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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Se había calmado un poco y el alto apartó la mano de su hombro y comenzó a asentir con la cabeza a todo lo que decía su amigo (¿eran amigos?).

– ¿El móvil? -dijo Kincaid como si nunca hubiera oído pronunciar aquella palabra-. Siempre he pensado que los móviles eran cosa de novelas baratas. Pudiera ser -prosiguió, sacudiendo la cabeza, y volvió a calarse la boina-. No puedo creer que alguien quisiera hacer daño a ese chico. Sí, era un muchacho muy brillante. Podría haber llegado lejos. -Siguió sacudiendo la cabeza.

– Sí, bueno, ya no irá a ninguna parte -contestó el policía-. En cuanto a por qué querían cargárselo, puede que esa chica, la Alexander, tuviera algo que ver con eso.

Madden contuvo el aliento. Se sentía a punto de desmayarse.

Kincaid cogió su pipa y echó la ceniza en una taza que había sobre la mesa. Estaba otra vez mirando a Madden fijamente.

– ¿Qué quieren decir?

– Queremos decir -dijo el más alto- que hemos detenido al principal sospechoso. Barajamos un poco a los tipos de la ronda de reconocimiento, dejamos que la vieja lo intentara unas cuantas veces más. Lo identificó después de un par de intentos. Creo que ese dato nos los saltaremos cuando tengamos que testificar ante el tribunal, ¿eh?

El agente de la barbilla marcada le dijo que cerrara el pico, cosa que el otro hizo con una mirada de disculpa.

– Lo que mi compañero quiere decir es que diremos la verdad en el estrado de los testigos, naturalmente.

Kincaid asintió con la cabeza mientras fumaba su pipa.

– ¿Y cuál es la verdad, si no les importa que se lo pregunte? -dijo.

El agente de la cicatriz se rascó la coronilla e intentó alisarse el pelo rebelde.

– Lo más probable es que lo hiciera su novio. Por celos, seguramente. La chica había abortado. Así que ahí lo tiene. Se cargó a la chica por lo del aborto y luego se cargó a Gaskell porque creía que el niño era suyo y que se habían librado de él. Caso cerrado.

– ¿Su ex novio? ¿Se refieren a Newlands, ese muchacho de aspecto inofensivo? ¿Ese al que llaman «Dizzy»? Seguro que no. -Kincaid volvió a volcar su pipa y miró a Madden con indiferencia. La habitación se iba encogiendo a su alrededor, se oscurecía. Se sentía ahogado, asfixiado.

– Sí, bueno, todos parecen inofensivos. Se lo vio discutiendo con Gaskell y con la chica. Hay testigos que dicen que lo vieron pegar a Gaskell en el club de alumnos. ¡Menudo teatro ha montado! Tanto lamentarse y decir que la quería. Nosotros creemos que fue él. Un psicópata, eso es lo que es.

Kincaid y los dos agentes sacudieron la cabeza en silencio. El sudor brotaba en la piel de Madden. Se tambaleaba ligeramente.

– No -dijo-, se equivocan. Se equivocan del todo. No pudo ser Dizzy. No pudo ser él.

– ¿Te encuentras bien, hijo? -oyó decir a Kincaid. La habitación se cerraba alrededor de la cara del doctor, que echaba humo y fuego. Parecía un demonio. Era un demonio. Bobadas. Un perfecto disparate. Madden no creía en demonios. No había ningún demonio. Se habían extinguido todos. La razón, la Ilustración, la economía, la medicina, la física, la Revolución Industrial, todas esas cosas habían provocado la extinción de los demonios. Los demonios existían únicamente en países extranjeros, entre los ignorantes y los salvajes. Y sin embargo allí había uno, uno que exhalaba fuego a su lado. ¡Y dos más junto a la puerta! ¡Con rabos y caras rojas!

Solo cabía hacer una cosa: la evidencia empírica zanjaría la cuestión. Pidió que todos se quitaran los zapatos y le enseñaran los pies. Quería ver sus pezuñas.

– Eh, será mejor que tomes un trago de esto -dijo el demonio que había ocupado el lugar de Kincaid. Sonreía y sacaba su lengua negra y curvada. De ella salía humo. Madden tomó la petaca de peltre y bebió de ella, pero no era agua, era veneno, había bebido veneno de la petaca. Enroscó el tapón y se guardó la petaca en el bolsillo.

– Es un error -dijo-. Dizzy no ha matado a nadie. No pueden castigarlo. Fui yo, yo lo hice. Yo la maté.

Los tres demonios menearon las cabezas. Se reían de él.

– Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Un criminal que confiesa? No -dijo el demonio de las cicatrices-. Fue Newlands quien lo hizo. Pero usted nos despistó un poco, señor Madden. Pensamos que estaba implicado por ese asunto del zapato. Pero cuando Gaskell nos enseñó dónde estaba el zapato…, en fin, digamos que nos dio una idea de qué hacía rondando por allí. Así que no tenemos más remedio que levantar las manos y decir que nos equivocamos de hombre.

– Pero fui yo, yo la maté -dijo Madden.

– Mira, hijo, sabemos a qué vais allí -continuó el demonio con la cara hinchada, a punto de reventar-. Y, si no fuera por este asunto, caeríamos sobre ti como una tonelada de ladrillos. No voy a decirte lo que opino de los de tu calaña, pero sí te digo que es un puto delito y que, si por mí fuera, os haría azotar a todos. -Suspiró y se secó la frente, en cuyos frunces se había incrustado en negras arrugas la carbonilla.

El gran diablo rojo también rió.

– Éste no está bien de la azotea, ¿eh? Tenemos a muchos como él en jefatura. No pueden remediarlo, no pueden. Esta misma semana tuvimos una mujercita que confesó que había sido ella. Lee el periódico, se planta allí y confiesa lo que haya leído. Está completamente chiflada.

– Les digo que fui yo -dijo Madden. Le estallaba la cabeza-. ¡Fui yo! ¡Estrangulé a la chica y golpeé a Gaskell en la cabeza con una botella de whisky! ¿Por qué no me creen?

Los tres sacudían la cabeza.

– Asúmalo, señor Madden -estaba diciendo Kincaid-, usted tiene buena mano con el escalpelo, pero no es un asesino. ¡Valiente idea!

– Mira, chaval -dijo el demonio de la cicatriz-, el caso está cerrado, fin de la historia. Newlands es un tipo grandote, tenía fuerza suficiente y un móvil. El caso es que recibió entrenamiento militar y sabe un par de cosas sobre cómo liquidar a alguien en un santiamén. Y eso fue lo que hizo con esos dos. No te ofendas, pero ¿has abierto alguna vez una lata de carne picada sin tener que pedir ayuda a mamá?

Madden les oía reírse, se reían de él. Y allí estaba, dispuesto a hacerse detener por el bien de la ciudadanía. Lo último que recordaba era que, antes de desmayarse, quiso hacer una demostración de la llave de estrangulamiento con el diablo policía bajito. Pero para entonces ya se había vuelto todo negro.

14

Cuatro noches antes de que Joe hijo prendiera fuego a la funeraria Caldwell, aquella voz volvió a hablar a Madden mientras esperaba de nuevo que la policía llamara a su puerta. Esta vez, le habló tan bajo que apenas pudo oírla. Era poco más que un borboteo. Madden se esforzó por distinguir las palabras que decía la voz, pero eran muy tenues, tanto que era como si las oyera pronunciar desde el fondo de un pozo. Estoy aquí, oyó que decía la voz, todavía estoy aquí.

No, decía la voz. No has estado escuchando. Hace mucho tiempo que no escuchas. Ya no podemos dejar de hablar. Es lo único que podemos hacer. Y seguiremos hablando y hablando y hablando y hablando y ha…

Basta, dijo Madden. Cállate ya. Vuélvete a dormir.

No podemos dormir. Estamos muertos. Los muertos no duermen ni despiertan. Los muertos ni siquiera pueden ser. No son. No somos. No soy. Un día, muy pronto, tú tampoco serás. Entonces podrás decir lo que quieras. Nosotros estaremos escuchando.

Madden se despertó. Estaba sentado en un sillón y se le había quedado el cuello agarrotado. Todavía sostenía en la mano el vaso, pero se había vertido en el regazo lo que quedaba del whisky. Se limpió los pantalones con un pañuelo de papel que llevaba en el bolsillo y se levantó. Veía entrar la luz de soslayo por el borde de la cortina. Era por la mañana.

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