Juliane Rebentisch - Teorías del arte contemporáneo

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El arte contemporáneo goza de actualidad. Apenas hay ciudad que no tenga un centro dedicado a él. Existen multitud de cátedras y proyectos de investigación destinados a estudiarlo. Pero ¿qué significa exactamente el concepto de arte contemporáneo y a qué contemporaneidad hace referencia? Con este libro, Juliane Rebentisch se propone introducir, desde una teoría del arte entendida como proyecto crítico, un debate aún en curso sobre cuestiones que son fundamentales tanto a nivel teórico-artístico como estético. Sirviéndose de herramientas teóricas que provienen de la filosofía, de las disciplinas particulares de la ciencia del arte, de la crítica, de los curadores y de los artistas, su objetivo es contribuir al desarrollo de un concepto normativo del arte contemporáneo.

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Ahora bien, se puede discutir la afirmación de que en el mundo del arte contemporáneo exista todo esto: eclecticismo vacuo, olvido de la historia, indiferencia, tedio. No obstante, la pregunta es si a partir de estos fenómenos debería derivarse concluyentemente el todo. Entretanto, ha llegado a ser casi algo bueno distanciarse críticamente del concepto de arte contemporáneo –ya sea que, a fin de expresar la propia honestidad frente a la sospecha, uno simplemente se atenga al curso de las coyunturas actuales, ya sea que se experimente una cierta insuficiencia ante un concepto que, tal como el sinónimo ampliamente utilizado de «arte de la actualidad», 6 de contemporary art , ya no parece saber de ningún más allá y, por tanto, debe suscitar en la inteligencia crítica el deseo de dejarlo de lado–. Así, se organizan simposios con títulos como Beyond What Was Contemporary Art 7 a fin de indicar que la fase supuestamente ahistórica del arte contemporáneo constituye en sí solo un episodio histórico al cual le puede seguir otro. Sin embargo, es sintomático el hecho de que la crítica a la ahistoricidad del arte contemporáneo sea formulada preferentemente por los propios actores del mundo del arte contemporáneo, pues ello permite inferir que el diagnóstico de la posthistoria no puede expresar la verdad toda sobre el arte contemporáneo. Pero, de ser así, esto debe implicar también que las intervenciones significativas del arte contemporáneo en contra del diagnóstico cultural-pesimista pueden interpretarse a su vez de una manera completamente distinta. En efecto, existen razones para no precipitarnos aquí a tirar el agua de la bañera con el niño dentro. ¿Qué sucedería si la impugnación de la programática moderna por parte del arte contemporáneo fuera entendida menos como una salida de la historia que como un viraje crítico y fundamentado frente a determinados aspectos de la modernidad? Si seguimos esta intuición, el concepto de arte contemporáneo sin duda pierde de inmediato su sentido problemáticamente neutral y se vuelve legible en términos normativos, esto es, en cuanto una figura del progreso en la conciencia crítica del contenido de la modernidad.

Desde luego, una comprensión adecuada del arte contemporáneo no puede darse por satisfecha con el registro empírico de lo supuestamente dado, sino que debe ser incluso decididamente antiempírica. Calificar algo como «arte contemporáneo» quiere decir entonces singularizarlo en términos normativos y, por cierto, no en menor medida en lo que respecta a la confrontación crítica puesta de manifiesto en él con los modelos de interpretación que están a disposición para caracterizar la propia época. El sentido plenamente normativo del concepto de arte contemporáneo consiste en que ha de hacer actual su actualidad histórica. Por consiguiente, ser contemporáneo significa –tanto para aquellos que producen arte como para quienes intentan conceptualizar el arte de su tiempo– mucho más que el mero participar en el tiempo cronológico. De Boris Groys proviene la bella idea de que el contemporáneo, como todo buen correligionario, 8 compañero o camarada, debería ayudar al propio tiempo cuando las cosas se ponen difíciles –cuando, por ejemplo, el tiempo es percibido como algo improductivo, atrapado en la viscosa inmanencia, como algo indiferente y sin sentido–. 9 Ser fiel de esta manera al propio tiempo, ser un buen compañero o una buena compañera, significa principalmente introducir ciertas discontinuidades en el continuum del tiempo cronológico. Estar con el tiempo, ser con-temporáneo quiere decir, según lo formula Giorgio Agamben, fisurar el tiempo, insertar en él cesuras que lo vuelvan ante todo legible, 10 pues, para determinar el lugar histórico de la contemporaneidad, presente y pasado deben ser puestos en una relación mediante la cual el presente adquiera un sentido, el sentido de una evolución histórica.

Pero ¿qué cesuras pueden plantearse a fin de, en este sentido, trazar más nítidamente los contornos del arte contemporáneo? En su contribución a una antología sobre la pregunta What Is Contemporary Art? , el crítico de arte y curador mexicano Cuauhtémoc Medina observa que en torno a esta cuestión no reina en absoluto el consenso: un libro de referencia que lleva por título Theories and Documents of Contemporary Art , por caso, toma como punto de partida el año 1945; el Tate Modern, en cambio, organiza sus fondos de obras de arte contemporáneo tomando como referencia las producciones artísticas posteriores a 1965; mientras que, más recientemente, el año 1989 es mencionado cada vez más como la fecha solo a partir de la cual se perfila con más claridad la actualidad del arte contemporáneo. 11

Sin embargo, de esta serie temporal a primera vista muy heterogénea –1945, 1965, 1989– llama la atención un elemento unificador: las fechas en cuestión pueden ponerse en relación con diferentes crisis de los relatos modernos del progreso, los cuales se vinculan de un modo u otro con la historia del arte. Si es correcto afirmar que el concepto de arte contemporáneo se distancia programáticamente del concepto de arte moderno, y de una manera que afecta a las ideas modernas de progreso, entonces efectivamente estamos lidiando aquí con una serie significativa. Pero, en lugar de concluir sin más a partir de esta cronología –tal como lo hace el defensor de la tesis posthistórica– que el arte contemporáneo da cuenta de una crisis del progreso en general y que, por tanto, el propio concepto de progreso ya no tiene ningún sentido aplicado al arte contemporáneo, la crítica artística a los modelos modernos del progreso y de la historia debería considerarse en sí misma –tal es mi convicción– como un progreso. Y ello vale para cada una de las tres etapas mencionadas.

La primera fecha, 1945, marca un umbral después del que ya no es posible entender la historia inmediatamente –según el modelo hegeliano– en términos del progreso en la conciencia de la libertad, pues ese año da cuenta de la experiencia de una catástrofe político-moral de tal magnitud que esta concepción hubo de verse conmovida en sus cimientos. Según lo concibiera tajantemente Adorno, «después de Auschwitz, de la regresión ya consumada […], no solo toda teoría positiva del progreso, sino toda afirmación de un sentido de la historia parecen problemáticas y afirmativas». 12 Esta herida también tuvo repercusiones en el discurso estético. En este escenario, hablar de una progresividad del arte solo podía referirse todavía a aquellas obras que contrarrestaban el falso optimismo del modelo idealista del progreso. Tal actitud se vio reflejada, no en menor medida, en una crítica artística a la convención de la belleza que la estética idealista había enaltecido como expresión de la libertad. Así pues, para la estética modernista (de posguerra) quizá más influyente hasta el día de hoy –la de Adorno–, la categoría de lo bello ya no es la categoría decisiva, sino más bien la de lo sublime: en el lugar de la autocomplaciente belleza que se afirma triunfante sobre lo otro de ella se impone un trabajo de lo informe en el corazón de la forma (una forma que, por ello, ya no puede ser afirmativamente bella). 13

El segundo umbral, datado por cierto algo arbitrariamente en 1965, representa un estadio de la evolución del arte que ya no es compatible de suyo con las categorías de la estética modernista-de posguerra, pues en los años sesenta el arte se vuelve con énfasis tanto contra el sistema de las artes como contra la unidad de la obra –contra los presupuestos, por tanto, que determinan a la estética de los años cincuenta todavía allí donde esta se coloca bajo el signo de lo sublime–. En verdad, la evolución hacia las obras abiertas e intermediales comienza mucho antes, pero en la década de los sesenta esta tendencia se intensifica a tal punto que se convierte ya en algo inevitable y, por ende, en un problema para la teoría modernista del arte, puesto que aparecen cada vez más obras que no se dejan asociar a la única tradición de un arte, ni tampoco circunscribirse en general a los medios artísticos tradicionales, para, en lugar de ello, incorporar las nuevas tecnologías y los modos de producción industrial en el horizonte de la creación artística. Por lo demás, las obras a menudo ya no permiten reconocer dónde está el límite con respecto a su exterior no-artístico; más bien tienen su especificidad en la desestabilización de este límite. Como consecuencia de estos desarrollos, la teoría modernista-de posguerra del arte (la cual, aun con todas sus críticas a la estética idealista, todavía se apoya en la idea de la obra cerrada y en la necesidad de una clasificación del arte en artes) entra en crisis –y, con ella, el concepto de progreso artístico–, pues, frente a obras híbridas y abiertas, parece a primera vista imposible seguir identificando en general lógicas de evolución. Es decir, las obras desdiferenciadas 14 parecen no solo revocar la comparación con el arte del pasado, debido a que –en cuanto intermediales– no permiten ser leídas y juzgadas unívocamente en el contexto respectivo de una tradición ( la música, la pintura, la escultura, la literatura, etc.), sino que, además –en virtud de sus límites imprecisos con respecto al mundo de la vida no-estético–, ni siquiera se presentan como algo determinado objetivamente, pues en ellas con frecuencia no está claro cuál es el elemento que en general sigue siendo parte de la obra y cuál ya no.

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