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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Únicamente con los obesos tenía verdaderas dificultades y, dependiendo del estado del cuerpo, normalmente podía esperar hasta que lograba dar con Joe. Kincaid no dio problemas, y Madden dobló su ropa y la colocó, cuidadosamente etiquetada, junto con la de los demás en el ropero destinado a los difuntos. Le quitó el reloj, el grueso sello de oro y la alianza, que se deslizaron suavemente por sus dedos sin necesidad de recurrir al lubricante. ¿Se decía así? «Lubrificante» era la palabra que se le venía a la cabeza. Una vez etiquetadas las joyas y guardadas con las demás, solo le quedó el cuerpo: literalmente, dos tercios del hombre. El tercio restante se había esfumado ya. ¿Sería a eso a lo que se refería la gente cuando hablaba de los «ausentes»?

Quitando el pecho, Kincaid era casi lampiño, y el vello que conservaba alrededor de los genitales era ralo y de un blanco grisáceo. Un cardenal descolorido se extendía desde debajo de la costilla inferior de su costado izquierdo hasta su entrepierna. Naturalmente. Le habían rasurado la zona del pubis para la operación intestinal y el pelo apenas había empezado a asomar en el momento de su muerte. Era probable que hasta en la vejez hubiera conservado un vello abundante y viril, de haberlo consentido los hados. Madden sonrió. Los genitales del difunto se habían replegado y huían de la frigidez cadavérica con un arrebol seráfico. Solo las manos del buen doctor revelaban su edad. Estaban apergaminadas y tenían arrugas profundas. Los dedos eran largos, hábiles y esqueléticos; las uñas, casi luminosas en su blancura antinatural; los nudillos aparecían deformados por la artritis. Aunque decir que las uñas parecían antinaturales era un error. Tenían un aspecto, desde luego, completamente acorde con la naturaleza. El dedo índice y la yema del pulgar de la mano derecha estaban duros y encallecidos. Eran dedos de profesor, aunque quizá el empuñar instrumentos quirúrgicos también hubiera dejado en ellos su huella. Madden acabó su café y se dispuso a iniciar el drenaje del cuerpo.

No había duda de que, incluso muerto, Kincaid era un hombre atractivo. Había querido asegurarse de que la tarea de Madden fuera sencilla, despojarla de toda dificultad. Solo sería necesario sellar los orificios, dar un punto de sutura entre el septo nasal y el labio inferior para mantener la boca cerrada y aplicar una pizca de maquillaje. Un poco de base aquí, algo de colorete allá para darle un aire saludable, y quedaría como nuevo. Todo lo nuevo que podía quedar a esas alturas. Madden se puso a mezclar una crema exfoliante para el cuerpo.

Poco a poco, fue cobrando conciencia de algo que le inquietaba. Después de tanto tiempo, Kincaid no confiaba en que fuera capaz de cumplir con eficacia aquella sencilla tarea. Madden casi había olvidado esa sensación. Pero no la había olvidado del todo. Kincaid se las había ingeniado para hurtar su cuerpo a los peores estragos de la enfermedad. Se había conservado en buen estado para la tumba. Para ello, había bastado con un puñado de somníferos y una bolsa de plástico con que cubrirse la cabeza. De paso, había quedado con muy buen aspecto. Cuando menos, había ahorrado a Madden el esfuerzo de asumir aquella tarea.

Se asomó de nuevo a sus pupilas dilatadas, que empezaban a nublarse. Kincaid llevaba muerto diecisiete horas. La presencia del rigor mortis era ya tenue, pero no había abandonado del todo sus miembros. Madden acercó su cara a la de Kincaid y aspiró. Tabaco y whisky. Seguramente whisky de malta solo, si no se equivocaba con el buen doctor, aunque por desgracia no le era posible adivinar de qué marca. Un whisky de las Tierras Bajas, quizá. Antes de erguirse, Madden posó los labios sobre la boca y la besó. Quedaba en ella, posiblemente, la dulzura del whisky de los llanos. Miró su reloj y decidió seguir adelante. Esperaba otras dos entradas esa misma mañana, a última hora. Un coma diabético y un accidente laboral con decapitación. Ignoraba de dónde iba a sacar tiempo. El día no tenía horas suficientes.

2

Joseph Caldwell se presentó a mediodía. Masticaba una manzana mientras hojeaba despreocupadamente unas facturas. Se oía la radio y en la oficina empezaba a caldearse el ambiente. Entre mordiscos enérgicos, Joe se quejaba de que hacía falta un sistema de aire acondicionado que funcionara como era debido. El que tenían estaba averiado otra vez. No se decidía a arrancar, ni a pararse. «En toda funeraria, la temperatura ha de estar bien regulada», decía. Una cosa era que hiciera un poco de calor en los salones y otra que el cuarto frío se viera afectado; eso no podían permitirlo. Si algo no les hacía falta era que se acelerara la putrefacción. Su clientela no lo consentiría.

– Habrá que arreglarlo -dijo Joe-. Produce mala impresión que haga demasiado calor en los salones. -Dio otro mordisco a su manzana. Al igual que su padre, tenía la costumbre de sorber ruidosamente por la nariz y cerrar los ojos tras hacer una afirmación de la clase que fuera, cosa que a Madden le resultaba muy difícil de aguantar. Acongojado, Madden intentaba distraerse concentrándose en cualquier otro sonido y procuraba que sus miradas no se encontraran cuando no le quedaba más remedio que hablar con Joe.

– La gente va a pensar que se ha estropeado el sistema de refrigeración de la charcutería.

Madden levantó la vista.

– ¿De la charcutería?

– Sí, ya sabes. Fiambres y todo eso. -Joe escupió una semilla de la manzana en la palma de su mano y la tiró a la papelera-. Imagínate, algunos de los salamis que tuvimos la semana pasada estaban bastante pasados. Bien maduritos estaban algunos. Puaj.

Madden no le prestaba atención. Estaba escuchando una noticia en la radio, algo acerca de una pareja joven que se había enrolado en una misión presbiteriana. La iglesia en cuestión los había persuadido para que renunciaran a sus ahorros, abandonaran su hogar y sus trabajos, dejaran a sus padres y amigos y se fueran a vivir a un campamento en plena selva sudamericana. Allí pasaban el día cantando, predicaban el evangelio a los nativos (todos ellos católicos) y se esforzaban por que ni ellos mismos ni sus tres hijos pequeños conocieran una muerte mísera a causa del hambre. La caridad cambió pronto de tornas y los del campamento se vieron obligados a aceptar ayuda y comida de la población indígena, gente que apenas tenía con qué alimentarse, y mucho menos algo que dar a los extranjeros. Los indios nunca se quedaban mucho tiempo en un sitio y dependían en gran medida de la caza para completar su dieta. La joven pareja y todos los del campamento aborrecían verse a merced de la ayuda de aquellos indígenas, cuya mezcla de papismo y paganismo les parecía el colmo. Era, para ellos, la humillación suprema. Pero lo que más les había afectado eran los insectos. El marido describió ciempiés extraordinarios y «de tamaño descomunal», en todos los colores. Persuadidos de que aquellos bichos eran «inofensivos y deliciosos», y en vista de que la comida escaseaba, su esposa y él acabaron dándose por vencidos y probaron un puñado de larvas. No, no, les dijeron los indios. Las larvas eran extremadamente venenosas. Solo podían comerse los gusanos maduros. Y ello únicamente cuando no había ninguna otra cosa. ¿Por qué se comían los extranjeros [1] las larvas estando rodeados por todas partes de alimentos? Las larvas eran un asco. Los indios les dijeron esto cuando regresaron al campamento tras varias semanas de ausencia. Los niños estaban bien, aunque algo flacos. Ninguno había querido acercarse a los gusanos. Pero la joven pareja y casi todos los demás adultos del campamento estaban muy, muy enfermos. Dos o tres murieron, y los que tenían fuerzas para manejar una pala los enterraron deprisa y corriendo. El miedo a la enfermedad era palpable.

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