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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Hay tres estadios, le decía una voz en la que no reconocía la suya. Tres. Tienen lugar tras la muerte, no antes. Así que no puedes sufrir de rigor mortis. Es imposible. Lo que sientes no es lo que crees que sientes. Es una ilusión. Esto es absurdo, repetía aquella voz una vez tras otra, completamente absurdo. Seguía paseándose y hablando solo en voz alta para aplacar a la otra voz y apaciguar su pánico. Aunque no era un hombre religioso (en todo caso, diría, más bien lo contrario), con el tiempo la repetición de aquellas palabras se había convertido en una especie de oración, hasta el punto de que parecía poder recobrarse, calmarse hasta cierto punto, cuando la ridiculez de sus cavilaciones se le hacía finalmente obvia. Los tres estadios. Flacidez primaria, rigor mortis, flacidez secundaria. Sin duda no podía haber pasado del primer estadio, se decía, y a continuación recitaba para sus adentros la versión del Padre Nuestro de Gaskell. Él la llamaba la «Oración de la primera flacidez».

Padre nuestro,

inmaterial es la causa

una vez llega la muerte,

párpados y mentón se relajan,

aflójanse los miembros

como si nada ya los trabara,

los músculos andan sueltos,

las junturas destrabadas,

la tibia se une al tarso

y los huesos ya no marchan.

Por los siglos de los siglos,

amén.

Gaskell habría sido, indudablemente, mejor cirujano que poeta, pero aquellos versos parecían aún capaces de liberar a Madden del miedo. Entonces empezaba a relajarse otra vez y la tirantez de su pecho se aflojaba poco a poco. El bueno de Gaskell. Estuviera donde estuviera en ese momento, sabía qué estaba pensando Madden. Que el factor tiempo variaba si su cuerpo pasaba un largo período en una atmósfera fría (entre dos y ocho horas para que se manifestara el rigor mortis), o si permanecía en un ambiente cálido durante un período más corto. El proceso comenzaba en los párpados y descendía luego hacia la mandíbula inferior, el tórax, las extremidades superiores. Y después más abajo: el abdomen, las extremidades inferiores. Músculos voluntarios, músculos involuntarios, la edad del sujeto carecía de importancia. Y, al igual que la dolencia de la que Madden se imaginaba preso, una vez había rezado para sus adentros el proceso se disipaba gradualmente, empezando esta vez por los pies para subir luego por las piernas, ascender por su pecho hasta liberarlo y relajar finalmente ambos párpados, que se hacían flexibles (no, sensibles) una vez más.

– De todas formas, voy a tener que dejarte solo un rato -dijo Joe.

Madden asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Las noticias de la radio lo habían distraído: se había descubierto un cadáver en un pantano de los alrededores o algo por el estilo. Joe pareció molesto por que no le preguntara dónde iba, pero Madden se había acostumbrado hacía tiempo a sus idas y venidas sin explicación. De todos modos, ¿qué podía decir? El negocio era de Joe, aunque no le importara tirarlo por tierra.

– Tengo que ver qué pasa con Catherine, arreglar lo de las flores y esas cosas -dijo-. A ver si puedo convencerla para que venga un rato mañana u otro día de esta semana. O eso o despido a esa mema. -Guiñó un ojo mirando a Madden. Sin duda le agradaba la idea de que fueran conspiradores traviesos.

Al abrir la puerta, se echó hacia atrás un momento para añadir algo.

– Sé que estás ocupado y eso, pero ¿te importaría hablar con la mujer de ese fulano?

– ¿De qué fulano?

– Del suicida. Dijo que se pasaría por aquí hoy o mañana. Que quería hablar con alguien sobre el entierro.

– ¿No puedes encargarte tú? -dijo Madden, inquieto-. Creía que destacabas por tu labia.

Joe meneó la cabeza enfáticamente.

– Las flores, hombre -dijo-. Tengo que ocuparme de las flores y hablar con Catherine. ¡Parto otra vez en uno de mis locos viajes! Seguro que te las arreglas muy bien. -Volvió a guiñar el ojo y desapareció por la puerta, que al cerrarse cortó en seco el paso a una breve estocada de sol. La radio seguía zumbando en medio del silencio.

La esposa de Kincaid no apareció hasta bien entrada la tarde, pero durante el resto del día Madden no pudo trabajar con la rapidez de costumbre. Tenía los nervios de punta y un hormigueo fastidioso le hacía retorcerse las manos constantemente. Después de retorcérselas, volvía a sentir vida en ellas durante cinco o diez minutos, pero el cosquilleo no tardaba mucho en volver. Era el esfuerzo físico que requerían algunas de las tareas más pesadas lo que parecía causar aquel cosquilleo, y Madden nunca había logrado dar con un remedio eficaz. Su ritmo había quedado roto por las interrupciones constantes del teléfono, la necesidad de ocuparse de la llegada de los otros dos cuerpos y el temor que le infundía la perspectiva de tener que hablar con la señora Kincaid cuando decidiera pasarse por allí.

Le preocupaba especialmente el problema de la identificación. Últimamente olvidaba a menudo nombres y caras, y hacía lo menos cuarenta años que no veía a aquella mujer. Sabía que se estaba comportando como un necio, que la señora Kincaid no estaba enfadada con él. Esta vez, no había hecho nada malo: la muerte de su marido no se le había atribuido a él. En ese aspecto, tenía la conciencia limpia. Probablemente, Maisie ni siquiera se acordaba de él. Por el amor de Dios, debía de tener ochenta años como mínimo, y sin duda estaría tan afligida que no repararía mucho en él. Con todo, la idea de que pudiera acordarse de él le irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Normalmente apenas se relacionaba con los familiares de los difuntos, convencido de que la práctica del embalsamamiento o cualquier otra manipulación del cadáver se avenía mucho mejor a sus talentos naturales. Nunca había sido, como Rose no se cansaba de recordarle, una persona sociable. De todos modos, aquellas situaciones lo violentaban hasta tal punto que en realidad tampoco servía de gran ayuda. Hablar con el allegado de un cadáver, ya fuera su pareja o un pariente consanguíneo, distorsionaba en exceso su percepción del muerto como simplemente eso: un muerto, un ser inanimado, un trabajo. Nunca había sido muy amigo de efusiones (no lo era, al menos, desde hacía mucho tiempo), ni a solas ni delante de otros. A lo más que llegaba era a atender a Rose dentro de un orden, y hasta eso le resultaba agotador, por cuanto le costaba trabajo compadecerse de ella en lo más mínimo. Era demasiado absorbente, como un parásito que se alimentara de él. Y, por lo general, no era necesario que estuviera presente si algún familiar se interesaba por algún detalle del procedimiento: para eso estaba Catherine, y había desempeñado bastante bien su labor hasta hacía poco, cuando lo insultó por última vez. Era ridículo: solo la había rozado un segundo, había dicho él.

«¡Quítame de encima esos dedos de matarife! Sé lo que pretendes. ¡No creas que no lo sé!»

Hasta Joe era más útil que él si de conversar se trataba. Aunque al principio Madden desconfiaba de él, el padre de Joe había sido un fenómeno: era capaz de tranquilizar a cualquiera (por grande que fuera su dolor) con las palabras y los gestos más sencillos. Era como si todos sus ademanes hablaran de paz, de reposo, de lo natural y lo sobrenatural que, inevitablemente, iban de la mano. Abajo, en cambio, era harina de otro costal. Insultaba a los muertos y los manipulaba con evidente indiferencia por su título o su rango social, ya fueran banqueros o mendigos. Todos recibían el mismo trato. Madden lo había visto escupir a los cadáveres, incluso clavarles a veces el escalpelo en algún lugar recóndito, donde era improbable que alguien lo viera. Pero se lo clavaba muy despacio. Joseph Caldwell lo hacía todo muy despacio y con mucho sigilo. Había sobrellevado su propia agonía tan despaciosa y calladamente que nadie en su familia (y menos aún el joven Joe) había notado que estaba enfermo. Al final, su esposa le había preguntado por qué esa mañana no se levantaba para ir a trabajar y él, con la cara mirando al techo, había respondido: «Porque dentro de diez minutos estaré muerto, por eso». Efectivamente, diez minutos después, era (para usar su propia expresión) pan negro. Más adelante, su mujer le había contado a Madden que su cuerpo se había quedado frío como el hielo literalmente unos segundos después de que dejara de respirar. Era asombroso. A su modo, Madden encontraba muchas cosas que admirar en Joseph Caldwell padre. Ninguna de las cuales iba a ayudarlo a tratar con la señora Kincaid.

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