo demás escritas de manera tradicional, y por tanto en gran medida fijadas de antemano, en aquellas ha de interpretarse incluso la configuración misma de las frases. Por medio de tales formas –gráficas– de notación, se expande radicalmente esa «zona de indeterminación» 4 que existe siempre entre la obra musical como (pre-)inscripción 5 y su interpretación en la ejecución, y a un punto tal que de la notación ya no puede ni debe obtenerse eso que según Nelson Goodman es precisamente su función principal: identificar una obra de interpretación a interpretación. 6 En lugar de ello, la obra se configura solo a través de la interpretación, y eso quiere decir: se realiza de nuevo una y otra vez, pero siempre de manera singular, en la relación entre la notación (gráfica) abierta y la interpretación concreta. Así, por ejemplo, de la obra Treatise , de Cardew, existen muy diferentes grabaciones, ninguna de las cuales parece tener mucho que ver con las otras.
Tan cierto como que estas dos formas de hablar –la del discurso sistemático-metafórico de la apertura de la obra de arte en el sentido general de su significado abierto y la del discurso diagnóstico-literal de la apertura de la obra de arte más novedosa en el sentido de su nocompletitud concreta– han de diferenciarse una de otra es que, por otro lado, ha de tomarse en serio el hecho de que están estrechamente conectadas entre sí. En definitiva, según Eco, en ambas se reconoce la instancia del intérprete como factor significativo en la vida de una obra de arte. Es decir, también el discurso del significado abierto de la obra de arte implica ya el desarrollo de una sensibilidad en cuanto al hecho de que aquella no requiere solo de un creador que la produzca, sino también de los continuos actos de su correspondiente interpretación que la abran una y otra vez y, así, la mantengan viva en la historia de su recepción.
Así, las nuevas obras de arte abiertas en cierto sentido meramente hacen explícito, según Eco, algo que ya era válido también para las obras cerradas. Toda obra de arte, ya sea formalmente cerrada o no, exige «una respuesta libre e inventiva» (66) de parte de su público, pues solo los logros interpretativos de sus espectadores, oyentes o lectores pueden en última instancia vivificarla y liberarla en sus cualidades estéticas. Sin embargo, con las obras de arte explícitamente abiertas se enfatiza en la propia obra la conciencia acerca de la función constitutiva de la subjetividad interpretante para el ser de las obras. Esta conciencia se convierte en un principio formal.
Entretanto, lo que en este contexto se refleja es una autocomprensión y una comprensión del mundo específicamente moderna. Si bien, como constata Eco (67), a los antiguos no se les escapaba el hecho de que en la recepción de una obra de arte siempre hay en juego una participación subjetiva, ni en la Antigüedad ni en sus secuelas iniciales condujo ello a que esa parte fuera explícitamente reconocida y promovida mediante la forma de las obras. Durante mucho tiempo se hizo más bien todo lo posible para controlar esta participación. Se encontraron medios y mecanismos tendientes a refrenar el margen para la interpretación. De modo que, según Eco, incluso la obra de arte alegórica de la Edad Media, por caso, solo en un sentido muy restringido puede considerarse como una obra de significado abierto, puesto que únicamente admite un conjunto manejable de significados fijos. Todavía no se puede hablar aquí de un reconocimiento de la libertad de interpretación. Este reconocimiento constituye, en cambio, el centro de la obra de arte moderna y (en cuanto a su significado) abierta. De acuerdo con ello, no se trata meramente de que para el intérprete estén abiertas solo un par de posibilidades cuantificables, o bien una cantidad infinita de posibilidades de interpretación: no se trata de una cuestión cuantitativa, sino más bien cualitativa, esto es, de toda una «imagen del mundo» (69).
La evolución, esbozada a grandes rasgos, hacia la obra de arte de significado abierto comienza para Eco en el Barroco –y, en efecto, no solo porque el carácter dinámico, en permanente cambio, de las formas barrocas exija de cada espectador que quiera entenderlas una cierta agilidad y actividad, en ocasiones física, pero ante todo mental, sino también porque «aquí [en la época del Barroco], por vez primera, el hombre se sustrae a la costumbre del canon [...] y se encuentra, tanto en el arte como en la ciencia, frente a un mundo en movimiento que requiere de él actos de invención» (ibíd.)–. La poética barroca refleja esto en una concepción del arte según la cual la obra ya no se entiende en su orden y significado evidente, sino que ha de desplegarse como «un misterio que investigar, una tarea que perseguir, un estímulo a la vivacidad de la imaginación» (ibíd.). Así pues, para Eco, por mucho que ya en el Barroco comience a despuntar la sensibilidad estético-cultural de la modernidad, todavía eran necesarios estadios de desarrollo ulteriores «entre clasicismo e iluminismo» (ibíd.), según resume el autor, en cuyo decurso se conformara el concepto de «poesía pura» que establece ya de una manera central la ambigüedad de la obra de arte y el juego de asociaciones liberado por ella, antes de que, finalmente, con la corriente literaria del simbolismo surgida hacia finales del siglo xix en Francia, se articulara «por primera vez una poética consciente de la obra “abierta”» (70). Los representantes de esta poética –Eco menciona a Paul Verlaine y Stéphane Mallarmé–evitan de manera expresa suscitar la impresión de univocidad, trabajando en pos de conferir a cada término un «halo de indefinido» y «preñarlo de mil sugerencias diversas» (ibíd.).
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