Sin duda, este cambio radical es decisivo para la contraposición entre el arte contemporáneo y el arte moderno, puesto que aquí la teoría modernista-de posguerra del arte asociada al concepto de alto modernismo llega explícitamente a un límite, en última instancia por lo que respecta a sus conceptos de progreso y de historia. De manera análoga, el diagnóstico de la posthistoria también debe ser entendido como el indicador de una transformación indudablemente profunda. No obstante, esta transformación aparece bajo una luz completamente distinta cuando, en términos de la teoría del arte, nos apartamos del diagnóstico cultural-pesimista para enfocarnos en una nueva orientación, no menos profunda, en la estética filosófica. De acuerdo con la teoría estética que es relevante en este contexto –puesto que también se articuló en reacción a los correspondientes desarrollos en el arte–, estamos ante una situación que no significa el fin del arte y de su historia, sino solo el fin de una determinada teoría del arte o estética, junto con su modelo unidimensional del progreso y de la evolución histórica. 15
El hecho de que desde los años sesenta el arte ya no se deje encasillar en las historias evolutivas de los géneros artísticos tradicionales, y de que las obras desdiferenciadas ya no se presenten en absoluto como algo determinado objetivamente, sino que debido a su forma abierta más bien remitan insistentemente a su devenir constituido a través de interpretaciones, lecturas y apropiaciones que entran en conflicto entre sí, aparece en esta perspectiva menos como el síntoma de un olvido general de la historia que como la manifestación de una comprensión adecuada de la historicidad del arte. En efecto, ya una mirada superficial a la historia de la recepción de una obra cualquiera, atravesada por coyunturas, pérdidas de tensión, periodos de latencia y redescubrimientos, muestra que la vida histórica de la obra no cumple el papel que a ella quisiera asignársele por parte de una historia del progreso. Las experiencias históricamente cambiantes también abren una y otra vez las obras en cuanto a su potencial de innovación y, a la inversa, la falta de tales aperturas hace que las obras se hundan en la insignificancia. Por lo demás, en ello se muestra también que la contemporaneidad no constituye una cualidad añadida cualquiera que las obras de arte pueden o no poseer, sino que es esencial para su concepto. Todo arte significativo, todo arte en sentido enfático, es contemporáneo. El arte tiene importancia para el presente.
A su vez, esto tiene consecuencias para la discusión del canon. En lugar de partir de la validez transhistórica de las grandes obras, ahora sale a la luz el hecho de que tal grandeza está ella misma configurada históricamente, es decir, en y por medio de la historia de sus sucesivas reaperturas en los respectivos contextos contemporáneos. Lo cual también significa que el canon está a disposición, o en cualquier caso puede por principio estar a disposición en todo momento, y que tenemos que representárnoslo en términos dinámicos. Los múltiples redescubrimientos de los y las artistas, o de obras de arte del pasado a través de los protagonistas del arte contemporáneo, tampoco serían –al menos no tomados en su conjunto– la expresión de un mero gusto subjetivo por lo retro que incorpora el material de ese pasado con el propósito de la distinción individual, sino que más bien dan cuenta de una compleja comprensión de la historia (del arte). Y ciertamente no es desacertado ver allí, además, una corrección en la comprensión de la propia modernidad. Si bien en ocasiones parece como si para la modernidad, en el marco de la conformación de la teoría modernista, hubiera solo una única dirección temporal –hacia adelante–, ella está de hecho marcada (y sobre esto ha llamado la atención Jacques Rancière) al menos en igual medida por las novedosas reapropiaciones de la tradición. Se comprendería inadecuadamente la moderna «tradición de lo nuevo» si se ignorara la «novedad de la tradición» que la acompaña. 16
Bajo el signo de un enfrentamiento en cuanto a la comprensión de la modernidad, la historia y el progreso, se plantea también el umbral más reciente que se asocia al concepto de arte contemporáneo: 1989. En términos geopolíticos, esta fecha representa el final de la Guerra Fría y el comienzo de la llamada «globalización», con cuyo nombre se identifica, por un lado, la aplicación consumada de un capitalismo que opera de una manera igualmente global y neoliberal-desregulada, pero, por otro lado, una nueva atención hacia las cuestiones del poscolonialismo. Con respecto a su desarrollo en el arte, este segundo aspecto estuvo acompañado de una crítica adicional a las narrativas modernistas del progreso: lo problemático era ahora la reducción de estas a lo que la crítica denominó, tan polémica como acertadamente, «arte de la otan». 17 Si se trata aquí de una reflexión crítica en torno a la pretensión universalista de la modernidad occidental bajo el signo de múltiples modernidades, del reconocimiento de genealogías que se penetran unas a otras y de complejas relaciones de transmisión, entonces la investigación de todo esto también está, en última instancia, al servicio de una comprensión de la actualidad que precisamente no la representa como una actualidad sin lugar y sin tiempo, sino que más bien la visualiza en sus respectivas especificidades geográficas, culturales e históricas.
Así pues, ninguna de las tres fechas mencionadas documenta la salida de la historia por parte del arte contemporáneo –como si los y las artistas quisieran hoy en día eludir la pregunta, existencial por antonomasia, de qué es el progreso–. Tales fechas representan más bien una forma alternativa para repensar esta pregunta, una forma que implica ya no seguir asociando el progreso necesariamente con la imaginería de la evolución lineal. 18 Sin embargo, en la medida en que este replanteamiento no se realiza solo en confrontación crítica con los modelos modernos de la historia y del progreso, sino que al mismo tiempo está ligado al potencial ilustrador de la modernidad, puede entenderse también como un autorrebasamiento y una autosuperación de la modernidad . Esto se evidencia en particular y de manera significativa en el más reciente de los desarrollos en el arte contemporáneo, pues frente a modernidades que se despliegan de modos globalmente asincrónicos y localmente específicos se plantea la pregunta por aquello que las conecta entre sí. En otros términos, es precisamente esta desdiferenciación, la desdiferenciación de la propia modernidad, la que empuja una vez más a la pregunta por el concepto de modernidad. El arte contemporáneo avanzado, por tanto, claramente no se refiere a la modernidad como si su proyecto hubiera concluido; no ha «terminado» con este proyecto, en el sentido de que todo lo que está asociado a él habría de ser dejado atrás. La contemporaneidad del arte contemporáneo parece ser más bien la de una modernidad que se transforma autocríticamente a sí misma y que, por tanto, ha de considerarse como esencialmente incompleta.
Esto también viene sugerido por el hecho de que la tesis de la ruptura es insuficiente incluso en cuanto a la relación que el arte desdiferenciado de la actualidad mantiene con la estética modernista-de posguerra. Así, por ejemplo, el avance hacia formas de obra abiertas puede interpretarse enteramente como consecuencia de la presión interna a la cual ya estaba sometida su forma cerrada, bajo el influjo de una estética de lo sublime que acentuaba el trabajo negativo de lo in-forme. Se podrían reconstruir otras conexiones de este tipo. El hecho de que algunas colecciones o documentos encabezados con el nombre de arte contemporáneo también incluyan obras pertenecientes al alto modernismo de los años cincuenta, y que, a la inversa, instituciones que se presentan bajo la denominación de arte moderno –como por ejemplo el Museo de Arte Moderno de Fráncfort (mmk)– sean conocidas como lugares en los que están representadas las posiciones actuales del arte contemporáneo, puede contar como un indicio adicional de que la tensión que el concepto de arte contemporáneo mantiene con el concepto de arte moderno ha de ser entendida no en el sentido de una ruptura absoluta, sino más bien en el de una confrontación crítica con el proyecto de la modernidad, solo a través de la cual puede conservar su fidelidad a este proyecto.
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