Las cosas aquel verano fueron muy bien. Cumplí con mi palabra de no crear problemas, obedecer y colaborar. Al principio, mostraban un poco de desconfianza y parecían no creer que mi buena voluntad durara mucho tiempo. Yo hacía ver que no me daba cuenta y me mostraba contento y agradecido. Eso era verdad, no fingía. Mi acento inglés tampoco ayudaba mucho, ya que aparte de hacerlos sonreír de vez en cuando, también marcaba una cierta distancia o lejanía entre nosotros. Hacía que me vieran más como un extraño que como uno más de la familia. Pero poco a poco se fueron acostumbrando. Los fines de semana iba a casa de los abuelos y allí también intentaba ayudar. La abuela dejaba para esos días las tareas más físicas como descolgar las cortinas para lavarlas y volverlas a colgar, limpiar los cristales, las luces o las partes altas de los armarios y cosas así. A mi abuelo le ayudaba a cuidar el jardín, a mover los tiestos y a cultivar un pequeño huerto que tenía al lado de casa. Me encantaba ver crecer las judías, los tomates... Las plantas son muy agradecidas si las tratas bien. Todo lo hacía bien a gusto. Por la tarde, si el día era bueno, iba a pescar con el abuelo al rompeolas. Me gustaba ver los peces, pero no pescarlos y, muchas veces, dejaba la caña en el agua consciente de que ya no tenía cebo. Lo que me gustaba realmente era estar allí, disfrutando de la brisa del mar, de su olor, de su ruido y sus salpicaduras.
Algún domingo por la mañana les pedía permiso para bajar a la playa y nadar un rato. Mi abuelo me acompañó alguna vez al principio, pero después me dejó ir solo cuando vio que nadaba bien y que no estaba mucho rato, ya que cuando empezaba a venir la gente me marchaba.
Tampoco intenté salir a la calle y hacer algún amigo. Después de cómo terminaron las cosas la última vez que viví con ellos sabía que la idea les desagradaba. Creo que ellos se sentían un poco responsables de aquel episodio de mi vida. De hecho, no volví nunca más a aquella plaza que ahora me traía recuerdos dolorosos. Era un náufrago solitario que iba de una isla a otra, de fin de semana.
Los cuatro parecían contentos y pronto noté que depositaban más confianza en mí. Tanto en Mataró con mis abuelos como en El Masnou con Anna y Jordi, empezaron a delegar en mí tareas que requerían un nivel más alto de confianza mutua. Iba a comprar solo, trayéndoles después la cuenta y el dinero del cambio. Me daban las llaves de casa para que pudiera entrar si ellos estaban fuera. Iba solo al cine o a la biblioteca y cosas así. Parecen cosas muy normales para un muchacho de catorce años, pero para mí eran cosas diferentes a las que no estaba acostumbrado y que tenían un significado muy importante.
En El Masnou, Anna, ya de por sí más emotiva que Jordi, empezó a darme un beso de buenas noches cuando iba a dormir. Después de más de tres años sin recibir ninguna manifestación cariñosa de parte de nadie ese gesto me impresionó y, la primera vez que lo hizo, no pude disimular una expresión de sorpresa y satisfacción. A ella no le pasó por alto y me sonrió mientras guiñaba el ojo. Jordi se mostraba más reticente a darme cualquier muestra de estimación, pero su actitud fue cambiando. Se mostraba más confiado y no me vigilaba tanto como al principio.
En Mataró, la abuela se veía feliz y pronto me demostró abiertamente su aprecio. El abuelo, muy vivaracho, estaba contento de tener un compañero de pesca que no le representara una clara competencia. En cuanto a sus sentimientos, él estaba acostumbrado a esconderlos, pero diría que también empezó a apreciarme.
Parecía que iba bien mi supervivencia en las dos islas. Me había esforzado mucho y me di cuenta de que había conseguido más de lo que había llegado a imaginar. Únicamente esperaba su aceptación, como cuando vas a un albergue y tienes que compartir habitación con alguien que no conoces. No esperaba nada más que el roce superficial de una relación familiar impuesta. Pero aquello se convirtió en algo más. Pronto establecí unos lazos de dependencia emocional. Notaba por ellos algo muy especial y necesitaba desesperadamente sentirme querido. Durante aquellos días mis sentimientos se removieron y salieron de la cajita donde los tenía escondidos. Posiblemente esta necesidad me hacía sentir que, en algunos momentos, ellos me recompensaban con su estima, y esa sensación no la quería perder por nada del mundo. Fue por eso por lo que, cuando se fue acercando el día designado para tomar la decisión final, empecé a ponerme nervioso. Estaba inquieto, no podía tragar la comida y sentía un peso en el pecho que hacía que a veces me sintiera como ahogado. Empecé a despertarme por las noches, asustado por una pesadilla que nunca recordaba. Me levantaba cansado, pero procuraba que no se notara. Finalmente, el día 29 de agosto mi aspecto estaba tan desmejorado que Anna me llevó al médico. Como también tenía el vientre descontrolado el médico pensó que tenía un virus intestinal.
El día 30 se reunieron los cuatro en casa. Yo me encontraba fatal. Estaba mareado y había vomitado por la noche. Al ver mi estado, Anna me ofreció cambiar a otro día la reunión para decidir sobre mi futuro. Yo sentía que no me encontraría bien hasta que la decisión estuviera tomada y, además, me veía incapaz de estar presente en el momento en que podía cambiar mi vida. Así pues, le dije que no pospusieran la reunión y que en el fondo era mejor que yo no estuviera para que pudieran tomar la decisión más libremente.
Se reunieron en la estancia más alejada de la habitación para no estorbar mi descanso y estuvieron hablando un buen rato. No intenté averiguar a qué conclusiones llegaban en su conversación. Me dejé llevar por una sensación de rendición y agotamiento total y quedé profundamente dormido.
El ruido de la persiana que se movía me despertó. Ya era de noche y Anna la bajaba. Al verme despierto se acercó a la cama y me preguntó cómo estaba.
—Después de esta dormidita parece que me encuentro mejor —dije, aunque con voz débil.
Me quedé mirándola, esperando que fuera ella quien hablara. Me había prometido a mí mismo que no me opondría a su decisión, fuera cual fuese.
PRIMER INSTITUTO
El Masnou, 1998
Lunes, 14 de septiembre
07:30 h
Hoy empiezo tercero de ESO en un nuevo instituto. Está en las afueras y he de ir en autobús. Por lo que dicen Anna y Jordi, es uno de los institutos de más prestigio de la zona y vamos todos uniformados.
He pensado que era una buena fecha para empezar a escribir mi diario. Parece el comienzo de una nueva etapa.
Este cuaderno que ahora empiezo a escribir es un regalo que me hizo mi madre, el único que yo recuerdo. Qué comienzo más triste y estúpido para un diario, pero es mi base. ¡Solo mi diario y yo! Bueno, solo solo tampoco estoy. Ahora vivo unos días con los tíos y otros con los abuelos.
No me compadezco y tampoco pienso escribir cada día. Solo lo haré cuando me haga falta.
A ver qué me depara el día.
20:00 h
El día no ha sido muy bueno. Mis compañeros de clase han estado estudiándome con la mirada como lo harían con un bicho raro en un laboratorio. Eran miradas de recelo y alguna también burlona.
Supongo que mi aspecto no ayuda mucho. Mi pelo rojo y mi altura por encima de la normal junto con mi peso, muy por debajo de la media, me dan un aspecto muy descompensado y parezco un lápiz con brazos que camina con unos pies del 45. Por si eso fuera poco, debo añadir a mi aspecto otro complemento: mis megagafas de cristales gruesos, que dan a mi rostro alargado un contrapunto de caricatura. Mi acento inglés tampoco me ayuda.
Creo que al final del día muchos ya se han formado una opinión sobre mí y me deben haber colgado la etiqueta de empollón o..., no sé, algo así.
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