Alcira Mariam Alizade
Clínica con la muerte
SEGUNDA EDICIÓN
Para mi hermano Miguel Ángel Alizade.
Para Eduardo Palá.
Alan
Alberto
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Ignacio
Ileana
Iris
Leo
Leonarda
Marcos
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Natalia
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Oscar
Paula
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Roberto
Sara
Sofía
Teo
Valeria
Vera
Yvonne
Prólogo a la segunda edición
Ha pasado más de una década y Clínica con la muerte sigue viva, transitando caminos. Me llegan ecos de agradecimiento desde diversos lugares con el relato de la ayuda que ciertas líneas aportaron a distintas personas en diversas circunstancias, y en la cercanía de la finitud, tanto propia como de un ser querido.
Es un placer presentar esta segunda edición. La primera data de 1995 y fue publicada por Amorrortu Editores. Agradezco a Ediciones Biebel el interés que mostró en volver a dar a luz este libro.
Una segunda edición es un segundo nacimiento. Y también es una renovación. Las páginas son las mismas, pero el tiempo ha dejado marcas en las letras y este prólogo pretende agregar algunas palabras más acerca de la clínica con la muerte.
En este libro cuento mi experiencia en el contacto con seres que estaban por morir. Me enseñaron, ayudé, nadé en aguas de angustia, me alejé y acerqué alternativamente… conviví mentalmente con ellos.
Un día, moriremos. Uno a uno, en diversos momentos y circunstancias. Este universal de existencia deja huellas, visibles o invisibles, en nuestro diario transcurrir. No sabemos cuándo, no sabemos de qué exactamente, no sabemos cómo. Abarajamos hipótesis: ¿Enfermedad? ¿Accidente? ¿Longevidad?
En general, nadie quiere morir… la mayoría se aferra a las raíces terrenales y desea permanecer en su carácter de viviente. Es natural y comprensible. La muerte se presenta como una enemiga acechante que nos hace sufrir. Nos amenaza con quitarnos lo que más amamos. Nos ausentará del mundo definitivamente y perderemos el precioso don de la vida.
Sabemos que somos pasajeros pero, ¿no será mejor no pensar en eso? Nos arraigamos a nuestro hábitat conocido, por duras que sean las circunstancias que nos toquen transitar. Lo desconocido de la muerte aterra. La desesperación por la extinción incentiva patologías de poder y creencias ciegas de dominio que facilitan actividades destructivas tanto a nivel individual como social y político.
Por otra parte, es tan maravillosa la existencia cuando aprendemos a apreciar las mil maravillas que nos rodean: el sol, la luna, la sonrisa, el verde de tal árbol, mi pisada en la vereda, la pequeña compra de alimentos, el cruce con otro, el niño que vemos… ¿por qué habríamos de dejarla?
Enemiga desprolija, la muerte no respeta edades, da sorpresas feas. Es intempestiva, irrespetuosa, no avisa. Nada le importa: si tenemos hijos por criar, proyectos a medio cumplir, una boda en puertas… ¿será mala la muerte? Esta pregunta me ronda a veces.
Y por sobre todo, es enemiga porque la tememos. ¿Qué podría ella enseñarnos?
Pienso en el Diálogo de Fedón de Platón, cuando Sócrates, ya próximo a ingerir la cicuta, retoma su famoso “no sé” y lo aplica al morir. ¿Por qué estar tristes y llorar si no sabemos qué nos espera allende la vida? Propone un morir sereno, noble, valiente, curioso, incluso feliz.
¿Reencarnación? ¿Resurrección de la carne? ¿Juicio final? ¿Descanso pacífico en la nada? ¿Trasmutación de energía? Todo es posible y misterioso.
Escuchemos a Montaigne en una célebre página de sus Ensayos:
“No hay lugar en la tierra donde la muerte no pueda encontrarnos, por mucho que volvamos constantemente la cabeza en todas direcciones como si nos halláramos en una tierra extraña y sospechosa... Si hubiese alguna manera de resguardarse de los golpes de la muerte, no soy yo aquel que no lo haría... Pero es una locura pensar que se pueda conseguir eso...
Los hombres vienen y van, trotan y danzan, y de la muerte ni una palabra. Todo muy bien. Sin embargo, cuando llega la muerte, a ellos, a sus esposas, sus hijos, sus amigos, y los sorprende desprevenidos, qué tormentas de pasión no los abruman entonces, qué llantos, qué furor, qué desesperación...
Para empezar a privar a la muerte de su mayor ventaja sobre nosotros, adoptemos una actitud del todo opuesta a la común; privemos a la muerte de su extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella; no tengamos nada más presente en nuestros pensamientos que la muerte... No sabemos dónde nos espera la muerte así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo”.
¿Será posible “aprender a morir”, como indica el filósofo? ¿Cómo convivir en el día a día con la expectativa de la finitud?
Una alternativa es amigarse con la idea de la transitoriedad. Este trabajo, lento y seguro, cultivado de muchas maneras, iría desatando los excesivos lazos de apego a lo terrenal y develaría que vivir es atravesar un tiempo de aventura y de privilegio por haber nacido. Partir equivaldría a un nacimiento al revés, al cierre de un ciclo natural. De ocurrir esta especie de milagro mental, fruto de una profunda elaboración, la vida entera se irá transformando para bien. La muerte estará presente en cada bello amanecer, en cada instante de vida lúcida y agradecida. Empezamos a morir al nacer y terminaremos de morir al extinguirnos definitivamente. La muerte incluso podrá perder su nombre y se convertirá en un pasaje, un salto vital a otro lado, una trasmutación de energía… una fuente de extraña vitalidad.
La conciencia de transitoriedad inmediata, el movimiento constante y lúdico ser-no ser más, nos acerca a estados psíquicos de mayor lucidez, modifica la cosmovisión y nos humaniza al sensibilizarnos a la gran ola de lo efímero. La conciencia se expande y se aproxima a un plus de realidad que linda con lo impensable. La mente se libera de temores y se armoniza con la totalidad. Nos aproxima una y otra vez al otro, al extranjero que forma parte del todo en que estamos inmersos. Aprendemos a corregir errores de pensamiento, a domesticar impulsos negativos fruto de hábitos de cultura milenaria regidos por el miedo y la creencia en el poder de acopiar, de tener, de competir, de consumir, de quitarle al prójimo en provecho propio. La angustia por sabernos mortales es fuente de múltiples errores humanos.
La educación desde la infancia en el arte de vivir sin temor a la muerte y en estado de gratitud y amor por el don recibido, familiarizará a las futuras generaciones con la naturalidad de la travesía por la vida, con un principio y un fin. Al aprender, en forma lenta y sostenida a aceptar la impermanencia, bordearán la sabiduría y se incrementará el vivir generoso, humilde, valiente.
Imagino que morir ha de ser como atravesar una cuarta o quinta dimensión, como lanzarse a un vacío infinito. En el acto de soltar amarras con la tierra, el ser se lanza a lo desconocido.
El adiós será suave, pese a las apariencias, la desaparición una evanescencia natural, sin tragedia, y, de alguna manera difícil de explicar, la irradiación de este trabajo abrirá en muchos otros, pequeñas puertas incipientes hacia una solidaridad interminable, y un mundo rescatado de las luchas fratricidas y de la ignorancia.
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