LAS OLAS AGITADAS
Pues bien, elijo el tópico de la acción violenta, que no necesariamente está desligado de otros tópicos, para indagar cómo es que se han venido comportando los tratamientos audiovisuales en estos últimos cinco años. Donde se ha hecho más insidiosa, retorcida, ‘excesiva’, ‘orgiástica’ o pantagruélica, para decirlo en el término que patentó François Rabelais, es en el cine oriental, especialmente en el del Japón, Hong Kong y el de Corea del Sur. Allí están, como muestras recientes, Drug War , de Johnnie To, 13 asesinos , de Takashi Miike o Why Don’t You Play in Hell? , de Sion Sono. Claro, eso viene de antes, pero se acentúa hasta cierto punto una ‘carnavalización’ de la violencia, una acentuación de la pulsión de muerte que, a menudo, se asocia con las coreografías de los enfrentamientos y los lances. No es casual que diversos cineastas orientales (John Woo, Justin Lin, Kim Jee-woon, Park Chan-wook) puedan adecuarse sin dificultades a los retos de la incorporación a la maquinaria hollywoodense, lo que no ocurre necesariamente con otros que aspiran a estilos más reposados o a elaboraciones visuales más sofisticadas (Chen Kaige, Wong Kar-wai).
Por ese lado de la coreografía, asimilada a la velocidad, a las persecuciones, colisiones, a las volcaduras espectaculares, la serie Rápidos y furiosos (a propósito, Justin Lin ha dirigido ya tres títulos de la serie, y de los mejores) ha venido haciendo una contribución importante. Que, después de 30 años, se haya retomado la serie Mad Max no hace sino ratificar una tendencia a la que en su momento la trilogía concebida por el australiano George Miller perfiló con fuerza, aportando una cuota de furia bárbara, tribal, ‘primitiva’. Ese efecto de violencia reloaded se va infiltrando en otros géneros, en otras modalidades narrativas de la acción espectacular ( thrillers diversos, aventuras fantásticas y de todo tipo, parte del horror y del bélico), en procura de lograr sensaciones cada vez más físicas a las que contribuyen dispositivos como las pantallas más grandes, la tercera dimensión, un sonido cada vez más envolvente, butacas que se aproximan a los simuladores de los parques temáticos. La experiencia del cine se va acercando por estas vías a la de los juegos de movimiento y vértigo, como si en alguna medida se quisiera ‘voltear’ al espectador y poner la cabeza en el lugar de los pies. Es la búsqueda simultánea del observador que está a la vez fuera y dentro del espectáculo, que mira y escucha, pero cuyo cuerpo se ve también potencialmente atacado por lo que ‘salta’ o amenaza saltar desde la pantalla.
Publicado en el 2009, el libro La pantalla global. Cultura y cine en la era hipermoderna reflexiona en torno a esas tendencias. Bajo el título de la imagen-exceso, Gilles Lipovetski y Jean Serroy mencionan allí la extensión de las duraciones (el límite de las dos horas se franquea con frecuencia), las imágenes de choque, el ultramovimiento, la aceleración del relato, la imagen-profusión, la ultraviolencia. Es decir, cada vez más, la violencia, la persecución, la agitación, los estallidos y explosiones operan como estímulos en sí mismos, casi desprendidos de la materia narrativa, convertidos en un mecanismo de estímulos sensoriales incesantes.
LOS REMOLINOS
El tópico de la política en su versión ‘indignada’ recorre parte del documental, como en el caso del ya mencionado Sylvain George, cuyos Qu’ils reposent en révolte (Des figures de la guerre) , Les eclats y Vers Madrid: The Burning Bright , sobre la represión a la emigración africana en Francia, los dos primeros, y sobre las protestas en contra de la situación económica en la España reciente, el tercero, son exponentes del renacimiento de lo que antes se llamó un cine de urgencia. En esta línea se encuentra Agua plateada, autorretrato de Siria , una producción franco-siria, que se vale de una enorme cantidad de registros visuales tomados con todo tipo de cámaras para elaborar un retrato implacable sobre la represión del gobierno sirio durante las protestas y el inicio del levantamiento armado. El norteamericano Joshua Oppenheimer ha filmado dos testimonios inclementes sobre el genocidio en Indonesia luego de la caída del régimen de Sukarno en 1965, entrevistando a los mismos que viven en la impunidad, en The Act of Killing y The Look of Silence . No es el documental de urgencia, a la manera de los anteriores, pues se formula a partir de la reflexión y el análisis, incluso utilizando procedimientos de reconstrucción espectacular un tanto brechtianos, en esas zonas intersticiales que unen la no ficción con la ficción.
Uno de los iniciadores de la veta que explora Oppenheimer, y uno de los documentalistas más notables de estos tiempos, es el camboyano Rithy Panh, que se hizo conocido con S21, la máquina de muerte del Khmer rojo (2003), y que en estos últimos años ha realizado otros dos poderosos testimonios en torno al genocidio perpetrado en Camboya en la segunda mitad de los años setenta. Ellos son Dutch, el maestro de las forjas del infierno y La imagen perdida .
LAS OLAS QUIETAS
En el número 1 de Ventana Indiscreta pergeñé en el texto El cine de autor al inicio del milenio una suerte de caracterización estilística a partir de ocho constantes rastreables en las obras más características del cine estéticamente más radical o extremo en la línea de la máxima economía narrativa o el reduccionismo de los componentes expresivos; lo que corresponde grosso modo al llamado minimalismo. No voy a discutir aquí el alcance o la pertinencia de esa calificación que se ha convertido un poco en cajón de sastre y que apenas mencioné en ese texto. De lo que no cabe duda es de que podemos encontrar una continuidad en los últimos años de esas pistas formales y de sentido esbozadas en el primer semestre del 2009, tal como se podía prever en ese entonces, pero con ciertos recodos novedosos, aunque al menos parte de esas olas quietas no lo están tanto como podemos comprobarlo en alguno de los ejemplos que vienen a continuación, como es el caso del primero que reseñamos.
Jauja , del argentino Lisandro Alonso es, de entrada, una producción de cierta envergadura y con un actor internacionalmente conocido como Vigo Mortensen en el rol protagónico. A diferencia del casi mutismo de sus cuatro primeros largos, aquí, en una construcción en tres segmentos muy claros, hay una primera parte en la que se intercambian diálogos y se trenzan vínculos, entre los cuales es especialmente significativo el del Capitán Dinesen (Mortensen) y su hija Ingeborg, daneses ambos, como que se profieren en danés diálogos y la narración en off , lo que le aporta a una cinta ambientada en la Patagonia argentina un cierto aire de irrealidad. El segundo segmento, el mejor de todos, recupera el mutismo e instala la ‘prolongación’ de la mirada del realizador en espacios abiertos y soleados en los que se siente una suerte de suspensión del tiempo. El tercero, en Dinamarca, se abre a una región más notoria del sueño o la imaginación. En todo caso, y ante esa radical sequedad narrativa de sus películas previas, Jauja aporta una mayor elaboración y accede a mayores niveles de significado.
El caballo de Turín , del húngaro Béla Tarr, se confina en un espacio muy acotado (básicamente, el interior de una casa-granja en un lugar aislado y sus alrededores cercanos) y en dos personajes, un anciano y su hija, a los que se puede agregar el caballo del título, inspirado en un texto de Nietzsche. Un relato con una extraordinaria banda sonora que hace de los ruidos ambientales el centro acústico de la representación y, en segundo lugar, los acordes musicales de aire pesaroso, prescindiendo casi de la voz humana. Un relato hecho de acciones rutinarias y de repeticiones (la papa hervida como único alimento) que se llevan casi hasta la extenuación, en una obra agónica que Béla Tarr anunció como la última de su filmografía.
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