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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Notó que era aún muy temprano. Unas nubes brillantes y doradas se extendían como guirnaldas por el cielo. Miró su reloj y volvió a frotarse la nuca. Las cinco de la mañana. Las gaviotas volaban en círculos sobre los tejados de las casas de vecinos. Invocaban entre chillidos la luz del día. Madden se preguntó por qué los pájaros se despertaban siempre tan temprano. ¿Qué esperaban con tanta ilusión cada día? Seguramente ya debían de estar hartos de volar.

Gaviotas. Lo más parecido a querubines que tendría aquella ciudad ese día o cualquier otro. ¿Se decía así en plural, querubines? ¿Qué eran los serafines? ¿Qué era un serafín?

Recorrió el pasillo para ir a ver cómo estaba Rose. Yacía en la misma posición en que la había dejado esa noche, la mano aún relajada. El espectro que montaba guardia junto a su cama había vuelto a perdonarla otra noche.

Madden entró en la cocina, donde los dos trozos de pan quemado seguían en el cubo de basura. La vida y la muerte de una rebanada de pan era algo que nunca antes le había preocupado mucho. Imaginaba que todo el mundo acababa (por usar una expresión juvenil) frito tarde o temprano. Carmen Alessandro llevaba así mucho tiempo, y también Gaskell, y Dizzy Newlands, que se ahorcó con su propia corbata la tercera noche que pasó en un calabozo policial. Nadie prestó atención a la confesión de Madden y él no la repitió. Hasta que se enteró de la noticia, estaba seguro de que Newlands sería puesto en libertad y de que irían a por él. Había esperado que así fuera, lo había creído y, en cierto modo, lo había deseado. Parecía imposible que pudiera hacer lo que había hecho y quedar impune. Y así había seguido su no vida. Había pasado sonámbulo de día en día, incapaz de sentir remordimientos o vergüenza o mala conciencia por sus actos porque, en realidad, nunca había tenido la impresión de que los hubiera cometido él. Los había cometido otro Hugh Madden, el que de niño había aprendido el juego de la estrangulación.

Volvió la cabeza y miró la cara desgastada de Rose. Se estaba deteriorando, no había duda. Llevaba años muriéndose. Desde hacía tiempo, su vida consistía en morirse, era una larga preparación para la muerte, causada no por el miedo a la muerte en sí misma, sino por el miedo a tener una muerte dolorosa.

El dolor, decía, le resultaba insoportable. Se había puesto muy seria. Si sufría, Madden tenía que ayudarla, dijo. Debía darle su palabra.

Él se lo había prometido debidamente, pero no estaba del todo seguro de que tuviera en realidad intención de ofrecerle la peculiar clase de ayuda que ella deseaba.

– Quiero una buena muerte, Hugh -decía-. Una muerte digna.

Bueno, le había dicho él. Haría lo que pudiera. No le había dicho, en cambio, que eso era imposible, que tal cosa no existía. No había salidas dignas. Ella había sido enfermera. Seguramente lo sabía, ¿no? Madden tenía la impresión de que, en el fondo, lo sabía perfectamente. Había muertes violentas y muertes lentas, y muertes casi apacibles (pero no del todo) y muertes horrendas, pero no había auténticas muertes dignas a la antigua usanza, muertes caseras y sencillas a carta cabal y sin vuelta de hoja.

Y ahora Madden estaba convencido de que la de Rose tampoco lo sería, fuera cual fuese el modo en que muriera. No había nada de digno en que él la asfixiara con una almohada, o le diera una sobredosis. Era injusto por su parte perdirle eso. Aun así, Madden se figuraba que no sería un suicidio. Muerte asistida, lo llamaban en algunos de los países más liberales del mundo. Asesinato, lo llamaban en otros. El egoísmo de su petición había horrorizado a Madden: por el amor de Dios, ¿qué imaginaba que sería de él (de su marido)? ¿Tan poco le importaba su vida que estaba dispuesta a arrojarla por la borda y acelerar su fin? ¿Qué prisa tenía de todos modos? ¿Es que no le gustaba él o qué?

Rose no lo deseaba, eso Madden lo sabía desde hacía muchos años. Al menos desde que perdió al niño. El niño que fue la razón de que se casaran. Qué ridiculez, pensar que alguna vez hubieran formado una pareja respetable. Era completamente risible. Incluso lo era la forma en que fue concebido el bebé, la misma noche que mató a Gaskell. Fue a ver a Rose al hospital con una erección dolorosa y ella echó fuera a Kathleen. ¿De qué eran esas manchas de sangre de su camisa?, le preguntó ella, pero Madden la tumbó en la cama y esa vez no hizo falta que nadie le enseñara el camino, sabía adónde iba y tenía la mente en blanco, su mente era un forúnculo y allí estaba él para sajarlo. Ella, naturalmente, también sangró un poco después. Eso era de esperar.

Pero aun así, Rose se había quedado con él: Madden había pensado que le gustaba o que lo respetaba lo suficiente como para no verlo en la cárcel.

Sin embargo, empezaba a ser evidente que algo habría que hacer. Si no respecto a Rose, sí respecto a Brian Spivey.

La noche anterior había comido muy poco y había consumido demasiado alcohol. Sentía la cabeza embotada y apelmazada, y en ella resonaban aún los ecos de las voces de la noche anterior. La señora Spivey y su hijo, Tess Kincaid, la noticia sobre el lago Ardinning, Catherine la Evadida. Y otras voces.

Carmen Alessandro. Owen Gaskell. Dizzy Newlands. Kincaid. La voz de un niño nonato, un niño que nunca fue, un fantasma, un espectro.

Todo aquello le había dejado en la barriga un hambre espantosa y lacerante, así que prescindió de su tostada de costumbre y llenó la sartén con morcilla, salchichas, tomate, pastel de patatas, champiñones y huevos, y hasta calentó un cacillo de alubias. Comió afanosamente, masticando cada bocado las cuarenta veces recomendadas. Llegó a la conclusión que el ritmo de una vida semejante sería demasiado lento. Él, ciertamente, nunca había sido un vividor (si tal expresión no violentaba en exceso el hígado [19]), ni muy dado a los excesos, pero había ciertas recomendaciones higiénicas que debían quedar proscritas a los monasterios.

Miró el artículo del Herald con vago interés: ya todo parecía tener muy poco que ver con él. Sin embargo, Brian Spivey lo sabía, había conseguido atar cabos de algún modo. ¿Pensaba chantajearlo? Sin duda era eso. ¿O quizá no había atado ningún cabo? Era posible que se refiriera a algún otro asunto completamente distinto. Sí, eso era mucho más probable. Spivey no podía saber nada, era imposible. Aquel muchacho lo estaba sondeando, simplemente, a ver hasta dónde podía apretarle las tuercas. Seguramente su madre estaba detrás de todo aquello, lo habría incitado ella.

Madden bebía té y comía mientras leía el periódico pulcramente doblado en cuatro. La comida no le estaba sentando bien. Sí, era demasiado temprano para desayunar. Pinchó una salchicha y apartó lo demás que había en el plato.

Había una fotografía en la que aparecían dos o tres policías y unas cuantas personas que, vestidas con monos protectores, metían una camilla en la parte de atrás de una ambulancia. Una sábana cubría la camilla: no se distinguía ninguna forma humana. Aquella fotografía en blanco y negro podía haber pertenecido a cualquier década, o proceder de cualquier país del mundo. Y el presunto cadáver de la camilla podría haber sido la víctima de cualquiera, el hijo de alguien arrojado al lago por una madre desesperada. Un querubín perdido. Un niño de agua.

«La policía confirma el hallazgo del cadáver de una mujer sin identificar en el lago Ardinning».

Se sentía extrañamente ausente. Ignoraba qué significaba lo que estaba leyendo. Todo esos años, todas esas voces. Y siempre otras voces que llegaban, voces nuevas. Cada día voces nuevas.

– ¿No te acostaste anoche? -dijo una voz algo más familiar, erosionada por el cansancio y la impaciencia. Madden dio la vuelta al periódico, puso la fotografía boca abajo, sobre el tablero de formica de la mesa y se llevó a la boca su taza de Glasgow 800, para retrasar la necesidad de responder.

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