AAVV - Valencianos en revolución

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El año 1808 fue el acontecimiento que precipitó el derrumbe del Antiguo Régimen español. El proceso incluyó el levantamiento de las clases populares urbanas y campesinas, en una explosión antifeudal y en contra el ejército de ocupación francés. Fue también una guerra que transformó el viejo ejército borbónico en los orígenes de un ejército nacional, que elevó a bandoleros, estudiantes, campesinos o curas a héroes populares. Finalmente, el levantamiento y la guerra dieron lugar a una revolución liberal-burguesa, que se plasmó especialmente en el liberalismo ideológico y político simbolizado por la Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Más allá del modelo ideologizado de la «guerra de la independencia», esta obra reúne contribuciones historiográficamente renovadoras de un complejo proceso donde los protagonistas valencianos tuvieron un papel no siempre reconocido.

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La aprobación del reglamento sobre facultades de las juntas provinciales, publicado el primero de enero de 1809, despertó una serie de conflictos que pusieron de manifiesto, no solo la precariedad del poder de la Central sino también la existencia de interpretaciones de la crisis alternativa en las cuales comenzaba a verse una lectura «federal» de la situación creada en 1808. El primer episodio de esta controversia lo protagonizó la Junta de Sevilla, que protestó airadamente por la limitación de las facultades de las provinciales. Como hemos visto, la junta sevillana había asumido durante la crisis un papel preponderante y había sido la principal valedora de la Central. 33 Por eso se mostró especialmente agraviada por la «degradación» a que el reglamento aprobado sometía a las provinciales igualándolas como a meros cuerpos subordinados, limitados a «observar y proponer» y privados de jurisdicción, lo que en la práctica suponía restablecer la capacidad de acción de los tribunales con sede en las ciudades no ocupadas; además, se limitaba drásticamente la remoción de los vocales de la Central (sólo en caso de fallecimiento), hurtando así a las provinciales el principal mecanismo de control sobre sus representantes. 34

Entre enero y abril de 1809 el conflicto más acerbo fue sustanciado por la Junta de Sevilla, aunque la promulgación de reglamento provocó protestas de las juntas de Extremadura, de Jaén, de Granada y de Córdoba, en estos casos en connivencia con Sevilla; el turno de Valencia vendría después. 35 Desde nuestro punto de vista, los conflictos entre la Central y las provinciales de 1809, evidencian que los debates del verano anterior no solo habían servido para legitimar la creación del «gobierno supremo», sino también para poner de manifiesto el fuerte sentido de agencia política que implicó la formación de algunas juntas, una capacidad política que legitimaba la autonomía de determinados espacios urbanos y territoriales respecto a unas autoridades supremas cada vez más desautorizadas por las derrotas militares.

En este sentido, nos parece significativo que el argumento de la Junta de Sevilla en 1809 fuese el mismo que había empleado parar avalar, en agosto de 1808, la formación de la Junta Central. Ante el colapso de las instituciones de la monarquía «el pueblo reasumió sus derechos, e incontestable autoridad, y creó las Juntas en quienes delegó todo su poder soberano»; por eso, todo el poder de la Suprema tenía su origen en la legitimidad de las provinciales, que no podían ser postergadas sin privar al nuevo gobierno de su único apoyo. Como decía la de Sevilla, «[e]stablecida la Suprema Central por las Juntas de las Provincias toca á ellas sostenerla con una obligación sagrada para que subsista la Nacion». 36 Desde esta perspectiva provincial, la soberanía de la Junta Central existía en la medida que una miríada de pueblos se encontraban representados en ella a través de sus juntas; por tanto, se trataba de una soberanía delegada, más débil que la de las provinciales. Desde este punto de vista, si el reglamento privaba a las provinciales de su derecho a remover a sus representantes en la Central podría colegirse que esta estaría perpetrando una usurpación despótica de la soberanía que sólo podía corresponder en última instancia a los pueblos. 37 Por eso la Junta de Sevilla en su representación hablaba abiertamente del «resentimiento de las Juntas Superiores» y del «influxo y conexión que tiene cada una en su Provincia», lo que hacía realmente temerario «disgustar asi a los apasionados de las Juntas salvadoras de la Patria». Insinuando así una amenaza de subversión, concluía pesimista: «¡Y será posible que la guerra civil haya de ser el fruto de tantos sacrificios y de tanta sangre derramada!». 38

La Junta Central trató de encajar algunas reclamaciones aceptando excepciones en la aplicación del Reglamento y, finalmente, procediendo a la reforma de algunos artículos. 39 Pero lo que la Central no estaba dispuesta a tomar en consideración era la «supremacía» que algunas juntas provinciales reclamaban para sí. 40 Es importante subrayar, sin embargo, que una parte fundamental de la respuesta de la Central a estos conflictos fue la aprobación del decreto de 22 de mayo que abría el camino para la reunión de las Cortes. No se trata de establecer una causalidad eficiente entre el desafío juntista y la convocatoria de las Cortes, ni de ignorar la trascendencia de las dinámicas internas de la Suprema a este respecto. Pero tampoco se puede desconocer que, a partir de entonces, el anuncio de las Cortes fue el argumento empleado para disipar las sospechas que despertaba el tipo de autoridad que la Central se había atribuido. 41 Sin ir más lejos, ante las acusaciones de la ofendida junta sevillana, la Central, en su respuesta del 20 de junio, podía ostentar

el desprendimiento y moderacion de la Suprema Junta tan marcado en el Real Decreto en que se señala la epoca en que deberan convocarse las Cortes para establecer y fixar con el voto Nacional las bases del Gobierno que ha de regir la Monarquia. 42

Como es sabido, después de meses de dilaciones, a mediados de abril Lorenzo Calvo de Rozas rescató le grande affaire de las Cortes. La moción del vocal de la Junta de Aragón apuntaba claramente a la necesidad de iniciar una reforma constitucional en un proceso que tendría que culminar con la reunión de la «representación nacional». Este programa de acción política, según la minoría liberal de la Suprema, era la mejor manera de contrarrestar las promesas reformistas del gobierno de José I y, especialmente, de comprometer en la movilización patriótica al conjunto de la sociedad. Por lo que aquí nos interesa, lo más importante es que para sostener su propuesta Calvo de Rozas concluyó:

trabajemos, en fin, por este medio aquel robustecimiento que todavía falta á la autoridad de la Junta Central, trayendo á su apoyo todas las clases del Estado y la voluntad general. 43

El discurso patriótico del Semanario Patriótico se convertía en una propuesta política, precisamente en el contexto de mediados de 1809.

La propuesta de Calvo de Rozas solo salió adelante de manera parcial en el decreto del 22 de mayo gracias a una transacción con los elementos más conservadores de la Junta Central. 44 Es significativo que Jovellanos, el principal garante de aquel acuerdo de mínimos, considerase que ante «el espíritu de independencia y aun de contradicción» de algunas juntas provinciales, el mayor problema de la Central era que su autoridad «no tiene apoyo en las leyes ni en una voluntad nacional expresada conforme a ella», sino solo en voluntades «manifestadas en porciones discretas y en la imperfecta forma en que las circunstancias permitieron». Para escapar de esa accidentalidad «el mejor apoyo de la autoridad y poder de V. M. es la opinión nacional». Lo que Jovellanos sugería no era exactamente apelar a la nación soberana sino, más bien, buscar la confianza de lo que llamaba «cuerpo y individuos de la nación». 45 Era una vía políticamente ambigua porque en realidad el asturiano esperaba que aquella aspiración encontrara garantías en «la representación legal y conocida de la Monarquía en sus antiguas Cortes». 46 No por casualidad, los redactores del Semanario Patriótico acogieron la noticia con escepticismo. 47

Las esperanzas de Jovellanos, sin embargo, se vieron frustradas y sus previsiones superadas ante el reto que se avecinaba. El obstáculo más obvio al establecimiento de la autoridad de la Junta Suprema fue la misma situación bélica del verano de 1809. En las condiciones de provisionalidad e indefinición jurídica de las cuales la Central no conseguía deshacerse, su legitimidad dependía en buena medida de la marcha de la guerra y ésta fue más bien desafortunada. Después de la caída de Zaragoza en febrero de 1809, los ejércitos napoleónicos asentaron su control sobre el nordeste de la península hasta los límites del Reino de Valencia. Por otro lado, la paz con Austria en julio, permitió a Napoleón dar un mayor empuje a las campañas militares en España. Durante aquel verano se hizo evidente que los ejércitos aliados hispanobritánicos no solo no podían desalojar a los imperiales del entorno de Madrid, sino que, además, no podrían defender la línea del Tajo. Los peores augurios se confirmaron en noviembre, cuando la derrota de Ocaña dejaba expedito el camino de Andalucía. 48

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