Madden se encogió de hombros.
– ¿Por otra cosa? ¿Por qué si no iba a pegarte?
Gaskell dejó escapar un suspiro lastimero.
– Te acuerdas de cuando fuiste al cine, ¿no? ¿De eso te acuerdas? Eso es lo que marca la diferencia, ¿comprendes? Es lo que me hace distinto. -Miró a Madden con mordacidad-. Por eso estoy aquí, en esta puta ciudad, en este puto país. Lejos del seno familiar, ¿comprendes? Desde aquí no puedo avergonzarles. La universidad es… una excusa, si quieres. Un subterfugio conveniente para distraer la atención de mi auténtica naturaleza desviada…
Madden no dijo nada. Se había hurtado aquella idea a sí mismo tan eficazmente que tuvo que hacer un esfuerzo para comprender la verdad que se escondía tras la insinuación de Gaskell. Éste se metió la mano en la chaqueta, sacó un papel de fumar arrugado y echó en él unas cuantas hebras de tabaco que sacó, sueltas, del bolsillo de la pechera.
– El problema es que los iguales se buscan, ¿no es cierto? -dijo-. Así que, ¿qué se puede hacer? Uno sigue adelante, a pesar de los prejuicios de su madre y de su padre y de su familia, tan importante ella. Y también a pesar de las leyes del país. Uno va del rodapié a la puerta y de la puerta al rodapié. Uno se acobarda y se esconde en la oscuridad y debajo de la cama y espera a que la bota venga a aplastarlo. Y, mientras tanto, los iguales se buscan para robar unos pocos minutos aquí y allá, en sitios peligrosos donde es arriesgado congregarse, pero que aun así son más seguros que otros. ¿Comprendes adónde quiero ir a parar, Hugh? ¿Empiezas a entender? Pues claro que sí.
Madden frunció los labios y no dijo nada. Se limitó a asentir lentamente con la cabeza.
Gaskell acercó una cerilla al pitillo y le dio vida.
– Así que -prosiguió-, voy a sitios donde a veces uno como yo puede conocer a un semejante. Y a veces no tan semejante. Hay algunos que temen a los maricas como yo y como Kincaid, y esperan a que salgamos para partirnos la cara. Al menos, eso era lo que pensaba yo hasta que él me iluminó. ¿Entiendes la situación, tarado?
Madden levantó la botella otra vez, pero esta vez Gaskell no se asustó. Sus ojos lo desafiaron.
– ¿Kincaid? -preguntó Madden, y luego añadió-: ¿El doctor Kincaid?
Gaskell soltó un bufido y se atragantó un poco con el humo del tabaco.
– El mismo. El buen doctor.
– ¿Y él… él también es… homosexual? -Madden se sorprendió ante su propia falta de desenvoltura. Naturalmente, siempre lo había sabido. ¿Cómo, si no, podría haber escrito aquella nota?
– Sí, Hugh. Es maricón. Un sarasa. Dice que aprendió en el Ejército. Ya sabes, la intendencia.
– ¿Y dónde aprendiste tú?
– ¿Yo? Yo siempre lo he sabido. A mí nadie tuvo que enseñarme nada.
Guardaron silencio un rato. Luego Gaskell siguió hablando.
– Aun así, ¿qué se puede hacer, eh, Hugh? En esta sociedad se necesita una tapadera. La gente con tendencias como la mía necesita una coartada. Kincaid también. Maisie es su coartada, y creo que antes le funcionaba bastante bien. Hasta que decidió que lo quería para ella sola. Pero eso es imposible, ¿verdad?
– ¿Por qué?
– Porque no se puede controlar a un viejo marica, chaval. La cabra tira al monte. -Aspiró el humo de su cigarrillo y lanzó un anillo azul que cruzó la habitación. Un goteo de agua que caía del techo lo partió en dos.
– Mi tapadera era Carmen. ¿Entiendes cómo funciona? Yo no la conocía, ni me importaban ella ni su novio. Me pareció divertida para pasar el rato, una chica con la que podía tener una relación no muy seria. En aquel momento pensé que el hecho de que sus padres fueran italianos facilitaba las cosas. Creía que sería católica y casta, y se contentaría con ir a tomar un helado y al cine. No a los cines que frecuento yo, se comprende.
Madden estudiaba la cara de Gaskell como si fuera nueva para él.
– ¿Y qué pasó?
– Que se quedó preñada -dijo Gaskell sin rodeos-. La dejé embarazada.
– Pero… ¿cómo?
– ¡Joder, tarado! ¿Cómo crees tú? ¡Pues de la manera normal! Se me ofreció y le tomé la palabra. Un error, pero ¿qué quieres? El caso es que dijo que me quería y yo no soy un santo. Nunca he pretendido serlo. Pero ella conocía mis inclinaciones. Supongo que era su forma de afianzar su derecho sobre mí. Puede que pensara que podía convertirme. Pero ¿sabes?, eché un vistazo a esas tetitas tan monas y a ese culito redondo como un melocotón y pensé, mmm, esto no es para mí. No para mucho tiempo, por lo menos.
Madden se secó la frente. Otro goterón había caído sobre ella.
– Continúa -dijo.
– Me contó lo del embarazo. También se lo dijo a Dizzy. No sé si le dijo que era mío o suyo. Creo que también se lo contó a ese capullo de Fain. Puede que él también creyera que era suyo. A mí me daba igual. A Dizzy sí le importaba, creo. De todas formas, ella abortó. Se fue a Inglaterra a abortar. Cuando volvió, estaba bastante enfadada conmigo, creo. Sí, estaba bastante enfadada. Me amenazó. Dijo que iba a contar a todo el mundo lo que hacía. Imagínate, ¿eh, Madden? Iba a decir a todo el mundo lo que hacía. ¿Entiendes lo que significaba eso?
Madden lo miró, pero no pudo descifrar su expresión.
– Sí, creo que sí lo entiendes, ¿verdad? Por fin. Contigo siempre se estaba muy a gusto, tarado, era todo un placer. Nunca te enterabas de nada, ¿verdad? Era tan seguro, tan fácil ser tu amigo…
Madden sintió la boca reseca y se humedeció los labios.
– ¿Eso éramos? -preguntó-. ¿Amigos? Creo que nunca lo supe.
Gaskell echó la ceniza al suelo. Suspiró.
– Menuda habitación tienes -dijo-. La crème de la crème, en serio. Creo que todavía le debo una silla a esta habitación. Naturalmente, es tuya, si la quieres.
Madden habló lenta y deliberadamente.
– ¿Qué significaba, entonces? Dilo de una vez.
– Significaba -dijo Gaskell- una pena de cárcel.
Madden asintió con la cabeza para sí mismo.
– Eso te da un móvil -dijo Madden-. Pudiste matarla para que no hablara.
Gaskell ignoró su comentario.
– Así que -prosiguió- pensé que podía ganar tiempo para pensar si les enseñaba tu zapato en la verja. No puedes despreciarme por eso.
Madden se quedó callado largo rato y Gaskell siguió fumando y limpiándose la sangre del labio con el dorso de la manga.
– No recuerdo todo lo que ocurrió -dijo Madden al fin-. Solo fragmentos, trozos y pedazos. Es como si le hubiera pasado a otro. Dímelo -le imploró-, dime qué pasó. Porque yo también estoy metido en esto. Y soy tu amigo.
Gaskell asintió con la cabeza.
– Está bien. Lo mismo da que te ahorquen por una oveja que por un cordero, ¿eh? -Se echó a reír.
– Yo solo… necesito hacerme una idea de por qué murió -dijo Madden-. No puedo explicarlo. Significa algo para mí.
Gaskell lo miró inexpresivamente.
– ¿Por qué murió quién? Ah, sí. Carmen. Me había olvidado de ella. Estaba distraído pensando en mí. -Se quedó pensativo, lió otro cigarrillo y luego dijo-: Te he hablado de mis… actividades, ¿no? Eso lo has oído, ¿verdad? Bueno, pues hay sitios donde la gente se encuentra y todo es clandestino, ¿comprendes? Porque nadie puede enterarse. Es una condición de la sociedad en la que vivimos. La moral pública y los actos íntimos deben coincidir.
»Bien. Los míos, por lo menos, tienen que parecer que coinciden. Naturalmente, lo que quiero hacer y lo que se me permite legítimamente hacer en mi vida privada no es lo mismo. Pero nadie se molestó en preguntarme al respecto. Ni tampoco a Oscar Wilde, el viejo maricón. Así que fue la historia de siempre, chico conoce a chico. Yo no tenía más de quince años. Iba a un colegio muy bueno, ¿entiendes?, uno de los mejores, en serio. Mis padres, Dios los bendiga, pensaban que estaba mejor interno. Para endurecerme y qué sé yo. Para hacer de mí un hombre. Supongo que mi madre se dio cuenta desde el principio. Pero era buena, siempre pude hablar con ella. Yo entonces era muy pegajoso, siempre andaba intentando llamar su atención. Lloré patéticamente cuando me mandaron al colegio. Pero, claro, un sitio así puede endurecerte de maneras distintas. Kincaid dice que a él le pasó lo mismo en el Ejército. Pero yo creo que se engaña, ¿tú no? Lo único que hace uno es esconder su verdadera naturaleza bajo la piel, donde no puedan herirla tan fácilmente. ¿Alguna vez te has preguntado por qué los antiguos alumnos se reúnen tanto? Es porque solo con sus antiguos compañeros pueden ser quienes son, porque pasado un tiempo el que uno es en la superficie y el que es bajo la piel se confunden. Ni siquiera ellos saben ya quiénes son. ¿Imaginas aunque sea por un segundo que ese viejo pollatorcida de Kincaid se considera un maricón o una loca o algo así? No, ni un poquito. Simplemente pasa de lo que le dice Maisie y se cree que solo tiene ciertas costumbres antisociales de las que por lo visto no puede librarse, como tomar rapé o darle al whisky todo el día. Y nadie se atrevería jamás a insinuar que eso sea algo poco viril, ¿verdad? Desde luego que no. Él está dispuesto a dar dinero a cambio de un jovencito. Caridad, cree que es. No le gusta hablar de ello en la Logia, con sus antiguos compañeros de estudios, todos ellos viejos maricones. Pero enseguida reconoce el talento, ¿eh? Enseguida ve a un tío bueno. Cada año, cuando los alumnos nuevos, los novatos, llenan las aulas y los laboratorios de la sacrosanta facultad de Medicina, ese viejo cabrón y muchos otros como él se relamen, babean por hacerse con una presa. Todas esas insinuaciones que dejan caer en laboratorios y seminarios son el cebo para novatos como yo, recién salidos del internado y sin blanca. Claro que estaba dispuesto a hacerle un trabajito al viejo torpón. Ni siquiera me daba asco. Te aseguro que en el colegio me quitaron el asco a golpes. Me golpearon, me azotaron, me hicieron pajas y me zurraron en el trasero, ja, ja. Así que dije que sí. Lo que quisiera, si me compraba un whisky como el que bebía él. Uno bueno. De malta puro. Nada de dinero, ¿comprendes?, siempre he sido un manirroto espantoso. La maldición de la clase media alta. Cuando te acostumbras al dinero, necesitas más. Es un hecho elemental de la economía. Y yo siempre parecía necesitar más. Así que empecé a hacer que soltara la pasta. Él y otros. Nunca podíamos vernos en casa de ninguno. Sus mujeres y sus hijos estaban allí. Y tampoco podíamos encontrarnos en lugares públicos.
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