Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Joe asintió con un gruñido y expelió el humo del pitillo.

– Rose -dijo-. Dijiste que era simpática y gordita. Así es como me gustan a mí.

– Sí, Rose. Pero no sé qué quiere de mí. No lo entiendo. Me veo con ella y no entiendo por qué o cómo ocurrió. Me veo entregando trabajos en la facultad y recuerdo haberlos escrito, pero es como si no los hubiera hecho yo. ¿Entiende lo que le digo?

Miró a Joe con aire implorante, pero su jefe solamente asentía con la cabeza.

– No me acuerdo. Tengo la mente en blanco, la vida en blanco. No sé cómo llegué aquí. No recuerdo haber ido de A a B. Sé que debería seguir la C, pero no veo las relaciones entre unas cosas y otras. No hay ninguna relación, si no puedo verla. ¿Usted las ve, Joe? ¿Ve lo que le estoy diciendo?

Se daba cuenta de que le castañeteaban los dientes, era consciente de una suerte de intensidad que rara vez sentía y quería que aquella sensación durara un poco más. Era una especie de toma de poder. Una especie de acción. Si había matado a Carmen Alessandro, quizá ése fuera el porqué. Era una decisión. Una elección.

Cogió su taza y bebió un trago de té tibio.

Joe Caldwell se removió en su asiento y lo miró.

– Hijo, creo que necesitas dormir un poco. Eso es lo que creo. -Apagó su cigarrillo en la taza y se levantó-. No sé cómo puedo ayudarte -dijo-, pero me parece que ese amigo tuyo te ha hecho una putada. Tú no mataste a la chica. Si lo hubieras hecho, me habría dado cuenta ayer. No eres un asesino, así que no tienes de qué preocuparte. Puede que te tropezaras con algo que no te esperabas y que sufrieras una pequeña conmoción. A lo mejor fue eso lo que pasó.

Le dio una palmada en el hombro y volvió a poner la tetera en el hornillo.

– Otra taza para los dos -dijo-. Luego deberías dar una cabezadita. Te puedes echar aquí, en el sofá, mientras no estorbes a los clientes. ¿Qué te parece?

Madden dijo que le parecía buena idea y aceptó enseguida. Pero no sabía si se dormiría, dijo.

– Para eso tengo el remedio perfecto -dijo Joe, y metió la mano en el bolsillo de la pechera-. Ten -dijo, dándole su botella-. Cortesía de la casa. Lo que necesitas es calentarte un poco por dentro. Te dejo para que te pongas con ello.

Joe Caldwell padre salió tranquilamente para ir a echar un vistazo al piso de abajo, donde Carmen Alessandro yacía aún, casi lista para su gran despedida. Madden se sentó en un sillón hundido y se adormiló un momento, hasta que el pitido de la tetera lo hizo volver en sí, amodorrado. Se envolvió la mano en un paño de cocina sucio, apartó la tetera del hornillo y entonces se acordó de que antes tenía que poner en la taza un chorro de whisky y un par de cucharadas de azúcar de grano fino que sacó de una bolsa sucia que había al lado del fregadero. Sirvió el agua caliente y la removió largo rato antes de volver a recostarse en el sillón. Tomó un sorbo y sintió cómo el calorcillo agradable de la bebida cauterizaba sus sentidos. Bebió tres o cuatro tragos más, saboreando su dulzura y su calor, y el modo en que podía seguirse el rastro de cada sorbo desde el gaznate a la boca del estómago. Luego se levantó, se tendió en el sofá y se echó por encima la chaqueta. Oyó la radio en la otra habitación y se sintió casi en casa, casi cómodo. Después se quedó dormido.

Había una habitación libre en la calle Wilton, en el mismo edificio donde vivía Gaskell, y decidió subir a verla aunque ya sabía qué podía esperar. Era un sitio lúgubre, ennegrecido por el hollín y amarillento en los rincones que, por alguna razón inexplicable, no se habían recubierto de una capa de carbonilla, como el resto del edificio. Las partes amarillentas parecían darse aquí y allá como extraños afloramientos que conferían a la superficie del edificio una apariencia picada e irregular, parecida a un paisaje lunar. Se quedó esperando en la puerta a que la patrona abriera, y habría dado media vuelta y se habría ido de no ser porque estaba decidido y hambriento, y no tenía ganas de irse a casa o de hablar con Rose, todo lo cual zanjaba la cuestión. Sabía que los varones normales y menos afeminados se pasarían una hora o dos en un bar, leyendo un periódico y bebiendo una pinta de cerveza, en lugar de deambular por las calles para matar el tiempo, pero tales alternativas no parecían posibles en su caso. Así que esperó a que la mujer abriera la puerta.

Ella pareció inquieta al verlo, como si fuera una cara conocida a la que no lograba poner nombre. Eso Madden lo entendía. Él tampoco sabía qué nombre darse. ¿Quién era quien le había preguntado qué era?

¿Era esa siquiera la pregunta correcta? ¿Qué, por qué, y si era…? Cualquiera podía haberlo hecho. La siguió por la escalera a oscuras mientras ella le señalaba de pasada las habitaciones vecinas situadas a ambos lados de los rellanos.

Era una mujer baja y rechoncha, con un casquete de rulos de caniche que le abarcaba todo el cráneo. Llevaba una redecilla sobre los rulos y la cara que colgaba debajo era completamente redonda, plana y desprovista de rasgos discernibles. Madden sabía que tenía nariz (se la había visto otras veces), pero esta parecía haberse hundido en su rostro. En el lugar que había ocupado se veían ahora dos orificios negros. La boca había quedado también absorbida por la masa esponjosa de su carne. Había dejado por completo de ser una boca; era una especie de músculo prensil.

La patrona subía con andar lento y pesado, y con cada paso que daba dejaba escapar un silbido trabajoso.

Aquellas escaleras iban a matarla, dijo, pero Madden estaba distraído mirando las puertas cerradas que había en torno a él. Intuía ojos en las mirillas, ojos que lo observaban por entre las grietas de las paredes. La única bombilla del pasillo oscilaba ligeramente en el aire, sobre él, mecida por una brisa imperceptible. Hacía frío y, sin embargo, la humedad del aire podía sentirse en los pulmones, en el pecho.

Ella señaló una puerta con su mano infantil.

– Esto antes eran pisos, pero los dividimos en habitaciones separadas. Aquí vive un estudiante de Medicina, lo conoces, ¿no? -dijo-. Un tipo raro. Lleva un traje de pana verde. Menuda ocurrencia. A lo mejor te gustaría ver la habitación de al lado de la suya. Hay dos para alquilar. Puedes ver las dos. O solo una. Como prefieras.

Madden dijo que prefería ver solo una.

Ella abrió una puerta exterior que se cerró por sí sola tras ellos. Había una hilera de pequeñas habitaciones con sus pequeñas puertas y, al final del pequeño corredor, la pequeña habitación de Gaskell en la buhardilla, a la que se llegaba subiendo dos escalones y que se parecía mucho a la madriguera de una alimaña monstruosa. No brillaba luz bajo la puerta. Gaskell debía de haber salido. Quizá a una matiné en el Río Locarno.

La casera flexionó el ano de su cara (Madden vio dentro uno o dos dientes solitarios) y estiró el brazo hacia la puerta de una de las habitaciones de la izquierda, la abrió y dejó que él pasara antes que ella. Encendió la luz principal y Madden se encontró en un cuarto de decrepitud casi inverosímil.

– Un cuartito muy apañado -dijo ella-. Estupendo para un estudiante, ¿eh? Ahí tienes la cama, con su cabecero de hierro y todo, una cómoda y un ropero… y hasta una cocinita para calentar el té. El contador del gas está ahí, detrás de la puerta. Y el precio es muy razonable, además. ¿Qué te parece?

Madden recorrió con la mirada la habitación, toda ella de un marrón tirando a amarillento. No había papel en las paredes: estaban cubiertas de hojas de periódico sobre las que se habían aplicado sucesivas capas de pintura. Los titulares comenzaban a adivinarse a través de la pintura. Madden supuso, al menos, que no le faltaría qué leer si decidía quedarse con la habitación. Podía redecorarla, si estaba permitido; con apuntes de medicina y casos clínicos. Disecciones, patologías.

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