Sin embargo, donde se ha asomado un filón distinto es en la producción oriental y no en las exploitation movies , sino en los predios del cine de autor por los que transitan diversas vertientes de esas cinematografías como la japonesa y otras con escaso pasado internacional. En ella el erotismo puede tener un carácter placentero y distendido como en Blissfully Yours ( Sud sanaeha , 2002), del tailandés Apichatpong Teraseetakhul, asociarse a la violencia criminal como en Crimen de romance ( Koi notsumi , 2011), del japonés Sion Sono, o revestirse de acentuaciones necrofílicas, como en El sabor de la sandía ( Tian bian yi duo , 2005), del malayo-taiwanés Tsai Ming-Liang, en la escena, por ejemplo, en que el actor porno penetra compulsivamente a su partenaire desvanecida. A propósito de Sion Sono, en Love Exposure ( Ai no mukidashi , 2008), un muchacho se especializa en lograr rapidísimas panty shots , tomas fotográficas por debajo de las faldas de chicas que caminan por las calles, en una versión de trazos deportivos del impulso voyeurista.
De cualquier modo, y pese a la variedad en el abordaje erótico que incluye las prácticas de iniciación de Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera , del coreano Kim Ki-duk, el erotismo se asocia mayormente en el cine oriental a ambientes turbios o cargados, a solicitaciones sadomasoquistas, a exploraciones llevadas al límite. No olvidarse de ese ya lejano antecedente (desde 1976 han pasado 37 años) que fue El imperio de los sentidos , de Nagisa Oshima. En la producción de los últimos años se potencia una atmósfera erógena turbadora, como si se tratara de ‘humedales’ en los que la transpiración de los cuerpos y el calor que se advierte en el aire, sobre todo de interiores, en lugares casi siempre deteriorados o empobrecidos, aporta una de las notas más inquietantes en algunos filmes. Entre ellos se pueden citar Masahista (2005), del filipino Brillante Mendoza, Happy Together ( Chun gwong cha sit , 1997), del hongkonés Wong Kar-wai, y de modo especial algunos títulos del malayo-taiwanés Tsai Ming-Liang tales como Adiós , Dragon Inn ( Goodbye, Dragon Inn , Bu san , 2003), El sabor de la sandía y No puedo dormir solo ( Hei yan quan , 2006).
En Goodbye, Dragon Inn , una vieja sala de cine ofrece su última proyección, una película de artes marciales del legendario King Hu. La épica del relato no impide que deambulen lentamente por los pasillos y rincones de la sala individuos que buscan encuentros sexuales rápidos en escenas que, de modos distintos pero con mucho en común, han sido tratadas en años recientes por el francés Jacques Nolot, en La Chatte à deux têtes (2002), y el mexicano Julián Hernández, en Rabioso sol, rabioso cielo (2009), concentrados ambos en las pulsiones del deseo homosexual.
El sabor de la sandía es un insólito musical (la única de las cintas nombradas ajena a escenarios decrépitos) y de notoria simbología genital en el que, a contrapelo de un tono ligero y despreocupado, se vislumbra un erotismo promiscuo. Por su parte, No puedo dormir solo , la más intimista de las tres, hace de la atracción de los cuerpos uno de sus motivos centrales.
Como el cine que viene de Oriente es una permanente caja de sorpresas, es muy factible que se sigan diseñando allí esas curiosas e idiosincráticas variaciones sobre el erotismo que en Occidente no encuentran correspondencias, salvo incursiones aisladas, como las del mexicano Carlos Reygadas en Japón (2002), Batalla en el cielo (2005) y Post Tenebras Lux (2012), que perfila escenas inéditas violentando los hábitos de percepción habitual en la contemplación del sexo, como la que muestra el encuentro íntimo del visitante y la anciana campesina en Japón , al chofer con la adolescente y con su mujer en Batalla en el cielo , y la sesión pornográfica en Post Tenebras Lux , que aporta una visualización y un tono nunca antes vistos en una escena de sexo grupal.
El erotismo en las películas de Reygadas asume, aunque no siempre, la confrontación carnal con cuerpos viejos y ajados y con prominencias abdominales u otras, sin la magnificación del físico joven y atractivo que suelen mostrar las escenas eróticas. Reygadas dirá que no es feísmo lo que él pretende hacer y, en efecto, se puede concordar en que la mostración de esos cuerpos, atípicos en la geografía fílmica del erotismo, está hecha sin la menor acentuación grotesca, pero es evidente que hay una complacencia en la ruptura de las que podríamos llamar ‘normas de compostura erótica’ y un cierto afán por épater , para decirlo a la manera de los franceses. Ese afán no está presente, por ejemplo, en la película alemana Nunca es tarde para amar ( Wolke 9 , 2008) de Andreas Dresen, donde se muestran los vínculos eróticos a cuerpo descubierto de dos ancianos muy a tono con las vicisitudes de una historia de amor. De cualquier modo, ningún otro cineasta en América Latina ha mostrado, como Reygadas, esa capacidad para sorprender (y, además, hacerlo bien) en un terreno en el que pareciera que ya no hay más por descubrir y que seguramente nunca dejará de ofrecer nuevas miradas.
( Ventana Indiscreta , n.° 10, segundo semestre del 2013, pp. 4-10)
Avatares del cuerpo en el cine contemporáneo
I
Ya es de sobra conocido el hecho de que, con la aparición del cine, la figura humana adquiere una dimensión antes insospechada. El plano entero, el medio, el plano ¾ o el primer plano vienen a proporcionar un realce anatómico que se convertirá poco a poco en una de las señales más notorias y más atractivas de un medio de comunicación (y un arte) antropocéntrico como ningún otro. Así se va creando el star system y con ello el culto al intérprete que es, en primerísimo lugar, culto a la figura física, al rostro, a la apariencia exterior sin voz hasta que aparece el cine sonoro. La evolución posterior no es otra cosa que una búsqueda creciente de potenciación corporal por diversas vías: mediante el color, la pantalla ancha; en los diversos géneros, en los estilos de actuación, en la apertura de la permisibilidad por mucho tiempo muy restringida, etcétera.
Más adelante, los sucedáneos mediáticos, como es el caso de la televisión, el video analógico y la misma imagen informática en sus primeros tiempos, no logran superar la rotundidad que las figuraciones corporales tenían en las pantallas de cine. Ahora las cosas están cambiando y los soportes digitales remplazan a la vieja tecnología fotoquímica, aunque la línea genealógica persiste con mayor fuerza visual en los predios de las pantallas de mayor dimensión. Por una cuestión de tamaño y amplitud que, sin duda favorecen el lucimiento corporal y, también, claro, por el grado de resolución óptica que ha ido en aumento y que permite ver hoy en día las imágenes digitales sin diferencias notorias con las imágenes fílmicas.
Las representaciones del cuerpo han ido cambiando a lo largo de la historia del cine y lo que antes estaba oculto o muy restringido a la mirada del espectador se va haciendo progresivamente más visible, hasta llegar al casi total destape. Dos han sido los principales campos en que tal visibilidad se ha puesto de manifiesto: 1) el del erotismo y la sexualidad; 2) el de la violencia sobre el cuerpo. Digamos que los reinos de Eros y Tanatos se han ido asentando de una manera mucho más manifiesta y perturbadora a medida que las restricciones, que durante varias décadas pesaron considerablemente sobre los límites de lo representable en el cine, se resquebrajaron o casi desaparecieron.
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