Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– Yo no lo hice.

Luego lo metieron en la celda para que reflexionara, dijeron. Allí solo había sitio para un camastro de metal con una manta de lana y un cubo de lata en el rincón.

– ¡Déjenme salir! -gritó-. ¡Déjenme salir!

Pero no lo dejaron salir. Iban a retenerlo allí. Y Madden imaginaba que podían retenerlo para siempre. Nadie sabía que estaba preso. Podía desaparecer sin más. Hacía frío y aquello estaba sucio, el colchón estaba mugriento y no podía echarse en él, sencillamente no podía. Se imaginaba a los mil hombres que se habían tumbado allí, los veía roncar y defecar y llorar y gemir y sufrir ataques de delírium tremens y morir. Y morir. Ahora querían que él también se muriera allí, anónimo y olvidado. ¡Pues no pensaba morirse para ellos! Si querían que se muriera, tendrían que ofrecerle un juicio ilegal justo y decente, una vista parcial de primer orden, y solo confesaría si algún personaje de alto rango, como el papa, se lo exigía.

Así que allí era donde sería hallado culpable. Allí era donde el viejo Caldwell tendría que bajarlo del patíbulo. La horca no era rápida, el nudo no era rápido. No siempre. A veces el cuello no se rompía limpiamente y te quedabas allí colgado una hora, asfixiándote lentamente. Si no te dabas prisa en morir, se columpiaban de tus piernas. ¡Tiraban de ti!

No podía soportar la idea y empezó a gritar y a sacudir los barrotes de la puerta, el cierre de cepo del otro lado frío, inexpresivo, inhumano. Nadie escuchaba.

– ¡Déjenme salir! ¡Soy inocente! ¡No pueden colgarme! ¡Soy inocente!

Pero nadie se acercó a la puerta y él la golpeó violentamente con el pie bueno y luego con el malo, que le dolía inmensamente, y sacudió los barrotes y gritó hasta quedarse ronco. Tenía la ropa empapada en sudor y de pronto el cepo se abrió y una cara le dijo que se callara. Después el cepo volvió a cerrarse. Chilló y lloró y vociferó durante no sabía cuánto tiempo. Horas.

Luego se sentó en el rincón, junto al cubo de latón y lloró y se meció adelante y atrás y después, finalmente, se echó en el colchón mugriento y se durmió. En sus sueños hubo arañas que tejían telas a su alrededor, que lo envolvían lentamente en sus redes. Una de ellas, gorda y achaparrada, avanzaba con movimientos infinitesimales mientras él luchaba por liberarse y, sin embargo, no podía mover su cuerpo paralizado. Intentó gritar, pero su boca guardó silencio, y cuanto más se acercaba la araña, menos se movía él. La araña estaba casi encima de él cuando se dijo: Esto es un sueño. Sal del sueño. Sal del sueño. Pero, cuando despertó, empapado en sudor, estaba en otra red, una red hecha de cemento y ladrillos, y las arañas estaban al otro lado de la puerta.

Luego oyó que la puerta retumbaba y se entreabría. Al otro lado estaba el tipo grandullón con nariz de boxeador, acompañado de un desconocido.

– ¿Quieres salir ya? -le preguntaron. Él asintió con la cabeza y le hicieron señas de que se levantara y, cuando se levantó, lo cogieron cada uno de un brazo y lo sacaron fuera y estuvo otra vez en la calle.

– Vete. Estás libre. Por ahora.

– ¿Libre?

– Por ahora.

Era otra vez por la mañana. La mañana se presentaba siempre últimamente, hasta cuando menos lo esperaba. No tenía que ir a ningún sitio, salvo, quizá, a casa de sus padres. No tenía clases. Rose estaba en el trabajo.

Caminaba evitando apoyar demasiado peso en el pie herido, que volvía a dolerle por haber dado patadas a la puerta de la celda. Al principio estuvo desorientado por la falta de sueño y la incongruencia radiante de la luz del día, y no supo de qué comisaría de policía lo habían dejado salir hasta que reconoció las grúas que asomaban por la espalda de los bloques de pisos y comprendió que estaba en Patrick. El fin del mundo. El aire frío atravesó su ropa mojada. Se estremeció. Siguió caminando hasta que vio a Caldwell entrando en la funeraria.

– Mucho madrugas, ¿no? -dijo Caldwell sin prestarle apenas atención. Llevaba un abrigo de espiguilla que le llegaba hasta las rodillas y había conocido mejores tiempos; claro que Madden tampoco era precisamente un figurín en materia indumentaria. Caldwell y él eran de esas personas que se ponían lo que tenían más a mano y, aunque hubieran sabido vestirse bien y hubieran tenido dinero para satisfacer el flaco sentido del estilo que poseyeran, ninguno de los dos se habría molestado en hacerlo de todas formas.

– He pasado la noche en comisaría -dijo Madden. Parecía absurdo intentar guardarlo en secreto.

Caldwell levantó sus cejas, ni viejas ni jóvenes, y siguió pasando con un tintineo el sinfín de llaves que colgaban de su enorme llavero metálico.

– No habrá sido por nada ilegal, supongo -dijo-. No puedo permitir que me metan al personal en la cárcel por cuestiones criminales, ¿eh? Lo demás no importa, ¿entiendes? Es puramente cuestión de principios.

– No sé si es legal o no -contestó Madden-. No tengo la sensación de haber hecho nada que vaya en contra de la ley.

Se estremeció otra vez y Caldwell se apartó para dejarlo entrar. En la sala de recepción hacía aún más frío que fuera.

– Entonces, enciende la tetera, hijo -dijo Caldwell-. Tienes pinta de que te vendría bien entrar un poco en calor.

Madden asentía profusamente con la cabeza, se soplaba las manos y golpeaba (muy suavemente) el suelo con los pies.

Cuando estuvo hecho el té y la estufa eléctrica de dos resistencias de la oficina se hubo calentado del todo, Caldwell fijó la mirada en él.

– Bueno, entonces, ¿qué es esa historia con la policía? ¿No eres ya un poco mayor para que te lleven a pasar la noche al calabozo? No me imaginaba que fueras de esos. -Sorbía ruidosamente el té y dejaba escapar un «aah» tras cada trago. Era lo que la madre de Madden habría llamado un «tetero». Cada cinco minutos, una taza recién hecha.

Madden no sabía cómo empezar y se quedó callado un momento mientras bebía de su taza.

– Suéltalo de una buena vez -dijo Caldwell. Después se llevó a los labios un cigarrillo liado y aspiró con entusiasmo, mientras se recostaba en el sillón viejo y raído, que tenía el asiento hundido.

– Soy sospechoso del asesinato de esa chica -dijo Madden, que no había encontrado forma más suave de decirlo-. La de abajo. -Tras hablar, bajó la cabeza en un gesto infantil de mala conciencia.

Caldwell carraspeó ruidosamente.

– ¿Que eres… que eres qué? ¿Sospechoso de un asesinato? ¿He oído bien?

– Alguien ha presentado pruebas contra mí.

– ¿Que ha hecho qué? ¡Qué putada te han hecho! ¿De qué clase de pruebas estamos hablando?

– Encontraron mi zapato junto al lugar del crimen. Estaba enganchado en una verja. Un amigo… un compañero de clase les dijo que estaba allí. No sé cómo lo encontró.

Caldwell arrugó el ceño, se acarició el penacho de pelo y echó la ceniza del cigarrillo en una taza sucia que había en el escurreplatos, junto al fregadero.

– Entonces, ese compañero tuyo… también andaba merodeando por allí, ¿no? ¿Y qué hacía tu zapato en esa verja?

Madden movió la cabeza de un lado a otro. Ignoraba por qué le estaba contando todo aquello a Joe, no estaba convencido de que fuera buena idea.

– Fui a echar un vistazo. Cuando ella ya estaba muerta. Tenía fiebre, no estaba del todo consciente, creo. -Sentía de pronto el impulso de hablar y quizá por eso había acudido a Joe. Joe, su jefe, que no esperaba nada de él. Que era indiferente. Al que nada le importaba aquello. -La policía cree que estuve implicado y yo recuerdo algunas cosas. Pero no sé qué significan, hasta qué punto son reales. Es como si no estuviera allí. O como si me estuviera viendo a mí mismo. -Miró para ver qué efecto surtía en Joe, pero Caldwell se limitaba a fumar y miraba a algún punto más allá del rincón del ventanuco grasiento que daba luz a la habitación-. Siento como si me estuviera observando a mí mismo o como si hubiera más de un yo, y no sé cuál es el auténtico. -Notó que le temblaban las manos y se las metió en los bolsillos del pantalón-. Tengo una novia, ¿sabe?

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