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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Con sus antecedentes familiares, debía de saber ya entonces cuál sería el resultado probable. Grave obstrucción de la pared intestinal. Tumor con metástasis. Bloqueo del tracto. Cirugía. Un tercio del colon extirpado. Diarrea espontánea. Quimioterapia sin resultados. El hígado, un amasijo encarnado de carcinoma. Negación. Ira. Negación. Tristeza. Negación. Negación. Negación. Septicemia. Una larga y enajenada caminata hacia esa dulce noche. El bueno de Kincaid jamás se resignaba. Sin duda, había percibido con agudeza la ironía de la situación. Un neuropatólogo, un astro curtido en las aulas estudiantiles y los discursos de sobremesa en la logia. Pásate media vida horadando el cerebro de los demás para cagarte luego en público hasta morir.

No, aquel no era destino para el bueno de Kincaid. En vez de esperar un final doloroso e indigno, el buen doctor había optado por «la buena muerte».

Madden también había visto muchos suicidios a lo largo de su vida. Era, lo reconocía, algo que nunca había comprendido. Siempre se había imaginado aguantando hasta el amargo final, fuera cual fuese. Lo que más le espantaba era el acto en sí mismo, los arrestos que hacían falta. Le acobardaba la idea de que su mano pudiera desviarse en el último momento. Que pudiera volarse media cara con la pistola y seguir viviendo; o arrojarse al paso del metro y rebotar, y tener que pasar el resto de sus días en una silla de ruedas, incapaz de masticar la comida.

No, gracias. La vida no se reducía a eso. Y quizá no fuera en absoluto cuestión de valentía, sino solo de tragarse las últimas píldoras, de echarse al coleto el arsénico, del crujido con sabor a almendras confitadas de la cápsula de cianuro.

Miró a Kincaid: los ojos dilatados, el tenue color azulado de la asfixia que solo el labio inferior delataba. Cosa rara, tenía roja la punta de la nariz. Claro que siempre le había gustado tomar una copita. Madden bebió un sorbo de café mientras sopesaba por un momento la idea de añadirle un chorrito de alcohol. Guardaba una botella en el maletín negro de médico que nunca usaba para otra cosa.

Se imaginó a Kincaid paseándose por delante de la tarima del aula, sus aspavientos al señalar la pizarra, en la que algún alumno reclutado a tal efecto habría garabateado anotaciones en un latín o un griego vulgares. Hasta en aquellos días, cuando los trajes eran negros y marrones, y de las chimeneas de la ciudad brotaban nieblas carcinógenas, Kincaid (cuyos ademanes teatrales y bons mots eran el resultado de la práctica rutinaria de su oficio y del servilismo de unos alumnos siempre dispuestos a reírle las gracias) parecía de otro tiempo: un funcionario del Raj, todo él quinina y patillas en forma de chuleta. Madden recordaba sus bromas con los cadáveres en clase de anatomía, repetidas año tras año en atención a los estudiantes novatos, los «ya basta de fingimientos» y «siéntese usted derecho cuando le hablo». Él, al principio, se había reído como los demás. Por los nervios. Se sentaba lo más cerca que podía de la puerta, listo para salir pitando si notaba que su desayuno pedía paso. Era curioso pensarlo ahora, después de ver tantos fiambres en sus respectivas bolsas. Kincaid, escalpelo en mano, estrafalario como un mago en el escenario del King's, dispuesto a sustituir a otro cirujano. Tan ducho en detritus cardiovasculares como en cuestiones más neurológicas. Madden recordaba su estilo retórico, incisivo como un proyectil. Había olvidado las fórmulas, pero recordaba los pormenores: aorta, vena cava superior, arteria coronaria derecha, arteria pulmonar, arteria coronaria principal izquierda, arteria coronaria circunfleja, arteria descendente anterior izquierda… Se aprendía los términos de memoria, como en la escuela los verbos del francés.

Era extraño que el lenguaje de la biología resultara tan funcional una vez pasado por el filtro del idioma anglosajón. Quizá ésa fuera otra cosa que compartía con Kincaid: su gusto por el latín y el griego. Tal vez ésa fuera una de las razones por las que ya entonces Kincaid parecía formar parte de un orden pretérito, un orden del que el propio Madden se sentía partícipe. ¿Cómo podía describirse el corazón en toda su tierna belleza sin recurrir al lenguaje del amor?

«La esencia de la futilidad», se imaginaba que decía Kincaid, como solía antaño. «Lo mismo da comer cordero que cebada. Puede que un defecto congénito se agrave por tal motivo, pero es improbable que mejore. ¿Moraleja? A vivir, que son dos días».

Madden retiró la sábana que cubría el cuerpo de Kincaid y rodeó lentamente la camilla. De cuando en cuando, se inclinaba para inspeccionar el cadáver o se detenía a beber un sorbo de café. Kincaid era delgado y anguloso. Sus brazos, cruzados sobre la tripa, abarcaban casi por completo la redondez que asomaba en aquella parte, como si quisieran proteger sus delicados intestinos. Madden miró atentamente su cara. Apenas tenía arrugas, solo algunos surcos junto a los ojos y, sobre ellos, la frente perpetuamente fruncida, con aquella expresión ceñuda que ostentaba desde que Madden lo conocía. No producía, en general, la impresión de ser un anciano (una impresión de marchitamiento). Suscitaba más bien una sensación de intemporalidad, como si, una vez muerto, su cuerpo hubiera sufrido una regresión hacia la infancia. Rose tenía esa misma cualidad, que no era privativa de las caras de los muertos.

Kincaid se había tomado, ciertamente, algunas molestias para la ocasión. Llevaba puesto un traje azul oscuro impecablemente planchado. Madden, que no entendía mucho de ropa, no logró identificar el tejido. ¿Lana virgen? ¿Mohair? Era costoso, en cualquier caso. Bajo la chaqueta llevaba un chaleco y, bajo éste, una camisa rosa claro y gemelos de oro en los puños con sus iniciales grabadas.

L. K.

Lawrence Kincaid.

En la muñeca derecha lucía un reloj con esfera de oro blanco y una sencilla correa de piel marrón, muy agrietada. Su sentimentalismo hizo sonreír a Madden. Sin duda Kincaid conservaba la correa para no olvidar sus orígenes humildes, el lugar de donde procedía. Era un detalle muy suyo. No llevaba zapatos, solo unos calcetines de algodón sencillos, de color gris oscuro. Su cuerpo se había descubierto sentado, muy tieso, sobre la colcha de la cama que había compartido con su esposa durante más de cincuenta años. Era ella quien lo había encontrado. Con mucha calma, había aflojado la bolsa de plástico que envolvía su cabeza y su cuello y, antes de llamar al servicio de emergencias, había pasado un rato allí sentada, con él. Aparte de retirar la bolsa, solo había tocado a Kincaid para cepillarle el pelo ligeramente. Quería que tuviera un aspecto digno cuando los sanitarios y la policía fueran a buscarlo. Eso le dijo a Joe hijo cuando el cadáver fue enviado a la funeraria.

Kincaid tenía entre las manos una fotografía tomada el día de su boda, pero de ella no quedaba ya ni rastro.

Madden comenzó a desvestir al doctor. Le desabrochó primero la camisa y luego los pantalones, con cuidado de no arrugarlos ni dañarlos en modo alguno. No le resultaba difícil desnudar a un cadáver sin ayuda. Kincaid era grande, aunque no especialmente pesado, ni corpulento. Y, de todos modos, a Madden no le quedaba otro remedio. Joseph (el muy ruin) quizá no apareciera hasta pasada una hora o más, y Catherine había vuelto a faltar. No entendía a aquella chica. Últimamente faltaba tanto al trabajo que Madden se preguntaba si alguna vez lo había asumido. No todas las chicas de diecisiete años podían. Y, tras su último encontronazo, Madden estaba seguro de que no volvería.

Decidió no preocuparse por eso. Era muy posible que Joe no apareciera hasta la tarde y, de todos modos, no serviría de gran cosa. A Catherine, por supuesto, nunca le había interesado mucho aquel trabajo. Madden no creía que fueran a echarla mucho de menos, aunque su ausencia le ocasionara nuevos inconvenientes.

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