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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Nick Brooks La buena muerte Traducción de Victoria Horrillo Título original - фото 1

Nick Brooks

La buena muerte

Traducción de Victoria Horrillo

Título original: The Good Death

© Nick Brooks, 2006

Para Leona

Caricias son las que sin tocar tocan,

de la mina de la belleza Cupido mismo las extrajo.

Caricias son, y de ellas yo pobre bálago.

– Astrophil y Stella, Sir Philip Sydney

1

Rose decía que Madden tenía bastante buen ojo para los muertos. Desde esa pareja que celebraba sus bodas de plata y se estrelló con el coche (ninguno de ellos habría reconocido al otro de haber podido verse mutuamente) hasta su propio padre en decúbito supino sobre la camilla, resplandeciente con su particular forma de traumatismo. Había algo especial, algo diferente en todos y cada uno de ellos. Un capricho de la enfermedad o un rasgo peculiar de su dolencia producían un resultado enteramente único en cada cadáver en el que Madden había puesto los ojos.

Y, naturalmente, tenía sus favoritos. ¿Qué profesional no los tenía? ¿Qué anatomista, qué cirujano podía afirmar que nunca se había prendado de un ejemplar espectacular, toda una tesis por sí mismo, una revelación? Ninguno, al menos, que fuera serio, que estuviera comprometido con su oficio, con su ciencia. Madden no era distinto. No habría podido hacer su trabajo si no lo fascinaran todos ellos, cada uno a su modo. Ésa era la verdad. Era algo que había compartido con Kincaid, a pesar de que Kincaid no lo hubiera creído nunca. Y era Kincaid quien le había presentado al primero.

Fue un encuentro perverso. Madden perdió su virginidad con una niña de diez años cuyas entrañas, frescas, firmes y resbaladizas, no mostraban ni la lividez ni la hinchazón, ni la distensión ni la fealdad categórica que se asociaban con los órganos de los clientes más maduros. Sin duda, los tejidos internos de Madden reflejaban su edad con la misma exactitud que las tetillas, semejantes a bolsillos, que le habían ido apareciendo con el paso de los años o los pelos que brotaban de sus orificios nasales y de los lóbulos de sus orejas en proporción inversa a la alopecia gradual del resto de su cuerpo. Era por lo menos quince años más joven que Kincaid (era ya demasiado tarde para afirmar que tenía toda la vida por delante), pero no estaba listo aún para abandonar a hurtadillas la barahúnda de los mortales. No, Rose se iría antes que él. A menudo pensaba en morir solo, sin esposa ni familia de los que despedirse, pero aquella idea nunca le resultaba turbadora.

– Tú no necesitas a nadie -le había dicho Rose una vez-. Para el caso, podrías ser farero o astronauta.

Lo había dicho con intención de herirlo, pero Madden había mostrado una total indiferencia. No podría haber sido ninguna de esas cosas, le había dicho a Rose, porque se había hecho director de una casa de pompas fúnebres. Era una vocación.

Rose le dijo que ella creía que ser cirujano era una vocación. Que pensaba que lo de la funeraria era solo un trabajo.

Tenía razón, por supuesto. Pero el trabajo tenía sus incentivos. La aparición de Kincaid ese día era uno de ellos. Poca gente recalaba en las oficinas de Caldwell & Caldwell a hora tan temprana, así que Madden se sorprendió un poco al verlo por primera vez (debía de ser la primera) después de tanto tiempo. Los años transcurridos apenas lo habían cambiado. Tenía, quizá, menos pelo en la coronilla y su cintura se había ensanchado ligeramente. Aparte de eso, estaba muy bien conservado y su bigote recortado y teñido de amarillo por la nicotina seguía exactamente igual a como Madden lo recordaba. Tras reponerse de su sorpresa inicial, Madden volvió a adoptar el tono reconfortante que empleaba por norma con todo aquel que cruzaba el umbral de la funeraria, aunque era un placer extraño tener al gran Kincaid allí con él, en su puesto de trabajo.

– Doctor Kincaid -dijo-. ¿O debería llamarlo profesor Kincaid? Debo decir que ha pasado mucho tiempo. Como verá, estoy desvinculado de la profesión. Tal vez usted sea ahora decano de la facultad.

Le habría gustado mirar a Kincaid directamente a los ojos, pero algo se lo impedía. Algo que creía haber enterrado junto con el resto de su pasado. Obviamente, no era así. Allí estaba el buen doctor, tan capaz de turbarlo como siempre, de hacerle sentir incómodo en virtud de su sola presencia. Quizá Kincaid fuera siempre capaz de hacerle sentir así. Quizá sentirse así fuera ni más ni menos lo que se merecía. Bien. Ya verían. Después de todo, el mero hecho de tener allí a Kincaid, en Caldwell & Caldwell, denotaba cierto cambio en la dinámica de su larga relación. Kincaid estaba allí por una razón, y fuera lo que fuese lo que Madden sentía por él personalmente, como profesional no permitiría que tales sentimientos interfirieran en el desempeño de su tarea. Eso estaba fuera de toda duda. Los negocios eran los negocios y no había más que hablar.

Se obligó a fijar la mirada en los ojos de Kincaid. Las pupilas del doctor, completamente dilatadas, eran más negras que nunca. El blanco de los ojos resultaba casi invisible. Madden se sorprendió haciéndole un guiño ridículo. Aquel gesto le produjo un arrebato de eufórica rebeldía y una náusea suave.

– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Té, café? ¿Un espresso? -preguntó-. Tenemos una máquina.

Kincaid guardaba silencio. Madden sonrió, cogió la mano del doctor como si fuera a estrechársela y luego se apartó, dejándola caer. No era apropiado: el reputado médico no le había ofrecido la suya. Kincaid, inmóvil, siguió mirando con ojos dilatados a nada en particular.

– No le importa que yo tome uno, ¿verdad? -Madden puso una taza bajo la cafetera y la encendió, y el vaso comenzó a llenarse de líquido oscuro; el ruido de la máquina resultaba reconfortante en medio del silencio de la mañana. Cuando el café estuvo listo, Madden lo dejó sobre un lateral de la camilla y la empujó a través de las cortinas, camino del ascensor que los llevaría al piso de abajo, donde se hallaba el depósito. Aquella camilla tenía una rueda con tendencia a atascarse, y Madden había dicho de vez en cuando a Caldwell padre que les iría mejor con un carrito de supermercado. Su queja, sin embargo, había caído en saco roto dado que Caldwell padre estaba ya más muerto que Kincaid, si tal cosa era posible.

Madden se figuraba que podía interpretar los últimos años de la vida de Kincaid como si fueran contornos en un mapa del Instituto Cartográfico. O, más concretamente, como síntomas en un diagnóstico. Así habría preferido llamarlos él. Era extraño verlo ahora, tan completamente muerto que casi quitaba el aliento. A Kincaid, desde luego, se lo había quitado. Madden encendió el fluorescente, cuyo parpadeo reflejaron las superficies de acero inoxidable y porcelana del depósito de cadáveres. Se quedó inmóvil (una mano en la cadera, la otra sujetando el espresso) y contempló el cuerpo que yacía sobre la mesa mortuoria. A la luz de laboratorio del depósito, podía leer el relato, ya conocido, que se desplegaba ante él sobre la plancha de la mesa. Un relato que algún otro embalsamador llegaría a leer tras la muerte del propio Madden: el desenlace era, por descontado, tan probable al menos como todo lo demás. Kincaid, que medía más de metro ochenta descalzo y con calcetines, había sido indudablemente un hombre robusto. Esa mañana, sin embargo, parecía un tanto disminuido, inferior a la suma de sus partes. Eso mismo podía decirse de todos los cuerpos que Madden había contemplado. Kincaid representaba una rareza en el sentido de que su manera de morir no le había venido dada. Si la progresión de la enfermedad no se hubiera visto interrumpida, habría sufrido algún tiempo más. (¿Cuánto? ¿Dos meses, dos meses y medio?). Pero Kincaid había tirado por la calle de en medio. Y todo ello apenas unos meses después de que sus trastornos intestinales lo indujeran a visitar a un gastroenterólogo.

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