FLAMENCO KILLER
L.A.MUERTE
JMS Guitián
Categoría: Novelas | Colección: Thriller
Título original: Flamenco Killer. L.A. Muerte
Primera edición: Julio 2020
© 2020 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: JMS Guitián
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Sergio Santos
Maquetación: Lucía Alfonsín Otero
ISBN: 978-84-18263-46-0
Impreso en España
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A México, el contraste hecho arte.
A mis compadres de «La Catrina»: Armando, Alejandro, Alessandro, Carlo, Javier, Jesús, Juan, Juan Carlos, James, Manuel, Ricardo y Rodrigo.
Platicar, tomar y reírnos hasta convertirnos en los niños que fuimos. Va por ustedes…
A la tercera es la vencida
(en el siglo XVI, en la práctica procesal se establecía la pena de muerte a la tercera reincidencia
en el robo).
Gracias Pía Dollero e Isabel Fernández
de la Cigoña por vuestra ayuda.
I. Macho
No quiero brindar contigo,
no quiero brindar por esto.
Quiero levantar mi voz,
contra el macho que detesto.
Grandmothers, mothers and sisters,
that one day they fell in love
from which he now abuses them.
No quiero olvidar sus nombres,
no quiero verlas sufrir.
I want to remember them crying,
when they died to live.
Hoy se ha apuntado el primer hombre a mis clases de baile flamenco en Manhattan Beach. Después de cuatro años con la escuela, hoy ha entrado uno y se ha inscrito en la clase de los miércoles. El mundo cambia poco a poco, pero cambia. Arnie, se llama; realmente su nombre es Arnold Moore, pero todo el mundo le llama Arnie, me ha dicho. Que conste que el flamenco cuando se baila no tiene género; quizá cuando lo teje un hombre no sea tan adornado, sino más contenido en el movimiento de las manos para que no parezca amanerado. Me gusta Arnie; a él le da igual exagerar el acaracolado con sus muñecas y desde su primera clase baila siguiendo el compás sin alterarse, recreándose, buscándose el alma sin complejos. Tiene el pelo canoso; es un policía retirado, abuelo, que descubre en sus primeros pasos acompasados la memoria de su vida. Es de Idaho pero vive en California desde hace treinta años. No hay que haber nacido en Andalucía para que ames este arte y hay que ser muy hombre para bailarlo.
Macho, así se le denomina al hombre que se identifica con actitudes consideradas masculinas, viriles, casi todas relacionadas con el uso de la fuerza para imponer su criterio, la ley de la violencia. «Macho» es también un estribillo, una copla breve, que remata el final de algunos cantes flamencos. Estos cierres suelen tener una forma musical distinta y otra métrica que se apoya en ella. Es el caso de la caña, un palo donde este cierre se acelera y cambia a un tono mayor. Ojalá los únicos significados de macho fueran este y el que distingue el género de los animales.
Ahí estaba el hombre alzando los brazos al ritmo de la soleá, con movimiento de cadera y pequeños zapateados, un ejercicio bárbaro. Arnie se situó a la izquierda de Carmen, productora de cine, española asentada en Beverly Hills y propietaria de dos chihuahuas, «mis niños» los llama, Anakin y Darveider, que tienen los bichos mejor ropero que yo. ¡Ay cómo van los dos canijos! Que se asoman curiosos, sentados, tranquilos en su cochecito, observando mientras Carmen baila. Y a la derecha de Arnie estaba Doris McKey, siempre con el abanico a cuestas, que se lo clava en el escote como un puñal atenazado por el sujetador y los senos, preparado para desenfundar ante el ataque de un golpe de calor. Que yo al verla me acuerdo de que mañana tengo que ir al ginecólogo y me toca mamografía. Sigo con lo de la clase que si no me lío.
–Good job, Arnie. That hand movement is very good… to the beat… and one, two, three... Come on, Carmen, vamos, don´t miss the compass and stop looking at your babies; focus, lady... Doris, raise your head like a goddess, like that.
A Doris se lo digo siempre: las mujeres tenemos que ir con la cabeza muy alta, orgullosas, que siempre hay alguien dispuesto a que la bajemos, a hacerte ver que estás por debajo. Ella lo sabe bien.
Me contrató hace un par de años para acabar con Ramiro Stavros, heredero de la conservera Stavros. Me pagó para matar al susodicho; la verdad es que la comida enlatada que hacen merecía una ejecución. En palabras de mi padre, Macareno Ramos: «No has visto tanto colesterol junto ni en el concurso anual de churros de Pasadena. Quilla, aquello estaba empetao de colesterol, que esas latas te engordaban na más mirarlas en el estante del ultramarinos sin necesidad de abrirlas y comérselas». Ramiro había salido libre de cargos después de ser acusado de violación.
La historia es esta: Doris McKey y Ramiro Stavros habían coincidido en una fiesta en casa de unos amigos comunes en Santa Mónica. Con dos copas de más, ambos se habían perdido en el jardín hasta que Ramiro decidió que era el momento de hacerlo. Ella se había negado; los besos y el toqueteo le habían parecido suficiente. Él había impuesto su ley de macho al que no se le puede dejar así, inflamado, y comenzó con insultos y sujeciones dolorosas cuando la joven quiso irse. Música a todo volumen. «Si has llegado hasta aquí, ahora tienes que seguir»; típico de individuos sin control, incapaces de contener la llamada desenfrenada de su entrepierna. El juez consideró que ella se había dejado llevar por la pasión y que su arrepentimiento de última hora no era óbice para dar por concluida la relación sin el final feliz que él esperaba. Se ve que para alguno de esos machos, llegado a un punto sin retorno, no se le puede decir que baje su apretura por su cuenta y puede imponer lo que está empezado.
Ramiro Stavros era un habitual de Fuego, una discoteca en West Hollywood para cuarentones hispanos de cuellos de camisa disparados listos para un ligoteo fácil y sin complejos.
Volví a mirar la foto que tenía del violador; sobre los treinta, musculoso, buena facha de macho alfa. Un hombre así no debería acudir a la dominancia física para saciar sus instintos. Aparentemente. Pero luego están el perfil psicológico del individuo, su educación, sus complejos, sus traumas, el dinero de papá, y un hombre que podía haber sido un partidazo se convierte en un criminal libre que pone en peligro a toda mujer que se le acerca.
Esa noche del viernes, Fuego estaba muy concurrida. Hice cola en la puerta unos quince minutos. Me vestí al uso: peluca rubia, falda corta, escote al límite, tacones infinitos; bélica y esperando a la presa. Me dirigí a la barra atestada de iguales guerreras, aguardando la llegada, no ya de un príncipe azul sino de alguien simpático, limpio y con una mínima conversación, esto último siempre difícil. Las mujeres cada vez pedimos menos para darlo todo, lástima. Nadie estaba ahí buscando el amor de su vida; quizá, a lo más, una noche que les hiciera no perder la esperanza en sí mismas. Nosotras elegimos entre lo que hay, entre lo que queda, y queda poco. Me pedí un cóctel, una margarita, que aquí en L.A., que es como los angelinos llamamos a esta ciudad, somos muy de mezclas; de combinados endulzados por el azúcar hecho alcohol, y además, qué te voy a contar, con la peluca rubia tenía calor. El primer sorbo frío me trajo a un tipo de unos cincuenta años que se apoyó en la barra mirándome el escote dispuesto a entablar conversación. Deposité mis ojos en los suyos, seria, y negué con la cabeza sin pronunciar vocablo alguno. Sobre la marcha, el canoso se dio la vuelta y se fue; no hubo química, sobraban las palabras. Un tipo listo, con experiencia, me dije cuando se hubo ido; conocía el no y lo aceptó a la primera, con deportividad.
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