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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Se descubrió de nuevo haciendo un esfuerzo por imaginársela. Recordaba que, cuarenta años antes, era una mujer atractiva, pero no parecía capaz de concretar sus rasgos y hacer que se mantuvieran constantes. Sus facciones flotaban y se fundían con todas las demás caras del pasado en un flujo calidoscópico. Lo único que recordaba claramente era que Gaskell había dicho una vez que era «una pequeña gran bailarina» (la había visto a menudo bailando en las fiestas de la Facultad de Medicina, por cuyo salón arrastraba a Kincaid, maltratado como un fardo), pero Madden no recordaba ahora si era, en efecto, tan «pequeña». Tenía la impresión de que algunas personas le habían dicho que era voluble, o decidida, o testaruda, pero quizá fuera simplemente un truco de su memoria o de su imaginación. La veía dar vueltas al son de la Giga de Cumberland o de la Danza del sargento blanco, pero su cara era una amalgama formada por las de Kincaid y Gaskell, y hasta por la de Carmen Alexander. Incluso se veía a sí mismo observándola desde un lado de la pista de baile en el antiguo club de alumnos, con las manos la mitad de gordas, agobiado por la corbata demasiado apretada y el traje azul marino de su padre, tan desnutrido que daba pena verlo.

Ya entonces bailar era para los otros, algo a lo que nunca le había cogido el tranquillo. Una vez incluso fingió marearse cuando una chica, rellenita y muy azorada, le pidió que bailara con ella una giga cuando les tocaba elegir pareja a las mujeres. Bajó las escaleras a trompicones, se escondió en los lavabos y estuvo allí lamiéndose las heridas hasta que le pareció que la amenaza del sexo opuesto había pasado. Fue al volver cuando se tropezó por vez primera con Gaskell en las puertas que daban a la avenida de la Universidad. Gaskell llevaba un traje verde oliva y el pelo, fino y rubio, le llegaba a las orejas, a pesar de que faltaban aún unos años para la época hippy. El traje verde lo identificaba ya entonces como alguien singular, alguien a quien le gustaba ser el centro de atención. Era un traje de pana. Una década antes, se le habría considerado un beatnik [2] si primero no se hubiera curtido en las calles a fuerza de golpes. Al pasar Madden en pos de los gritos procedentes del salón de baile, Gaskell expelió un anillo de humo de su cigarrillo blanco, que era de una de aquellas marcas extintas: un Woodbine, quizá, o un Capstan Shanty. O un Senior Service. Saltaba a la vista su conciencia de que alguien lo observaba y a Madden le desagradaron momentáneamente sus pómulos angulosos y la blancura nocturna de su piel. El hecho de que expeliera el anillo de humo solo por él le hizo sonrojarse.

– Muy bien, vuelve allá arriba y baila con la chica -dijo, guasón, el muy caradura, con un acento algo gangoso que Madden no pudo identificar. Mientras subía las escaleras, Madden era consciente de que el tipo del traje verde lo seguía, pero, decidido a ignorarlo, empujó con fuerza las puertas del salón de baile, olvidó sujetarlas para que pasara el desconocido que iba tras él y, un instante después, lamentó su rudeza al oír el golpe de la puerta contra algo que no era, obviamente, del mismo material. Se volvió enseguida y vio al hombre doblado al otro lado del cristal, con las manos en la cara. Avergonzado, se acercó a él y se sacó un pañuelo de hilo del bolsillo de la pechera del traje.

– ¿Estás bien? -dijo, y apoyó una mano en la espalda del hombre mientras con la otra situaba el pañuelo en su campo de visión. La sangre formaba círculos sobre el suelo de mármol. El otro cogió el pañuelo y se lo llevó a la cara antes de levantar la cabeza y echarla hacia atrás-. Espera, sujétate el puente de la nariz -dijo Madden, aunque sabía por experiencia propia que aquella técnica (lo mismo que contener la respiración cuando se tenía hipo) a veces funcionaba y a veces no. Al menos, decir aquello le permitió sentir que estaba al mando de la situación en vez de ser su causa. El hombre del traje verde mantuvo la cabeza echada hacia atrás y con las dos manos se sujetó el pañuelo contra la cara. Tenía los ojos cerrados y lagrimosos-. Lo siento muchísimo. No lo he hecho a propósito.

– Pues claro que lo has hecho a propósito, joder.

Madden quedó horrorizado y notó que su cara, ya roja, se volvía cárdena.

– ¿Tienes idea de cuánto me costó este traje? -dijo el otro, y Madden vio de pronto las salpicaduras rojas en las solapas y la pechera de la camisa marrón, que Gaskell llevaba abierta por el cuello y sin corbata. Nunca antes había visto a un hombre adulto con una camisa marrón y un traje verde. Aquello resultaba inconcebible en la calle Shakespeare. Seguramente él podría pasearse descalzo por Maryhill y llamaría menos la atención que si se ponía un traje como aquel.

– Lo siento muchísimo -repitió con voz que empezaba a volverse desesperada-. Estoy seguro de que se quitará al lavarlo. ¿Es muy caro? -Madden le apartó el pañuelo de la cara y comprobó que, de momento, su nariz parecía haber dejado de sangrar. La punta estaba manchada de sangre y un bulto de buen tamaño empezaba a formarse junto al tabique nasal. El otro palpó cuidadosamente la zona con las yemas de los dedos.

– Tenías que rompérmela, ¿eh? Me cago en todo. Seis años intentando que no me la partan en la cancha de rugby y vas tú y ¡zas! A tomar por saco.

La nariz empezaba a sangrarle otra vez.

– Echa la cabeza hacia atrás -dijo Madden-. Es lo mejor.

Por debajo del pañuelo, el otro preguntó que qué era, un puñetero médico o qué.

– Todavía no -dijo Madden-. Estoy en primero de Medicina. Lo segundo mejor del mundo.

Madden recordaba que el tipo del traje verde se echó a reír, una carcajada estruendosa en la que gorgoteó la sangre. Una risa contagiosa.

– Vaya, vaya -dijo-. Lo mismo digo, ya lo creo. Harás una fortuna si sigues comportándote así. Santo Dios.

– Lo siento muchísimo -dijo Madden-, de verdad. Si quieres llevar el traje a la tintorería, puedes mandarme la factura. Me llamo Hugh, por cierto. -Le tendió la mano con angustiosa formalidad. El tipo de la nariz ensangrentada lo miró precavidamente, con la cabeza aún echada hacia atrás.

– Owen -dijo-. Pero todo el mundo me llama Gaskell. -Estrechó flojamente la mano de Madden-. La verdad es que, en este momento, no puedo decir que me alegre de conocerte.

– ¿Tú también estudias aquí? -preguntó Madden mientras hurgaba en el bolsillo interior de su chaqueta en busca de algo con que escribir su dirección.

Gaskell exhaló un largo suspiro y volvió a sorberse la sangre de la nariz.

– Sssssí -borboteó, y escupió en el pañuelo un coágulo de sangre-. Soy estudiante, estudio aquí…

Madden no sabía cómo responder a su tono, así que siguió mostrando una actitud que creía responsable y doctoral, como en aquellos tiempos se imaginaba que sería cuando fuera médico. ¡Ah, la juventud! ¡Ah, los sueños!

– Eso es. Eso es. Sujétatelo sobre la cara.

Gaskell sacudió una mano, irritado.

– Me cago en la hostia -dijo-. La mitad de las veces no funciona, joder. Yo también soy un puto médico, ¿sabes?

Madden creía haberlo visto en alguna parte, pero había dado por sentado que era una de las muchas caras anónimas que no conocía y que, sin embargo, veía todos los días. En las aulas o en el laboratorio, eso debía de ser.

– Vamos a los mismos seminarios, hostias, ¡joder! El grupo de Kincaid, ¿comprendes? ¿En Anatomía? ¡Te veo todas las semanas!

Madden no supo otra vez qué decir.

– Bien -dijo después de que pasara un período de tiempo convenientemente penoso-, es un placer conocerte. -Y le tendió la mano de nuevo.

3

Los sesenta sucedieron en otra parte. Para Madden, tuvieron lugar en los periódicos y en la radio, en algún punto al sur: Londres, la calle Carnaby, I wanna hold your hand. Sus sesenta fueron distintos, como lo eran ahora sus alopécicos sesenta años. En aquellos días, le bastaba con dar el paseo de por las mañanas (¿para qué desperdiciar el dinero en el billete de autobús?) y cruzar el Kelvin camino de las luces brillantes, tan brillantes como lo permitían los tiempos, del West End. ¿Cómo se habría descrito entonces? ¿Un chaval de dieciocho años cincuentón? Era justo decir que, en parte, había tenido siempre la edad que tenía ahora. ¿Era la parte latente o la parte consciente la que definía su personalidad? Sus recuerdos de aquella época no estaban asociados a una gran sensación de libertad, a la impresión de que hubiera oportunidades decisivas a la vuelta de cada esquina. Durante todo aquel primer semestre, antes de conocer a Gaskell, apenas habló con sus compañeros de clase. Se zambulló en sus estudios con un entusiasmo que más tarde reservaría para la funeraria. Fue Gaskell quien lo describió como un «joven carcamal». Era una de esas personas, decía, que llevaban coderas de piel cosidas al forro de tweed de su alma avejentada.

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