P. James - Muerte en la clínica privada

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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P D James Muerte en la clínica privada Este libro está dedicado a Stephen - фото 1

P. D. James

Muerte en la clínica privada

Este libro está dedicado a Stephen Page, editor,

y a todos mis amigos, viejos y nuevos, de Faber and Faber,

para celebrar mis cuarenta y seis años ininterrumpidos

como autora de la editorial

NOTA DE LA AUTORA

Dorset es notable por la historia y variedad de sus casas solariegas, pero quienes viajen a este bello condado no hallarán la Mansión Cheverell entre ellas. La Mansión y todo lo relacionado con la misma, así como los lamentables hechos que ahí tienen lugar, sólo existen en la imaginación de la autora y de sus lectores, y no tienen relación alguna con ninguna persona pasada o presente, viva o muerta.

PRIMERA PARTE

21 de noviembre-14 de diciembre.
Londres, Dorset

1

El 21 de noviembre, el día que cumplía cuarenta y siete años, tres semanas y dos días antes de ser asesinada, Rhoda Gradwyn fue a Harley Street a una primera cita con su cirujano plástico, y allí, en un consultorio diseñado, al parecer, para inspirar confianza y disipar aprensiones, tomó la decisión que la conduciría inexorablemente a la muerte. Más tarde ese mismo día, almorzaría en el Ivy. La hora de las dos citas era fortuita. El señor Chandler-Powell no podía asignarle una hora más temprana, y el posterior almuerzo con Robin Boyton, previsto para la una menos cuarto, había sido concertado desde hacía dos meses: en el Ivy era imposible conseguir mesa sin reserva. Ella no consideraba ninguna de esas dos citas como una celebración de cumpleaños. Nunca se mencionó este detalle de su vida privada, como tantas otras cosas. Dudaba de si Robin había descubierto su fecha de nacimiento o, en su caso, si le importaría. Sabía que era una periodista respetada, incluso distinguida, pero no se imaginaba precisamente aparecer en la lista del Times de los personajes VIP que cumplen años.

Tenía que estar en Harley Street a las once y cuarto. Por lo general, cuando tenía una cita en Londres prefería caminar al menos parte del trayecto, pero hoy había pedido un taxi para las diez y media. El viaje desde la City no debía requerir tres cuartos de hora, aunque el tráfico de Londres era impredecible. Estaba entrando en un mundo que le era extraño y no quería hacer peligrar la relación con su cirujano llegando tarde a la primera reunión.

Ocho años atrás había alquilado una vivienda en la City, parte de una estrecha hilera de casas adosadas situadas en un pequeño patio al final de Absolution, cerca de Cheapside, y en cuanto se mudó supo que ése era el barrio de Londres en el que siempre había querido vivir. El contrato de alquiler era largo y renovable; le habría gustado comprar la casa, pero sabía que nunca se pondría a la venta. De todos modos, el hecho de no poder llegar a considerarla del todo suya no le afligía. La mayor parte de la construcción databa del siglo XVII. Muchas generaciones habían vivido allí, habían nacido y muerto allí, dejando atrás sólo sus nombres en arcaicos y amarillentos contratos, y ella se sentía contenta de estar en su compañía. Aunque las habitaciones de abajo, con sus ventanas divididas con parteluces, eran oscuras, las del estudio y el salón de la primera planta estaban abiertas al cielo y disfrutaban de la vista de las torres y los campanarios de la City y más allá. Una escalera de hierro iba desde una angosta galería de la tercera planta hasta una azotea apartada en la que había una hilera de tiestos de terracota, y las mañanas soleadas de los domingos, se sentaba con un libro o los periódicos mientras la calma dominical se prolongaba hasta el mediodía y la tranquilidad sólo se veía interrumpida por los habituales repiques de campanas de la City.

La City que yacía abajo era un osario construido sobre múltiples capas de huesos, varios siglos más viejos que los de las cities de Hamburgo y Dresde. ¿Acaso este conocimiento formaba parte del misterio que aquello tenía para ella, un misterio que notaba con más fuerza cuando algún domingo punteado con campanadas exploraba a solas sus plazas y callejones ocultos? El tiempo la había fascinado desde la infancia, su aparente capacidad para transcurrir a distintas velocidades, la disolución que causaba en cuerpos y mentes, la sensación de que cada momento, todos los momentos pasados y futuros, estaban fundidos en un presente ilusorio en el que cada aliento se convertía en el inalterable, indestructible pasado. En la City de Londres, estos momentos habían sido captados y solidificados en piedra y ladrillo, en iglesias y monumentos y en puentes que cruzaban el eterno Huir del gris pardusco Támesis. En primavera o verano salía a caminar a las seis de la mañana; tras cerrar con doble llave la puerta principal a su espalda, se adentraba en un silencio más profundo y misterioso que la ausencia de ruido. A veces, en estos paseos solitarios parecía que daba los pasos con sordina, como si una parte de ella tuviera miedo de despertar a los muertos que habían andado por aquellas calles y habían conocido el mismo silencio. Sabía que los fines de semana estivales, a unos centenares de metros, los turistas y las multitudes pronto invadirían el Puente del Milenio, los cargados barcos de vapor del río se apartarían con majestuosa torpeza de sus atracaderos, y la ciudad pública se volvería estridentemente viva.

Sin embargo, nada de esto penetraba en Sanctuary Court. La casa que había elegido no podía ser más distinta del chalé pareado claustrofóbico y con cortinas ubicado en Laburnum Grove, Silford Green, el suburbio del este de Londres donde había nacido y donde había pasado los primeros dieciséis años de su vida. Ahora iba a dar el primer paso en un camino que acaso la reconciliara con aquellos años o, si la reconciliación no era posible, al menos les quitara su capacidad destructiva.

Eran las ocho y media y estaba en el cuarto de baño. Cerró la ducha, y envuelta en una toalla se dirigió al espejo del lavabo. Alargó la mano y la pasó por el cristal empañado y vio aparecer su cara, pálida y anónima como una pintura emborronada. Hacía meses que no se tocaba la cicatriz a propósito. Ahora pasó lenta y delicadamente por ella la punta del dedo, notando el brillo plateado en su centro, el duro perfil irregular del borde. Colocándose la mano izquierda en la mejilla, intentó imaginar a la desconocida que, en el espacio de unas semanas, se miraría en el mismo espejo y vería un doble de sí misma, aunque incompleto, sin marcas, quizá sólo con una fina línea blanca para mostrar el lugar donde había estado esa grieta arrugada. Mientras contemplaba la imagen que no parecía más que un vago palimpsesto de su antiguo yo, comenzó de manera lenta y pausada a derribar sus cuidadosamente construidas defensas y dejar que el turbulento pasado, primero como un torrente impetuoso y luego como un río crecido, irrumpiera sin encontrar resistencia para apoderarse de su mente.

2

Estaba de nuevo en la pequeña habitación trasera, cocina y sala de estar a la vez, en la que ella y sus padres mentían en connivencia y soportaban su exilio voluntario de la vida. La habitación delantera, con su ventana salediza, era para ocasiones especiales, fiestas familiares que nunca se celebraban y visitas que nunca aparecían, su silencio olía levemente a cera para muebles perfumada de lavanda y a aire viciado, un aire tan siniestro que ella procuraba no aspirarlo nunca. Era la única hija de una madre asustada e ineficiente y de un padre borracho. Así es como se había definido a sí misma durante más de treinta años y como aún se definía. Su infancia y su adolescencia habían estado marcadas por la vergüenza y la culpa. Los arranques periódicos de violencia de su padre eran impredecibles. Ella no podía traer a casa tranquilamente a amigos de la escuela, no organizaban fiestas de cumpleaños o de Navidad, y como no mandaban nunca invitaciones, tampoco las recibían. El instituto de secundaria al que fue era sólo para chicas, y las amistades entre ellas eran estrechas. Un signo especial de aceptación era ser invitada a pasar la noche en casa de una amiga. Pero en el 239 de Laburnum Grove no durmió jamás ningún invitado. El aislamiento no le preocupaba. Se sabía más inteligente que sus camaradas y fue capaz de convencerse de que no necesitaba ninguna compañía que resultaría ser intelectualmente insatisfactoria y que además nunca le sería ofrecida.

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