Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Kincaid se había quedado en la facultad y había seguido con sus actividades clandestinas. Mientras tanto, Madden trabajaba para Joe padre. Y así habían pasado los años y las décadas y ahora era viejo y su vida no había sido gran cosa, en absoluto. Había sido, por el contrario, una especie de estancamiento, una suerte de rigor mortis del espíritu. Había tenido la impresión de que Joe quizá le hiciera socio del negocio, pero Joe había muerto y se lo había dejado todo a Joe hijo. Madden se sintió desairado, pero no logró acumular resentimiento alguno contra el viejo. Le había tenido bastante aprecio. Suponía que era natural que un padre quisiera que su hijo siguiera sus pasos. Pero el chico era un zopenco sin remedio y había desaprovechado la oportunidad de hacer de la funeraria Caldwell algo realmente especial. Madden sí lo habría hecho. La habría convertido en un lugar especial. Algo un poco por encima de la media. Ese habría sido su legado. Pero no surgió la ocasión y ahora era ya demasiado tarde.

Hacía una mañana tan agradable y un tiempo tan fresco que decidió ir andando en vez de coger el coche. Además, todavía era temprano y los pájaros, en su ignorancia, seguían volando en círculos. El conocimiento, suponía, era en efecto la maldición de la humanidad. Mientras caminaba por Dumbarton Road solo había en las calles, aparte de él, un puñado de almas desganadas. Al final, la capacidad de aburrirse era lo que acababa con todo el mundo. Las personas tomaban drogas por aburrimiento, bebían hasta entontecerse por aburrimiento, saltaban de aviones por aburrimiento. Se mataban, mataban a otros, obtenían licenciaturas universitarias, se aficionaban al golf o al kung fu o al adiestramiento de caballos o se hacían masajistas, todo ello por incapacidad para quedarse tranquilamente sentadas en una silla. Aquello decía algo sobre el mundo.

Su mujer se había convertido en una inválida profesional por aburrimiento, pensó. Por miedo a la muerte. Por miedo a no tener hijos. Por miedo al dolor. Pero, en realidad, había sido porque necesitaba una afición. Algo para pasar el rato, una forma de vivir las horas del día. No dudaba de que aquel tal Brian Spivey había encontrado en él una especie de pasatiempo novedoso. Un juego fácil, por lo que a Brido se refería. Intimidar a un viejo para que le diera dinero. Nada más simple. Madden se mordía las uñas mientras cruzaba la calle. Gaskell habría sido capaz de manejar la situación mucho mejor que él. Incluso ese zote de Hector Fain. ¡Incluso él!

– ¿Dónde os habéis ido todos? -dijo en voz alta, con la vista fija en las gaviotas-. ¡Me aburro!

Siguió caminando, ajeno al buen tiempo, al placer del sol, al silencio de las calles expectantes. En su cabeza se agolpaban ideas sobre el pasado, ideas sobre el futuro. Había voces que le hablaban, que le decían cosas, y esta vez se hallaba perdido entre su cacofonía. Habría hecho falta un hombre con un martillo para arrancarlo de ellas.

Joe hijo tardó el tiempo de costumbre en llegar al trabajo. Entró enérgicamente a eso del mediodía, sin dar explicaciones. Claro que, ¿por qué iba a tener que darlas? Él era el dueño y Madden un simple lacayo. Ahora que Catherine se había ido para siempre, el único que quedaba era él. Y su jefe parecía tener intención de hundir y enterrar el negocio.

Era una lástima que se hubiera peleado con la chica la última vez que fue a trabajar. Pero, a decir verdad, se le había agotado completamente la paciencia. Imaginaba que su reacción a las pullas de Catherine había sido exagerada, pero la cosa ya no tenía remedio.

Últimamente reinaba en Caldwell & Caldwell una atmósfera de desesperanza, una especie de resignación. A Joe, sin embargo, aquello no parecía importarle. Iba y venía como siempre había hecho (excepto en vida de su padre) y seguía comportándose como si la falta de trabajo o la escasez de personal le trajeran sin cuidado.

Madden miraba benévolamente al pobre Eugenio Bustamante. No era capaz de concentrarse del todo. La falta de sueño, o el estrés, o ambas cosas. Había llamado a la agencia a primera hora, pero solo confirmaron sus suposiciones. No habría nadie disponible para Rose al menos hasta pasados un par de días. Le daban tentaciones de llamar a la señora Spivey para ofrecerle otra vez el trabajo, pero era poco probable que las relaciones entre ellos mejoraran después de lo ocurrido la víspera, y lo principal era Rose. No, sería mejor esperar hasta que la agencia encontrara a otra persona. Además, no se fiaba del hijo de la señora Spivey. Todo aquello le hacía mucho más difícil trabajar: por alguna razón, no había sido capaz de enfrentarse a Kincaid, a pesar de lo mucho que había insistido Joe hijo en que lo preparara el primero.

El señor Bustamante, por otra parte, planteaba un desafío mucho más bello. Había sufrido un corte poco frecuente. Vertical, en lugar de horizontal. Eugenio, imaginaba Madden, había sido toda su vida un cliente difícil. Tenía pinta de eso.

– Cómo no, Eugenio -masculló en voz alta-. ¿Acaso no es propio de ti decidirte por el corte menos ortodoxo?

Le recordaba a algo que había oído contar acerca de que los samuráis usaban a los prisioneros condenados a muerte para probar con ellos el filo de sus espadas: debía de habérselo dicho Joe padre, que siempre tuvo debilidad por los samuráis. Un samurái se disponía a practicar un corte horizontal a través de las caderas, un corte muy difícil. Cuando informó al condenado de sus intenciones, el prisionero dijo: «De haber sabido que iba a intentar ese golpe, esta mañana habría comido piedras».

Tal y como pensaba. Allí no serviría de nada una inyección arterial: la cabeza de Eugenio requería un trabajo de inmersión. Dos o tres horas, como mínimo. Pero podía inyectar el resto del cadáver a través de la arteria carótida derecha y drenarlo por la vena yugular derecha.

– ¿Qué cojones estás haciendo? -preguntó Joe hijo. Madden no lo había oído bajar. Suspiró, se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la pechera de la bata.

– Mira, estaba a punto de ponerme con él… -dijo.

– ¡Olvídate de ese tío! -replicó Joe-. Deja que se pudra, joder. ¿Qué te dije ayer? ¿Qué te dije ayer que era tan importante? -Joe tenía la cara acalorada y sudorosa, a pesar de que en el cuarto frío la temperatura era muy baja. Por alguna razón, llevaba puesto un jersey de cuello alto de color mostaza. Quizá, al vestirse, había olvidado el calor que había hecho el día anterior. Era un jersey extremadamente poco favorecedor, que marcaba sus contornos fofos y dejaba al descubierto una franja de unos siete centímetros de tripa blanquísima.

– Lo sé -dijo Madden, y dio gracias por haberse quitado las gafas al ver que Joe se echaba mano al culo de los pantalones-. Enseguida me pongo con ello.

– Necesitamos ese cuerpo vivito y coleando lo antes posible -siguió Joe-. Te lo dije ayer. ¿Es que no me estabas escuchando? Le he dicho a su mujer que puede verlo ya mañana.

Joe hijo se sacó la mano del trasero y se pasó la ofensiva extremidad por la nariz con aire distraído, fingiendo que se rascaba un picor. No haría falta tratar el orificio de entrada de la bala antes del embalsamamiento, una vez hubiera matado a Joe de un disparo. A fin de cuentas, el orificio ofrecería un punto de drenaje muy conveniente. Claro que quizá debiera dispararle en la sien. No, eso sería una lástima. La hinchazón y el subsiguiente ennegrecimiento del párpado serían un engorro que habría que subsanar. Y, además, había que pensar en su pobre madre. Tendría que matarla a ella también si quería evitar que se pusiera a berrear encima de su pobre hijo masacrado.

– Este tío va en un ataúd cerrado. Ya te lo dije. Para lo que va a importar a nadie, podrías meterlo en la picadora de carne.

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