Porque eres un monstruo, se dijo. Los monstruos son por naturaleza imposibles de amar.
Tus pensamientos ya son legión. Tus pensamientos son ya epidémicos. Tus pensamientos son una enfermedad para la que no hay cura, ni salvaguarda. Los pensamientos que conoces y los que no conoces. Búscate a ti mismo. Tus pensamientos se vuelven reales mientras estás aquí sentado, dudando de ellos, entre la sangre de otros hombres. Ya lo has escrito.
Gaskell respiraba suavemente, como un bebé dormido, un sonido como el estallido de una burbuja de saliva, un ligero pop. Madden sabía ahora que había seguido antes a Gaskell hasta las orillas del Kelvin. Había llevado a Rose al Río Locarno (sin reconocérselo a sí mismo) como si caminara sonámbulo hacia él. Allá adonde iba (ahora lo veía claramente) llevaba su cacería. En busca de Gaskell y luego en busca de Carmen, porque ella le había quitado a Gaskell y porque la odiaba.
Había seguido a Carmen esa noche, en medio de la llovizna, y la había encontrado esperando a Gaskell junto al puente. Ella se había dado cuenta de que alguien la seguía y lo había esperado con el paraguas cerrado y empuñado como un arma. Al reconocerlo, resopló.
– Ah, tarado -dijo-, solo eres tú.
Y entonces se abalanzó sobre ella y ella intentó gritar. La arrastró hacia los matorrales (el suelo mojado y la muerte), se acordaba, se acordaba de todo. Su otro yo intentaba demostrar que era un hombre, un hombre de verdad, y no podía, no era capaz de hacérselo a ella. Estaba avergonzado.
Y ella se quedaba sencillamente allí tumbada, sin moverse, callada, como una cosa que esperara la muerte. Bueno. Así sea. Él le daría muerte. Sería una buena muerte. Ella no se resistió, ni siquiera cuando le dio la vuelta y se puso tras ella, ni siquiera cuando le rodeó la garganta con el brazo izquierdo y lo trabó con el otro por detrás, una técnica con la que estaba familiarizado desde la infancia. ¿No era acaso el niño de papá? Solo entonces, cuando la mano de ella aleteó a su lado, se excitó y la penetró (ella ni siquiera gimió) y comenzó a golpear, y a asfixiarla y a empujar y…
Todo acabó. Se arrodilló jadeando en el barro, empapado hasta los huesos, y empezó a temblar. Su otro yo se subió los pantalones y se quedó mirando pasmado la cosa que yacía boca abajo sobre la tierra. Nadie había visto nada. Allí no había nadie. O eso había creído él.
Carmen Alexander yacía inmóvil.
Y entonces ya no se acordó. Pasaron minutos o quizá segundos.
No sabía nada del encuentro de Gaskell con Kincaid allá abajo. ¿Había visto algo el viejo? ¿Guardaba silencio para salvar el pellejo? Madden se acercó a Gaskell. Le abofeteó con fuerza la cara y volvió a abofetearlo al ver que no reaccionaba. Gaskell levantó la cabeza lentamente.
– Solo estaba ganando tiempo -dijo despacio con la voz sofocada por la sangre-. Tenía miedo. ¿Qué más quieres de mí? -Sollozaba ahora, incapaz de mirar a Madden.
Madden dijo:
– ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho. Tenía miedo de lo que ella pudiera hacer… y luego la encontré muerta. Me entró el pánico. Yo había estado allí otras veces, ¿recuerdas? La gente, los hombres, conocían mi cara.
– ¿Con quién estabas?
– Con… uno. Con nadie.
– ¿Con Kincaid?
– Eso fue antes. Él tenía miedo de que lo vieran, así que lo hicimos deprisa y se fue. Había también otro hombre. Ya lo había visto antes. Sabía que no tendría ningún problema en denunciarme. Kincaid no me preocupa. -Sonrió suavemente-. Kincaid no permitiría que nada se interpusiera entre su trabajo y él. Para él, los muertos no son más que muertos. Aunque sepa algo de cómo murieron. Pero parte de razón tiene, ¿no crees? ¿Qué sentido tiene preocuparse por cómo murieron? A ellos no les sirve de nada.
Madden respiraba acompasadamente. Aún sostenía la botella en la mano.
– Pero no me viste allí, ¿verdad? ¿Cómo sabías que tenía algo que ver con ella?
– ¿Con quién? Ah, con Carmen. Lo siento, me duele un poco la cabeza, tarado.
Madden le dio una patada en las costillas y Gaskell cayó de lado y lloró en voz baja.
– Te he dicho que no me llames así.
– Por favor, no me hagas más daño… -suplicó Gaskell.
– Está bien -dijo Madden-. Dejaré de hacerte daño cuando me digas cómo sabías que fui yo.
El rostro de Gaskell palideció.
– ¿No sabías que era yo? -preguntó Madden-. ¿No me viste?
– Vi el cuerpo. La vi a ella. Fui yo quien llamó a la policía. El zapato lo encontré después. Obviamente, no llevaba tu nombre. Dijiste que habías perdido allí el zapato cuando estabas delirando. Fui a ver si podía encontrarlo. ¡Lo hice por ti!
– Entonces, ¿por qué se lo has dicho a la policía?
– Ya te lo he dicho. Para ganar tiempo. Por mí.
– ¿No han vuelto a por ti aún?
Gaskell escupió sangre en el suelo.
– No, todavía no.
Madden se levantó, la botella lista en la mano. Gaskell empezó a suplicar.
– No se lo diré a nadie, Hugh -decía-. No sabía que estabas allí. Creía que ibas a buscar chicos, como yo, como Kincaid. Pensaba que por eso habías estado allí la noche que perdiste el zapato. Eso no se lo diría a nadie… ¿cómo iba a hacerlo? Somos amigos.
Madden sacudía la cabeza.
– Los amigos no se denuncian entre sí a la policía. -Levantó la botella.
– Por favor, Hugh, no lo hagas… Lo siento, lo siento, lo siento.
Madden volvió a golpearse la palma de la mano con la botella.
– No, no, no, no, por favor, tarado, por favor, no lo hagas, por favor, no se lo diré a nadie, tarado, por favor…
– No me llames así -dijo Madden-. No me gusta.
La cara de Gaskell era una máscara de miedo, de estulticia y abyección. Madden sintió asco. Aquella cara no era ni remotamente humana. Golpeó a Gaskell con la botella lo más fuerte que pudo: hizo un ruido frío y sordo, como un entrechocar de huesos. De pronto, Gaskell se puso de rodillas e intentó agarrarlo. Madden lo golpeó de nuevo y Gaskell cayó de espaldas, con la panza al descubierto, como un perro. Se retorcía en el suelo, miraba hacia arriba con lascivia, sacaba la lengua por entre los dientes y la agitaba obscenamente. Madden le dio una patada bajo la mandíbula y su amigo gruñó, ensangrentado, y su lengua se partió limpiamente y resbaló por su cuello hasta el suelo. Se oyó un ruido extraño, como un chillido bajo y desesperado, y Gaskell volvió a ponerse de rodillas, echó mano del trozo de lengua e intentó agarrarlo. El trozo de carne sanguinolenta se había curvado, llevado por una especie de reflejo: Madden había oído hablar de aquel fenómeno, pero nunca lo había presenciado, salvo en las colas cortadas de las lagartijas. Estaba absorto mientras Gaskell intentaba en vano coger el trozo de lengua. Luego volvió en sí y el otro Madden golpeó el cráneo de Gaskell con la botella. Gaskell cayó de bruces y quedó completamente inmóvil.
Madden se inclinó y tocó su cuello para buscarle el pulso. Tenía aún, pero leve. Se sentó en la cama y se sacudió distraídamente la chaqueta. Luego se agachó, arrastró a Gaskell por las axilas hasta dejarlo sentado y lo sostuvo derecho sirviéndose de las rodillas. No había casi sangre en las heridas que le había hecho con la botella de whisky, solo un montón de moratones y bultos violáceos. Los tenía por toda la cabeza. Madden se preguntó cuántas veces lo había golpeado su otro yo, pero no se acordaba. Ya no importaba.
Le limpió la sangre de la cara con su propio pañuelo y luego se lo metió en la boca.
Gaskell miraba hacia otro lado. Madden le rodeó el cuello con el brazo izquierdo y lo cruzó sobre su tráquea. Luego enlazó con la mano el hueco de su codo derecho. Besó suavemente la coronilla del pelo enmarañado y largo de Gaskell, que olía a humo de cigarrillos.
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